Paul Brito nos muestra de qué manera el
dolor, la memoria y la literatura pueden recuperar y edificar historias
maravillosas.
Por: Juan Camilo Rincón*
Cada capítulo de Restos orgánicos de un
mundo anterior (Seix Barral), el trabajo más reciente de Paul Brito,
nos da la bienvenida con la imagen de un fósil. Aunque a esta pieza se la suele
relacionar con algo arcaico, congelado en el tiempo y ya caduco, en el libro
del escritor barranquillero el fósil recupera su sentido como fragmento que nos
habla a través de y pese al tiempo, para darle un sentido a la historia, a una
historia. Es el remanente que nos da cuenta de la actividad de quienes existieron,
se seres pretéritos.
Las líneas de Brito nos llevan
afectuosamente por las memorias de su niñez, un canario y una lagartija, el
fútbol, la radio y las canciones, los crucigramas, el padre venido de otros
mares y la madre que va desvaneciéndose en la enfermedad. Y entonces sus
páginas, sus palabras y sus recuerdos traen de regreso, como «una sola
corriente», la vida de una madre fallecida pero que aún habita en «ese
movimiento fluctuante», en la energía y el espíritu que trascienden y se
encumbran para hablar de nuevo.
Libros & Letras
habló con el autor para conocer un poco más sobre su nuevo libro.
-¿Por qué son
tan importantes para el libro esos vestigios o restos del pasado?
James Parkinson bautizó
originalmente la enfermedad como Parálisis
agitante, un oxímoron, una contradicción orgánica. Yo advertí que quizá los
recuerdos, las fotos, son también eso, pequeñas muertes orgánicas, igual que lo
es cada instante que se vuelve pasado, pero que por un momento vibra con la
fuerza y la vivacidad del presente. Fotos y fósiles representan el paso del
movimiento al reposo y viceversa, pues el libro precisamente trata de revertir
la fosilización del recuerdo y del cadáver. Yo perseguí desde un comienzo una
intuición: que la muerte no es el lugar común de reposo que se nos ha vendido
siempre: “el descanso eterno”, “la última morada”. No, en esa oscilación entre
parálisis y agitación el punto final debía ser el otro polo: el movimiento
máximo, la total energía. En el libro tomé de ejemplo a los mismos fósiles:
“Paralizados en el mármol y la piedra caliza, son como instantáneas que siguen
agitándose en otro tiempo, de la misma forma que cada momento transmite al
siguiente la sustancia continua del presente” y también aludo a los
combustibles fósiles y su gran contenido energético, pues “siendo una
acumulación inerte de sedimentos orgánicos del pasado geológico, vuelven a
mover el mundo después de tanto tiempo dormido”.
-¿Este
libro fue escrito para hacer una catarsis sobre la muerte de su madre?
Esto puede parecer raro, porque el libro es corto,
pero pasé ocho años escribiéndolo, no de forma continua, claro. A los tres años
de haber comenzado se murió mi mamá y el libro tuvo que recomenzar, renacer. Mi
mamá era la fuente principal de las historias (ella las iba documentando y
complementando) y de pronto se convirtió en el tema central, en su núcleo, pero
también en un agujero negro que se lo quería tragar todo. El dolor comenzó a
distorsionar la imagen. Tuve que desdibujarlo en el libro para que no se
sintiera invasivo, como un fin en sí mismo. Mi relato no podía ser un ejercicio
terapéutico o de cicatrización, o no ser solo eso. La herida debía ser una
ventana para rescatar la imagen de mi madre intacta y no despedazada por la
misma pena. No quería que los sentimientos del libro se volvieran un
espectáculo lastimero o pornográfico, por decirlo de algún modo.
-En varios
de los relatos percibo una gran fuerza de la oralidad. ¿Cómo logra sostener
este espíritu en un texto escrito?
Creo que es algo que no busqué, que hace parte de
la constitución del ser Caribe y más tratándose de una familia como la mía que
proviene de pueblos con mucha tradición oral, mi madre de Sabanalarga
(Atlántico) y mi padre de Tazacorte en la isla canaria de La Palma. Además, mis
padres se ganaron la vida con la palabra oral. Mi madre fue profesora de
primaria durante 46 años, desde que tenía 16. Y, al igual que mi abuela y mis
tías, traían en la sangre cierta sabiduría oral: hablaban en forma de aforismos
o sentencias intuitivas, que parecían proverbios inéditos. Eso siempre me
impresionó. Lo mismo mi abuela canaria, que cuando murió el abuelo, nos
escribió en una carta una frase que nunca he olvidado: “Contra Dios no hay
venganza”. Mi padre, por su parte, fue locutor y comentarista radial, de modo
que también vivió en función de la palabra. Aún hoy me sorprendo cuando hablo
con alguien mayor de 70 años y al mencionarle que soy hijo del Canario Brito,
exclama enseguida que eran amigos; me ha pasado muchas veces, no sé cómo pudo
cultivar tantas amistades de todo tipo. Hablaba en forma de piropos, era un
don. Ahora pienso que, de alguna forma, las Islas Canarias son la extensión o
el comienzo mismo del Caribe.
La literatura es el reino de la intuición, de la vida interior (…). Desde que nacemos estamos rodeados de literatura, de narraciones, lenguajes y rituales. Los relatos nos entran hasta por los poros, es ineludible.
-Ante la
posibilidad de contar tantos momentos de la vida, ¿con qué criterio escogió los
fragmentos que narra en el libro?
Hubo mucha decantación, deseché mucho más de lo que
recopilé, sobre todo a partir de la muerte de mi madre, pues necesitaba volver
a escribir el mismo libro pero con el dolor adentro y no a flor de piel. Debía
neutralizar el tono plañidero y quejumbroso con que la muerte de mi madre me
dejó. Pero cuando sentía que la historia quedaba muy contenida, buscaba entre
los textos desechados nuevas capas de emoción para revestirla. Con la esencia o
visión del conjunto, pude restituir algunas piezas desechadas y saber dónde
ajustarlas para que volvieran a encajar.
-¿Qué
busca cuando reconstruye su infancia como elemento narrativo para crear esta
novela?
Para mí, la infancia fue el país de los afectos,
donde no existía la muerte y todo parecía futuro. Era un espacio infinito,
donde el pasado y el legado milenario de padres y abuelos se volvía maleable,
mantenía su estado de gracia y de potencia inagotables, y estaba presto a
reinventarse, a renacer y encarnarse en uno mismo.
-Usted
habla en una entrevista sobre su osadía a los 19 años al enviar su primer
cuento “¿6 o 9?” a un concurso literario y ganarlo, en un momento de su vida en
la que “no había terminado de leer un libro completo”. ¿Cómo construyó ese
primer texto sin estar familiarizado con la literatura?
La literatura es el reino de la intuición, de la
vida interior. Desde que nacemos estamos rodeados de literatura, de
narraciones, lenguajes y rituales. Los relatos nos entran hasta por los poros,
es ineludible. Yo no leía los libros que me encargaban en el colegio, pero mi
madre lo hacía por mí y me los contaba. Sin su voz, sin ese filtro materno y
sin esa red de intuiciones que vamos creando con los otros, yo sentía que no
entendía ningún libro. Aquel cuento lo escribí de un tirón, como si siempre
hubiera estado dentro de mí o se hubiera contado solo, nada más había tenido
que escuchar toda la vida los cuentos de los demás.
-Aunque,
en apariencia, son áreas muy diferentes, casi opuestas, ¿hay algo de su
formación en Ingeniería que haya aportado a su ejercicio de creación literaria?
Claro. Me enseñó a optimizar recursos, a comprender
la noción de eficiencia y eficacia, a entender la resistencia de los materiales
que empleaba para escribir, a ver todo como un sistema abierto cuyo único
equilibrio podía encontrarse en el dinamismo. Métodos y Tiempos se llamaba una
materia; creo que deberían recibirla todos los aspirantes a escritores.
La muerte no es el lugar común de reposo que se nos ha vendido siempre (…). En esa oscilación entre parálisis y agitación el punto final debía ser el otro polo: el movimiento máximo, la total energía.
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Foto Paul Brito. Cortesía autor.
*Periodista, escritor e investigador cultural.
Autor de Ser colombiano es un acto de fe. Historias de Jorge Luis Borges y
Colombia y Viaje al corazón de Cortázar.