“No había hecho una novela hasta que escribí Kentukis”: Samanta Schweblin

Samanta Schweblin. Foto: Maximiliano
Pallocchini. 
Cortesía Cámara Colombiana del Libro

Por: Mateo Ortíz G.*
Samanta
Schweblin
está sentada en una sala de espera en un aeropuerto de Buenos
Aires. Tras de ella, se mueven los viajantes. Todos apresurados. Ella solo
espera. El cabello negro recogido en una coleta alta. La mirada clavada en el
teclado de su computador. Es escritora, nació en Argentina y su acento lo
revela. Tiene 41años y ha escrito libros de cuentos como Siete casas vacías (Páginas
de Espuma, 2015) y Pájaros en la boca (Random House, 2008); también las novelas
Distancia de rescate (Random House, 2014) y Kentukis (Random House,
2018).
Yo
no puedo hablar. Solo mirarla. Soy un Kentuki, un híbrido entre peluche y
cámara que ella inventó en su más reciente novela. Como no puedo gesticular,
nos comunicamos por correo electrónico. No sé cuánto llevamos en esta sala de
espera aguardando el próximo vuelo a Berlín, donde reside actualmente. “Vengo a
Argentina una o dos veces al año. Son viajes intensos en los que siempre se
mezcla el tiempo para hablar de los libros o participar en algunos eventos, con
las ganas de ver a la familia y a los amigos”, me dice. No tengo oportunidad de
contrapreguntar.
Dos
hitos, narra Schweblin, marcaron su vida: la aparición de libros cuando
pequeña y la formación artística y sentimental de su abuelo materno, el artista
Alfredo de Vicenzo.
“De
chiquita me leían mucho. Tenía mis propios libros infantiles y también estaban
los de la biblioteca de mis padres que empecé a chusmear en cuanto aprendí a
leer. Después, a mis once o doce, hubo primeros libros que me marcaron: los
cuentos de Kafka y Ray Bradbury, que me regaló mi mamá, y los
cuentos de Julio Cortázar, que me regaló mi abuelo. Yo era muy tímida y
detestaba el colegio. En los recreos, y hasta en clase, nadie me molestaba si
me veían leyendo. Los libros eran como una manta que me volvía invisible y me
permitía perderme en mi mundo sin que nadie me exigiera participar en nada.
Como
Juana de Cuando aprendí a pensar de Pilarica Alvear, el origen mitológico
de la literatura de Samanta, surge en la infancia.
Creo
que las palabras se manifestaron desde muy chiquita. Cuando mi mamá me leía yo
la interrumpía y le pedía inventar yo el final de los cuentos. Tengo memoria de
esos momentos, y lo que me acuerdo es de una sensación muy precisa, la de
sentir que me escuchaban, realmente me escuchaban, quiero decir, yo avanzaba en
la historia y, si lograba amenazar lo suficiente a mi personaje, había vilo en
la atención del que me escuchaba. Si lograba poner algo de la historia en
jaque, mi madre me miraba con atención, completa atención, una atención que
para mí era puro disfrute”.
Samanta
ha
ganado reconocimientos muy importantes como el Premio Juan Rulfo, el Shirley
Jackson y el Tournament. Por segunda vez está nominada al Man Booker Price.
Pero su historia de premios tiene origen en la vergüenza…
“A
mis doce me dieron el tercer, el segundo y el primer premio de un concurso de
cuentos. Dicho así parece una linda anécdota, pero en realidad todo fue muy vergonzoso.
La entrega de premios fue en un club del barrio, habría unas cien personas,
todas del club, y seguramente gran parte de la gente que se había presentado a
concurso estaba ahí con sus amigos y familiares. Sobre el escenario abrían un
sobre, anunciaban al ganador, y el ganador tenía que subir y leer el cuento.
Subí cuando anunciaron el tercero y la gente aplaudió, luego con el segundo ya
crecía el silencio, y cuando me dieron el primer premio ya la gente silbó, y no
permitieron que lea el cuento ganador. Mi abuela, que era la que me había dado
la idea de presentarme al concurso y me había ayudado a presentar todos los
cuentos que había escrito ese verano, estaba roja como un tomate, muerta de
vergüenza”.

Después de la vergüenza, llegó a reconocerse como escritora…

Fue
una formación autodidacta, de mucha lectura y escritura, y también de talleres
literarios. Creo que pasar por la carrera de cine también hizo un aporte
interesante. De todas las experiencias, creo que la más fundante fue la
relación que tenía con mi abuelo materno, esa fue mi educación emocional, y la
más práctica fue el paso por el taller de Liliana Heker, novelista y
cuentista argentina a quien considero mi maestra, y con quien siempre me
sentiré agradecida.

Es habitual que explique que tiene pluma de escritora de cuentos. Pero, en 
Distancia
de rescate
puso la fuerza de la novela al servicio de un diálogo mientras en
Kentukis usa la virtud corta del cuento en una novela, ¿a qué se 
deben
esas variaciones?

Tengo
la impresión de que Distancia de rescate se mueve todavía en el mundo
del cuento, o al menos en sus límites. Quizá sea por su intensidad, o por la
manera en la que la escribí; la verdad es que no sentí el salto hacia la novela
hasta que no escribí Kentukis. En general no pienso en extensiones
cuando escribo. Solo siento la pulsión de una historia, una idea que llega ya
con su tono, su voz, su ritmo y, como consecuencia de su propia escritura, su
extensión.


¿Por qué pasó de los cuentos como los de
Siete
casas vacías
a una novela como Kentukis?

Creo
que Kentukis necesitaba esa narración coral de múltiples personajes alrededor
de múltiples ciudades y lenguas del mundo. No podía llegar a la emoción final
que anhelaba para esta historia con la extensión de un cuento. Yo siempre
pienso en cuentos, es el género desde el que parto, pero también hago siempre
el mismo chiste, y digo que, cuando me falla el cuento, no me queda otra opción
que la de escribir una novela.


¿De dónde nace la idea de su más reciente novela?

Siempre
es difícil para mí pensar en cómo surgen las ideas. Kentukis se me
ocurrió en un año de muchos viajes, viajes a lugares que en ese momento
me parecían muy insólitos, como Rusia, Serbia, China, Israel, y también
un año de muchos proyectos de trabajo compartidos, pero trabajos que
sucedían siempre con horas y horas de conversaciones y escritura desde
lejos, en comunicación por Skype o Whatsapp. Así que las tecnologías y
esta visión coral desde múltiples países del mundo era algo que estaba
viviendo en carne propia. También fue un año en el que las primeras
imágenes de Buenos Aires tomadas desde drones por usuarios particulares
tuvieron mucho protagonismo en las redes, creo que la idea de los drones
también tuvo que ver con la ocurrencia de los kentukis. Me acuerdo
incluso que pensé, ¿cómo puede ser que existan los drones y no existan
los kentukis, si es algo tanto más simple y tosco? Deben existir solo
que yo no lo sé, pensé. Pero una googleada rápida me dejó
sorprendida ante la ausencia de cualquier tipo de dispositivo parecido a
un kentuki.

¿Cree posible un mundo como el de Kentukis? ¿Quizás ya vivimos en él?

Absolutamente. ¿Qué de todo lo que sucede en Kentukis,
incluyendo el dispositivo, no existe ya de alguna otra forma en nuestro mundo?
Creo que naturalizamos rápidamente esta vida hipertecnologizada, perocuando
esta nueva realidad pasa al plano literario seguimos clasificándola como
ciencia ficción. Me resulta fascinante este salto, ¿qué exactamente de la
novela Kentukis puede leerse como ciencia ficción, cuando no hay ningún avance
técnico ni temporal? Quizá lo que nos pase es que tomamos estas tecnologías con
absoluta naturalidad, pero todavía no nos hemos dado tiempo para pensarlas, y
menos aún para pautar socialmente sus límites morales, étilos, legales. Creo
que esto es justamente lo peligroso de estas tecnologías, nosotros mismos
utilizándolas a diario sin terminar de entenderlas del todo.
– ¿Por
qué le dio esa apariencia inocente a los Kentukis? ¿Por qué ese nombre?

Quería que, antes de que el lenguaje entrara en
juego en estas conexiones -cosa que sucede más adelante en el libro-, la
relación entre los usuarios jugara también con las relaciones que tenemos con
nuestras mascotas, con todas las responsabilidades, los excesos, los peligros y
los abusos a los que llevan las relaciones que no tienen lenguaje, porque creo
que, en espejo, hay mucho de todo esto que se juega también en las comunicaciones
digitales.
El nombre surgió espontáneamente durante el primer
borrador, y seguí adelante porque lo que me importaba en ese momento era
entender la idea que estaba gestándose, no quería distraerme. Cuando entendí
que el texto iba en serio decidí buscarle un nombre definitivo. Y me hice una lista
de las cosas que quería que ese nombre implicara. Quería una marca que sonara a
algo extranjero, pero también a trucho, a popular, a barato. A yanqui pero
también a japonés, o chino. A una marca que ya escuchamos en algún otro lugar,
aunque no recordemos de dónde. Busqué en Google “kentukis” y salió un caballo
ruso con múltiples premios, una comida tradicional japonesa, una ciudad
Ucraniana y otra Australiana. Salieron personajes y clubes y hasta información
en idiomas que desconozco. Y entonces pensé que “kentukis” era perfecto, era
exactamente todo eso y nada de todo eso. Era pura confusión y sensación de
familiaridad.

Leo que hay una necesidad suya de volver los relatos profundamente humanos. 
¿De
dónde viene esa inquietud?

No tengo ni una pista. Cuando escribo yo siempre
busco entender algo, acomodar alguna injusticia que me duele, tratar de
probarme a mí misma bajo ciertas situaciones extremas, o quizá cotidianas pero
a las que les tengo pavor. Escribir me ayuda a acercarme a todas estas cosas y comprenderlas
mejor. Supongo que como lectores también tomamos en las lecturas algo de ese
aprendizaje. Y ojalá algo de eso suceda también con mis lectores. Supongo
entonces que conectamos porque nuestras búsquedas son parecidas.
Cierra la tapa del computador. Yo sigo incrustado
entre las maletas. El segundo llamado a suelo para Berlín la obliga a
levantarse de la silla. Me toma y quedo a la altura de sus ojos: rímel de horas
y una mirada extraña, lejana con noticias de un mundo antiguo que me es ajeno.
Me dejo llevar por el túnel de abordaje.

Creo que Kentukis necesitaba esa narración coral de múltiples personajes alrededor de múltiples ciudades y lenguas del mundo



*Mateo Ortiz Giraldo

Columnista literario. Leedor. Presunto escribidor.
Estudia periodismo y filosofía. 

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Twitter: @plumasinave




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