No. 7177 Bogotá, Viernes 4 de Septiembre del 2015
Diálogo de hormigas en la pared
Por: Amilcar Bernal
Cuatro años después de su divorcio volvieron a encontrarse en aquel café, sin que se hubieran citado, como dos asesinos que regresan al lugar de su crimen, cada uno víctima del otro, y asesino a la vez, quizás impelidos por esa vocación de los lugares comunes que alguna vez fueron un paso obligado en el viaje de la mutua costumbre. O porque la casualidad anda por ahí preguntando por nosotros hasta dar con nuestro miedo. O porque quienes matan y mueren por amor son inmortales, pues el amor es más fuerte que los dos extremos del tiempo donde existe.
Eran las diez de la mañana y la vida iba más deprisa que nunca hacia el olvido, como puesta en agua oscura con una piedra atada en el tobillo. Él, siempre más hablador, se refirió a la soledad como su compañera y aprovechó, dispuesto a matar la esperanza, para preguntarle si salía con alguien. “Para qué hablamos de eso. No me dan ganas de hacerlo”, dijo ella, se notaba hastiada, mirando hacia el pasado que iba por la calle en un carruaje negro y largo como un presentimiento. “Porque somos amigos y los amigos se cuentan sus cosas”, contestó él, con la esperanza a punto de morir, de escucharla decir que estaba tan sola como él. “¿De verdad quiere hablar de eso?” “¡Sì!” Y entonces le habló de su amado. Aquella respuesta mató su esperanza pero consiguió dejarlo herido.
Ahora él anda por ahí sin esperanza y dejando su dolor en el camino, convencido de que en los combates donde la sangre no es el premio son más graves las heridas que las muertes. Y concluyó que tenía razón el poeta Rubén Darío cuando en su poema llamado Caso escribió: Pues el caso es verdadero; / yo soy el herido, ingrata, / y tu amor es el acero: / ¡si me lo quitas, me muero; / si me lo dejas, me mata!