Por: Pablo Di Marco. María Martoccia me remite a dos opuestos: quietud y movimiento. De la quietud proviene su libro de cuentos Caravana, sus novelas Los oficios, Sierra Padre y Desalmadas, y sus traducciones al español de Yasunari Kawabata. Del movimiento hablan sus viajes por África, Asia y sus años vividos en Londres, Yemen, Tailandia y en un pueblo de los cerros del Valle de Punilla, Córdoba.
Tal vez esta breve entrevista nos permita dilucidar cómo María conjuga opuestos para crear una obra inteligente y perdurable.
– Vivís en San Marcos Sierras, en una casa al pie de los cerros del Valle de Punilla. ¿Qué gana y qué pierde tu escritura al estar alejada de la siempre omnipresente Buenos Aires?
– Viví catorce años en las sierras de Córdoba, ya no. Ciudad, campo, cada lugar tiene lo suyo. Me gusta el anonimato de la ciudad y la soledad del campo; detesto la sociabilidad de los pueblos, por más pintorescos que sean. Me fascinan las plantas, los animales, las huertas con arvejas diminutas y zapallos gigantes, las piedras, los ríos, el teatro, los cafés, las comidas nuevas, los libros, los negocios antiguos. Camino horas en cualquier parte que me encuentre, y contemplo atardeceres y salidas del sol como si fueran piezas de colección.
Escribir es siempre una empresa titánica, no sé por qué ni cómo lo hago, quizás porque es más difícil que vivir.
– Un escritor suele dar lo mejor de sí mismo escribiendo en soledad. Pero esa es solo una cara de su trabajo. Hay una contracara que lo obliga a lidiar con editores, editoriales, periodistas, promociones, etc. ¿Cómo te llevás con este lado de tu profesión?
– No hago absolutamente nada al respecto; lo mínimo indispensable (y muchas veces ni siquiera eso). Tengo la inmensa suerte de ser amiga de Luis Chitarroni, un editor fabuloso que me orienta.
– ¿Cuál es tu relación con la literatura colombiana?
– Recuerdo a Mutis, a Fernando Vallejo que me encanta, a Correa, a Cuervo, Ana María Reyes, Burgos, Sánchez Baute y últimamente a Camila Noriega. Me olvido de unos cuantos.
– Ya que tradujiste al español nada menos que a Yasunari Kawabata, voy a hacerte la misma pregunta que le hice a Mariano Dupont, que tradujo a Louis-Ferdinand Céline. ¿No sentiste temor (o por lo menos un paralizante sentido de la responsabilidad) al comenzar a trabajar el texto de un mito de la literatura?
– Cuando traduzco siento la adrenalina de caminar en una cornisa, siempre a punto de caerme, y la sensación es fascinante. Pero Kawabata no es difícil, es absolutamente convencional y reiterativo, sus sorpresas son tan previsibles que aburre. Y traducir es enfrentar dificultades, caso contrario, no vale la pena; Julian McLaren Ross es harina de otro costal.
– Solés brindar talleres de escritura. ¿Qué virtudes y defectos encontrás en tus actuales alumnos, comparándolos con aquellos de años atrás?
– Solía ofrecer talleres y más que nada orientar a quienes ya habían comenzado una novela o libro de relatos. No lo hago más; sólo escribo y leo, toda otra actividad literaria me resulta penosa y me obliga tratar con gente; algo que evito a toda costa. La impresión más fuerte que me quedó después de haber dado talleres es que la mayoría cree decir lo que no dijo. Me hablan de sus personajes y los describen de un modo que no está plasmado, ni siquiera sugerido. Otra cosa que percibí es el temor a no decir lo que piensan, como si uno pudiera escribir dejando de ser quien es.
– Vamos con las dos últimas y clásicas preguntas de Un café en Buenos Aires, María: alguna vez Vargas Llosa dijo que el día más triste de su vida fue cuando Jean Valjean murió en Los miserables. ¿Cuál fue el día más feliz de tu vida?
– El día que nació mi hijo; experimenté una alegría química, como si hubiera tomado cientos de hongos alucinógenos.
– Te regalo la posibilidad de invitar a tomar un café a cualquier artista de cualquier época. Contame quién sería, a qué bar lo llevarías, y qué pregunta le harías.
– Nunca quise conocer a los autores de las obras que admiro, ni a nadie en particular ¿Para qué?
(*) Esta entrevista fue posible gracias a la gentil intercesión de Daniel Gigena.