Colombia curiosa, así se titula el último libro de Jorge Consuegra, periodista y profesor de mucha audiencia en la radio bogotana y buen amigo de esta ciudad, donde transcurrió gran parte de su juventud. Como había citado a Deborah Kruel, como una curiosidad salí a comprar el libro. La obra son apuntes curiosos de nuestra historia, llevados durante largos años. Los hay de todo género: históricos, científicos, políticos, religiosos y demás. Leer subrayando o escribiendo notas en los márgenes es una forma de entablar un diálogo con el autor. Muchas cosas me llamaron la atención, y espero que cuando salga de la penosa enfermedad en que se encuentra, podré conversar largo con él para puntualizar temas. La monja Josefa del Castillo es una de sus admiraciones, y nos dice que su celda en Tunja es sitio de peregrinación de los turistas, y que se sabe que por falta de dinero se alimentaba con pétalos de rosas. El novelista Álvaro Miranda, que hace muchos años está escribiendo una biografía de la madre del Castillo, visitó el mismo sitio y vio al final del corredor la mano azufrada del demonio en una puerta. Las monjas corrían todas las noches temerosas de Belcebú. El infierno en realidad eran las represiones de las abadesas, los chismes de las recoletas, los desquites de las profesas, las habladurías de las legas, las burlas de las novicias y los denuestos de las torneras. Los dos libros conocidos de la monja, Afectos espirituales y Vida, llenos de deliquios místicos, son conocidos por el rescate que hizo un sobrino-nieto de la madre Castillo, que los publicó en Filadelfia. No sé qué tantos lectores tuvieron allá. Un barranquillero, Alexánder Steffanell , hizo su tesis de doctorado siguiendo las huellas del sobrino de sor Josefa. Creo que una buena biografía motivaría las delicias de un psicoanalista. Otra curiosidad para Consuegra fueron los contertulios de El Automático, un legendario café en la Bogotá de los años 50. Uno de los más sobresalientes era el poeta León de Greiff, de quien se decía que acompañaba su desayuno con dos huevos: uno para comérselo y otro para untarlo en la corbata. Llegué a verlo muchas veces caminando por la carrera séptima comiéndose un pedazo de pan que sacaba del bolsillo de la gabardina. También me tocó ver el homenaje que le hicieron en el Teatro Colón. Estaba leyendo sus versos y de pronto se enredó con los papeles. Y entonces todo el público siguió recitando el poema que leía. Esta rosa fue testigo/ de ese que si amor no fue/ ningún otro amor sería… Si esa no es la gloria, entonces ¿qué es? Y por último, Consuegra nos recuerda que el himno nacional tuvo que ser fijado por decreto del presidente Alberto Lleras. Había tantas versiones de la letra que hubo que poner orden. El alma del himno fue José Domingo Torres, quien guardaba en su álbum de recortes un poema de Rafael Núñez. Tamaña sorpresa se llevaron el Presidente y su mujer cuando lo escucharon como himno de Cartagena, en 1887. Décadas después se le dio el carácter de himno nacional. Al compositor Oreste Síndici le demoraron años el pago de sus honorarios. El libro de Consuegra es verdaderamente curioso. No podía faltar un nuevo asesino de Gaitán. Pero de esos testimonios hay miles. Me pareció muy interesante cuando Consuegra relata lo de la dama alemana que me sirvió de inspiración. Según su relato, tenía un sombrero absolutamente cinematográfico, y frente a la bahía dijo una frase que al traducirla decía ¡Oh qué mar tan marítimo! Una frase como esa desata todas las musas.
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