No. 6.985, Bogotá, Miércoles 25 de Febrero del 2015
Algo entrañable de Reinaldo Spitaletta
Pudo ser en la ya lejana escuela Marco Fidel Suárez (la edificación la derrumbaron el año pasado) cuando el mar comenzó a horadarme el cerebro y a meterse con sus sargazos y naufragios, con sus piratas y galeones, a mi interior de niño asustado con el mundo. Pudo haber sido cuando doña Susana, una maestra morena y contenta, entonaba en el patio de recreo una canción infantil, que para mí se volvió más atractiva que las oraciones a un poco de vírgenes y que las mismas tonadas en honor a María, que ella también elevaba en el mayo florido y sin igual. Y era la de “soy pirata y navego en los mares, donde todos respetan mi voz…”. Para mí era una suerte de himno de combate, más llamativa que la desgraciada letra del himno nacional de Colombia y la del saludo a la bandera.
La escuela entonces estaba plagada de canciones patrioteras y poemillas de horror como el de un señor Caro, que había enmudecido y padecido tanto por culpa de lo que lengua mortal decir no pudo. Pero a mí, vuelvo al caso, la canción del pirata me hacía soñar con el mar no visto (ay, don León), con el mar que solo estaba en los mapas escolares, con el mar que no solo doña Susana nos activaba en la imaginación con su voz dulzona: “soy feliz entre tantos pesares, y no tengo más leyes que yo”, aunque creo que en esta última parte ella cambiaba el “yo” por “Dios”. Sino con el mar que mamá tenía en sus recitaciones y cancioneros, como aquella de “yo vengo de una tierra regada por dos mares…” y en las barcarolas tristes que decía con su voz de soprano, agregada a su capacidad proverbial para contar historias.
Si bien doña Susana era la sucursal de mamá en la escuela, jamás pudo ser mejor, ni más fascinadora que la señora rubia que en casa me narraba, sobre imaginarias olas, las aventuras del capitán Grant (todavía yo no había leído la obra de Verne) y los viajes de Simbad, y que, además, cantaba una habanera a la que ella le ponía abundante sentimiento, casi hasta hacerme lagrimear con el dramatismo que aplicaba a la historia: “Salió de Jamaica rumbo a Nueva York / un barco velero, un barco velero / cargado de ron”. Pero el drama, claro, era más adelante, cuando cantaba que el barco, o mejor, el bergantín, se había hundido, por culpa del señor capitán que se había emborrachado: “No siento el barco, no siento el barco que se perdió / Siento el piloto, siento el piloto y la tripulación”.
Muchos años después, en 1981, cuando con actores del Pequeño Teatro de Medellín y del Teatro Libre de Bogotá, hicimos el recorrido de la ruta comunera, para conmemorar el bicentenario del levantamiento liderado por José Antonio Galán, el actor Germán Jaramillo, en El Socorro, hizo una interpretación de tienda aguardentera de la habanera que mamá me cantaba en la infancia, y su modo de hacerlo nos hizo caer en la cuenta de que aquella pieza tuvo que haber sido compuesta por un “cacorro”, o, como diría Quevedo, por un bujarrón. Las morisquetas y amaneramientos que utilizaba Jaramillo cuando decía, por ejemplo, estos versos: “Señor capitán, déjeme subir / a izar la bandera del palo más alto de su bergantín”, o cuando blanqueaba los ojos al articular “pobres muchachos, pobres pedazos del corazón, / y la mar brava, y la mar brava se los tragó”, nos hacía desternillar de las risotadas.
Pero volviendo a mamá, sus barcarolas eran lacrimógenas. Una, interpretada en discos por Moriche y Utrera, la hacía sollozar mientras la cantaba, y claro, a uno se le rodaba un lagrimón, tal vez por solidaridad con los de ella. Y con una en especial, el mundo se trastornaba, porque ella entraba en trance, se transfiguraba. Se llama Los náufragos: “Ausente y lejos de ti / todo es un rudo penar / todo es bogar como bogan / los náufragos tristes / en medio del mar”. Le ponía alma y corazón, y creo que hasta el hígado y el bazo y el páncreas, porque era de lo más melancólico que se pudiera escuchar: “Aquel que ausente se haya / sin poderte ver jamás / los crueles desengaños siempre han sido para mí / No pienses que yo te olvido / y en la ausencia te he de amar…”. Y al terminarla ya estaba con pañuelo en mano, porque no resistía la tristura: “porque los que se alejan / recuerdos dejan / cuando se van”.
Y así, desde la infancia, incorporé en mi educación sentimental (casi siempre inconsciente) las barcarolas, una que otra habanera marina, algunas canzonetas napolitanas, y aquella de doña Susana, la que decía que “los piratas no saben llorar”. Mucho después, llegaron otras, como la de Los cuentos de Hoffman, con música de Offenbach, y que Benigni incluye en su filme La vida es bella (oh, mi principesa; oh bella notte d’amore) y que tiene lindas interpretaciones, entre otras la de Plácido Domingo y la del ciego Andrea Bocelli. Tal vez, y no sé por qué (asuntos del misterio), cuando escucho la barcarola de Chopin, opus 60, recuerdo la voz de mamá, navegando en mares procelosos, y el viento la transporta, por encima de fantasmagóricos barcos de bandera negra con calavera: “Me fui a buscar perlas y hoy traigo collares muy blancos de lágrimas”.