Caballero habla de Harold Alvarado

No. 6.432, Bogotá, Jueves 4 de Julio del 2013 
Es que a mí no hay que creerme nunca: a un surrealista no0 hay que creerle. 
Roberto Matta. 
Caballero habla de Harold Alvarado 
Ajuste de cuentas: un libro a cuchilladas 
Por: Antonio Caballero H./Última Parte. ¿Y quién es Olga Isabel Chams Eljach? se preguntará el lector (mon semblable, mon frêre). Pues es Meira del Mar. Entre las coqueterías de Alvarado figura en buen lugar la de mostrar que conoce todos los nombres y los segundos apellidos de todos los personajes que menciona. A Napoleón lo hubiera llamado Nabulione Buonaparte Ramolino. Al pintor Balthus lo llama Balthasar Klossowsky de Rola en alguna página de este libro. 
Esto de insertar a cada poeta en su momento de la historia y de la geografía está muy bien, claro. Pero a mi parecer Alvarado lo hace de una manera caricaturesca: reduciendo a los poetas de su antología a su circunstancia más inmediata y estrecha, más local y pasajera. Reduciéndolos y limitándolos a la politiquería y la lambonería colombianas. Y, de paso, situándolos también en una caricatura de la historia. La frase sobre la guerra de los Mil Días es característica del tono de historiador de Alvarado, quien no vacila en convertir al solemne locutor de radio Alberto Lleras Camargo en un genio del mal que hundió al país en la ignorancia a través de un tonto ministro de Educación, o a ese casi inofensivo y algo ridículo generalote que fué Rojas Pinilla en un monstruo comparable a Nerón: lo pinta «asesinando estudiantes, volando barrios enteros con dinamita, masacrando opositores durante corridas de toros». Y esta Antología crítica de la poesía colombiana del Siglo XX, de tan ambicioso título, queda así convertida en una mezquina historia de godos y cachiporros, y de poetas venales o serviles. 
Sí, la historia puede contarse así, como farsa sangrienta. Y no sólo la de estas «tierras de horror», porque todas las tierras lo son por igual, y todas sus historias respectivas. Dice Borges que a no sé cuál de sus bisabuelos le tocó vivir – como a todo el mundo – tiempos infames. Y los poetas han sido siempre, en todas partes, cortesanos, cortesanas: Virgilio frente al emperador Augusto, o debajo, más bien; Quevedo ante el duque de Osuna; y basta con recordar cómo el gran Rubén Darío, habiendo sido nombrado cónsul de Colombia por el presidente Rafael Núñez, le dio las gracias con un adulador soneto: 
Colombia es una tierra de leones… 
etc. 
Pero no son sólo eso. Ni la historia, ni los poetas. Harold Alvarado sabe, porque lo conoce en su abundante carne propia, que por la experiencia y por el alma de un poeta pasan más cosas que las bastante mezquinas de su vida cotidiana y prosaica de empleado público, como Luis Vidales, o de ejecutivo de una empresa multinacional, como Alvaro Mutis, o de «creativo» publicitario, como la mitad de sus odiados nadaístas, o, para irnos a otros mundos y a otras lenguas, de funcionario de riegos de un ministerio, como Kavafis. Pero, por lo que se ve en este libro, no es capaz de saberlo en carne ajena, como crítico. A los poetas escogidos (y no quiero ni siquiera pensar en los que lanzó a la oscuridad de su desdén) les encuentra siempre un motivo miserable para que hayan escrito lo que sea que hayan escrito. La envidia. La codicia. El servilismo. El arribismo. El odio. 
Por otra parte, estoy bastante de acuerdo con él cuando da a entender, en sus diatribas sulfurosas, que Colombia no es una tierra de leones. ¿De chacales? ¿De hienas? Ninguna de esas tres especies animales existe en este nuevo mundo que descubrió Colón, de cuyo apellido viene el nombre de esta tierra. 
Por otra parte más, debo decir que este libro es muy divertido, a su malévola manera. Descuidado, como dije atrás. Irregular: párrafos espléndidos alternan con otros de prosa desaliñada. Enredado, caótico, escrito como por erupciones venenosas de palabras y de imágenes, y que casi en cada página cede a la tentación de dar absurdas explicaciones ideológicas a los caprichos del autor. Salpicado de obsesivas y repetitivas y fatigantes enumeraciones de nombres de las personas que el autor aborrece, que son todas, y de incursiones no muy felices en el género de la economía política. Alvarado Tenorio, como todos los poetas colombianos – Cote Lamus, Valencia, Silva, Caro, Julio Arboleda, la madre Josefa del Castillo, Juan de Castellanos -, lo que quiere en el fondo es ser presidente de la república. 
Ahora bien: ¿ha habido tantos poetas en el siglo XX en Colombia? Entiendo que Alvarado Tenorio trataba de llenar un libro entero hasta los topes. Pero ¿treinta y ocho? Sin contar a los muchos más que no merecen capítulo propio pero van siendo mencionados al pasar, ni a todos los que se salta. Y bastantes se quedan por fuera: el engolado José Umaña Bernal de los años treinta, el laborioso Andrés Holguín de los cincuenta, el pomposo William Ospina de los noventa, el ilusionado Fernando Denis de después del año dos mil. En un momento escribe el antologista que en el siglo XX sólo ha habido cinco libros de poesía importantes en Colombia, y a escala de Colombia (y a veces de la lengua): «Ritos» de Guillermo Valencia, «Crónicas» de Luis Tejada (un periodista), «Tergiversaciones» de León de Greiff, «Si mañana despierto» de Jorge Gaitan Durán, «Morada al sur» de Aurelio Arturo, y «Poemas de la ofensa» de Jaime Jaramillo Escobar. Sólo cinco. Pero después sigue y sigue acumulando poetas, como se apilan los muertos en las fosas comunes de nuestras guerras. Y no creo yo que haya tantos. No voy a referirme siquiera a los ciento cuarenta que – dice él – han nacido después de l950, y de los cuales en su antología incluye generosamente a unos cuantos, de los cuales, en mi opinión, sobran varios: los cada vez más repetitivos – o, para usar la palabra que define esta época, clónicos – muchachos que se quejan. Aunque reconozco que la queja es, como lo señala con pertinencia Alvarado, una constante en la poesía colombiana: la queja, el desamor, el desencanto, el desasosiego pessoano y el quevediano recuerdo de la muerte. Falta además aquí, por supuesto, por una modestia de autor que no creo muy sincera, el propio compilador de la antología, Harold Alvarado Tenorio. Aunque no, no está faltando: va en el prólogo. 
Pero bueno: ¿treinta y ocho poetas? No creo yo que haya habido treinta y ocho poetas, sumados todos desde el rey Salomón hasta Harold Alvarado Tenorio, pasando por Horacio y por san Juan de la Cruz, por Hölderlin y por Rimbaud y por T. S. Eliot, en todo el vasto ámbito de la literatura de Occidente. ¿Treinta y ocho sólo aquí en Colombia? Sí, ya sé que nos han dicho siempre que esta tierra de ladrones y asesinos es también tierra de poetas. Pero ¿ciento cuarenta?¿Cuántos ajedrecistas había en la Unión Soviética de Karpov y Kasparov? ¿Cuántos polistas caben en la Argentina de Adolfo Cambiaso? Como preguntaba Enrique Jardiel Poncela: ¿pero hubo alguna vez once mil vírgenes? 
Pues nada menos que treinta y ocho poetas tenemos aquí, asegura Alvarado. Y la selección que él hace, con pesado cuchillo de carnicero (oficio que reclama por herencia) , va a disgustar a muchos más. Lo cual es buena cosa en esto de la literatura.

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