Catálogo de culpas

No. 7614 Bogotá, 4 de Diciembre de 2016 


Mientras unos dan plomo, nosotros damos pluma
Jorge Consuegra


Por: Violeta Serrano / Tomado de Pagina12

En los once perturbadores relatos de Mala letra, la española Sara Mesa elige retratar situaciones incómodas y crueles, protagonizadas por niños y también por mujeres. Cuentos que hurgan en las lecciones y los mandatos inculcados ante los que sólo queda la culpa o la rebeldía.

Es como un chasquido. Algo que no termina de cuajar. No sabemos bien por qué sucede y, sin embargo, ahí está, como una canilla fallada. Y nos pasamos el resto de la vida intentando que la rosca no se rompa del todo, que se cierre en el giro exacto, que nadie note que al mínimo empujón el líquido abandonará la contención y saldrá despedido hacia todas partes. Cuando la causa de algo así sucede no se oye apenas nada. Pertenece al pasado. A un tiempo del que ya no recordamos los porqués si no acudimos a alguien que venga a escarbar en las situaciones fundacionales. Y sin embargo suele distinguirse, claro, un momento exacto, preciso, en el que una rama seca se quiebra bajo un pie dudoso o un vaso se escurre entre las manos y después ya todo es cristal desparramado y transparencia acuosa que sólo va a lograr sacar de ahí una evaporación natural y ajena sobre la que no tenemos poder alguno.

Sara Mesa, la autora española de este libro de cuentos, Mala Letra, se propone sacar el bisturí y hurgar. La mayoría de las veces en situaciones incómodas pertenecientes a esa edad temprana que está ubicada ahí al fondo, donde viven las experiencias de infancia que nos configuran. O algo más cerca: en los desarrollos adolescentes que nos van abriendo un camino que, más tarde, nos dejarán una huella amarga. Sobre todo porque, en la mayoría de los casos, las lecciones y los mandatos que nos fueron inculcando mientras crecíamos no habrán servido para casi nada. Salvo para llenarnos de culpa. Por no haber seguido las órdenes. O justamente por haberlas seguido y sin embargo, no haber llegado a conquistar ningún Edén.

La adolescencia y la infancia no son acá una simple transición a la edad adulta. Al contrario. Lo que hay que subrayar está siempre antes, donde está la rama rota y el vaso desparramado. Pero no hay respuestas. En este conjunto de once cuentos no se ofrece ningún salvavidas. La crueldad y las situaciones desagradables son parte del pacto de lectura. Los personajes al borde de sí mismos y de su propia noción de moralidad son una excusa narrativa perpetua. Tan pocas pistas quiere dar acá Sara Mesa que, en muchas ocasiones, los cuentos quedan demasiado abiertos. La exigencia para el lector es tal que éste podría rebelarse y acusar a su autora de ofrecer unas construcciones demasiado vagas.
Sara Mesa nació y creció en la periferia. Primero en Madrid y luego en Sevilla, donde se trasladó a vivir y de donde procede ese deje andaluz que se le escucha al hablar y que, sin embargo, no está en ninguna de las voces de los personajes de este libro. Asegura que empezó a escribir a los treinta años, cuando su vida se desocupó un poco. Dice que sus obras nacen, por lo general, de una imagen. Algo que suele ocurrir con los narradores que son, además, poetas. En 2008 fue ganadora del Premio Nacional de Poesía Miguel Hernández por su obra Este jilguero agenda. Y desde ahí la carrera de galardones se fue abultando hasta tal punto que es una de las narradoras jóvenes más laureadas de la narrativa española actual. En 2012 quedó finalista del Herralde de Novela con Cuatro por cuatro y se convirtió en autora de Anagrama. Pero lo que la catapultó fue su obra Cicatriz, que ha publicado hace más bien poco. Razón por la cual muchos sospechan que este libro de cuentos, Mala letra, no es más que una forma de que su nombre siga en boga y que, quizás, esta publicación, reste en vez de sumar.

Es cierto que no todos los cuentos son excelentes. No hay un equilibrio en la potencia de sus tramas, aunque sí una calidad innegable en lo que respecta a las formas. Su literatura, de tono realista al estilo de Rafael Chirbes, queda esta vez incompleta. Suele argumentar que esta característica es voluntaria. Una forma de hacer, justamente, mala letra. No escribir el cuento que el lector espera. No darle la posibilidad de encontrar respuestas sino de abrir aún más interrogantes, de enfrentarse con dilemas que la mayoría de las personas preferirían no abordar. El cuento “Apenas unos milímetros” es uno de los casos más claros. Sin embargo, resulta también obvio y este es un rasgo que se debería evitar en el género por ser algo así como un pecado mortal. En “¿Qué nos está pasando?” la claridad en la separación esperable entre buenos y malos se diluye y da lugar a que lo turbio se ocupe del desenlace. “Mármol”, sin embargo, destaca como uno de los textos mejor desenvueltos. Todos, como suele demandársele a un conjunto de relatos, contienen una unidad temática. Acá es, sin duda, la culpa. Y hay, incluso, guiños metaliterarios en los que la misma autora se incluye, aunque siempre jugando a camuflarse en el espejo de algún otro personaje que la interpela.
Dicen que se trata de su obra más autobiográfica. Ella lo confirma, pero le pone condiciones. Asegura que sólo es así si nos centramos en criterios sentimentales. Es cierto que las cuestiones que acá se abordan hablan de temas que la perturbaron emocionalmente a lo largo de su vida. Sin ir más lejos ella era una de esas alumnas a las que el profesor reprendía por no tomar bien el lápiz en la escuela. Bien o mal. No había otras variantes. Y acá la autora se demora en la venganza. No sólo de ese profesor que le imponía un uso determinado de la herramienta de escritura, sino de todos los mandatos que, inferimos, ha debido revivir a lo largo de la creación de esta obra. Si la mayor parte de los relatos están vinculados a la infancia, también hay una gran cantidad que tienen como protagonistas a mujeres. Varias son adolescentes que, si no poeseen roles protagónicos, sí se colocan como elementos disruptivos dentro de la trama. Chicas malas que se niegan a encajar en un contexto determinado. Que sobresalen, a veces, por el propio reto de oponerse a las órdenes. Otras que se callan. Muchas que no saben distinguir en qué lugar ubicarse frente al transcurso de su propia vida. Pocas que sólo desean huir o no haber sido testigos de algo perturbador.
Sara Mesa no nos adelanta el futuro. No nos ofrece respuestas. Señala la rama rota y el vaso caído con precisión de orfebre pero no nos ofrece en ningún caso el zoom sobre la canilla que no cierra. Las gotas de agua caen con un ruido desquiciante. Y su literatura funciona como un altoparlante para esas goteras. Es decisión del lector entrometerse en ese goteo, darse la oportunidad de completar las múltiples elipsis que la autora genera en cada relato y atreverse a recordar, quizás, que hubo un instante, hace demasiado tiempo, en que pisó una rama seca o dejó que un vaso se precipitase contra el piso. O alguien lo hizo, tal vez, demasiado cerca como para que diera tiempo de cerrar los ojos.



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