Crónica. La Plaza de los Espejos

Aquí huele a carne cruda, hortalizas, pescado, flores, aserrín, tierra mojada y agua podrida. El revoltijo de olores crea un gas que se asienta irremediablemente sobre este punto de la Plaza de mercado de Paloquemao (Bogotá). La fragancia resultante de ese cóctel de aromas es estridente. Las fosas nasales se acoplan con rapidez a la hostilidad del aire.

Aunque la brisa adversa, la panorámica de este lugar es favorable. Se pueden ojear los pasadizos por los cuales se podría empezar a recorrer la plaza, que se presenta como un laberinto.

Antes de iniciar el recorrido, quizás fuera útil el favor de alguna Ariadna -aquella mujer que le dio un ovillo de hilo a Teseo para que entrara al laberinto de Creta, matara al Minotauro y encontrara el camino de regreso. Pero no, aquí no hay Ariadnas. Ni Ariadnas ni perfiles helénicos. Los rostros de estas mujeres son irregulares. La redondez gobierna las caras en este resquicio de la ciudad: no hay mentones rectos; las mejillas y los pómulos están recubiertos de abundante carne; carne mestiza, carne recubierta de mugre, carne sudando; las cejas tan sobrepobladas como poco delineadas; ni qué hablar de las narices, ninguna está trazada como una línea recta. Arcos, desviaciones y puntos negros dan vida a esas narices en su mayoría aguileñas. Los rostros pueden llegar a ser bellos, pero no a la manera de la estética clásica. Se trata de una belleza más turbia, subversiva, inefable.

Una vez que uno se adentra en el dédalo parece difuminarse el olor pestilente. La voz de William VinascoChé acompaña al anciano de cachucha gastada y bastón pelado que preside una tienda repleta de cachivaches de fique. En este puesto la realidad se alitera. Como si de un poema se tratara, el sonido de la “che” gobierna este espacio, como la redondez gobierna estas caras.

La plaza se sigue abriendo paso. Una jauría de gallinas se ofrece a la vista. Están apeñuscadas en jaulas. Unas encima de las otras. Las hay blancas, escarlatas, cafés, amarillas, negras, mestizas. No hacen ruido. Esta ensalada de plumas, crestas y picos es silenciosa. Tan silenciosa como la ensalada de frutas con helado y galleta que venden en la tiendita de enfrente.

Más adentro, el paisaje se vuelve monótono: frutas brillantes de todos los colores, parecen de plástico; bocas que se mueven exclamando siempre lo mismo: “¿Qué frutica está buscando?”; delantales blancos de personas que custodian las reses desnudas que cuelgan de ganchos; una tienda de vitrinas repletas de cartones de huevos. Los huevos son blancos, blanquísimos, dálmatas, y de todas las variaciones e intensidades del color piel. Hay tantos colores en los huevos como en las plumas de las gallinas que los ponen.

Hacen falta pocos pasos para regresar al punto de partida. Más frutas. Ese aguacate es de dimensiones jurásicas. Su diámetro es semejante al de la cabeza de una lechona que humea a unos metros, con carne y arroz desperdigados a su alrededor, como si de un cadáver recién fulminado se tratara. La lógica del lugar se empieza a revelar: hay una red secreta de analogías entre colores, olores, sonidos y formas, que danzan en el éter y le dan vida poética -casi metafísica-, a esta plaza de mercado. Un último avistamiento parece querer reafirmar la intuición: estos champiñones son gigantes. Su tamaño es inverosímil. Los sombreros de esas setas son semejantes a las almojábanas que descansan en la vitrina del horno de la tienda de al lado.

En esta plaza todo se repite. Un juego infinito de espejos parece haber sido instaurado. Las cosas siempre terminan por hallar su reflejo. Acá se puede caminar a la espera de que, de repente, el otro yo aparezca frente a uno.

Por: Juan Sebastián Peña Muette
Estudiante de Comunicación social y Literatura
Pontificia Universidad Javeriana




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