Por: Farides Lugo Zuleta*
El mar amaneció picado. Fue sin previo aviso. Estaba bravísimo y aterrador. El pueblo entero se reunió a su orilla, guardando una distancia prudente. La gente fue llegando en silencio, se alineaban uno al lado del otro, como si fueran a tomarse todos de la mano y hacer una gran oración. Pero, no hubo tal plegaria para que la furia espumosa cesara. Sólo miradas. Los pobladores observaban mudos el horizonte marino, como queriendo transmitirle la paz que necesitaba para que pasara rápido el mar de leva. Nadie se atrevía a comentar, mas flotaba en el ambiente la preocupación por el grupo de pescadores que se había adentrado en la noche líquida, deseosos de una racha de pescaditos convulsos sobre sus canoas.
Ante la furia de ese mar gris y bullicioso, Anselmo presentía el peor destino para su primo, quien se pasó el día anterior remendando su estropeada atarraya como una araña meticulosa y laboriosa. Por la noche, después de cenar, su primo se perdió con los otros hombres en el horizonte nocturno. Anselmo iba a ser parte de la pesca, pero a última hora se arrepintió. Mientras devoraba su invariable cena: arroz de coco, tajaditas de plátano maduro y los pescados más pequeños, aquellos que no sirven para la venta, endurecidos al contacto de la manteca hirviente y cuyas numerosas espinas no incomodan al masticar, pues de tan fritas se vuelven crocantes; uno de los pescados le llamó la atención en la composición de su plato plástico. No tenía en sí nada extraño, pero se veía medio solo y su ojito achicharrado le transmitió una profunda tristeza. Anselmo levantó la mirada y se reconoció solitario, recostado en su taburete, con los dedos brillantes de aceite así como los bordes de su boca gruesa. El pescadito estaba melancólico, la noche estaba quebrada, misteriosa, obscura y redonda como la mirada inquietante de las vacas.
Anselmo recordó, sin querer, el episodio de la semana pasada. La reminiscencia le dañó la cena y le llenó el estómago de mal agüero. Su primo apareció en el marco de la puerta, le tocó el hombro en señal de inminente partida. Ambos se quedaron un momento olfateando esa noche turbia. Anselmo reparó la pequeña atarraya que colgaba de la espalda de su pariente y se arrastraba un poco por el suelo de tierra compacta. Miró también la cachucha que el otro llevaba a pesar de la penumbra que los rodeaba acechante y que poco lograba espantar el bombillo de luz amarilla y débil en su eterno titilar, ahogado entre bichos desorientados que llegaban atraídos hasta ese remedo de faro salvador.
⸺Me acordé de la vaca esa. Mejor me quedo⸺ dijo Anselmo.
⸺¿Qué tiene que ver esa bendita vaca con irnos a pescar?
⸺No lo sé, pero este pescado me miró igual que ella y la noche está rara.
⸺Listo. Más rebusque para mí.
Su primo siempre hacía eso: remataba cualquier situación al instante. Una semana atrás, la pesca andaba tan mala que ni de día ni de noche ni de madrugada el mar les soltaba algo. Cuando ya no tuvieron nada para fritar, se fueron temprano por las trochas de las fincas a trabajar la jornada. Aquella vez les dieron trabajo en la finca del Mono, apenas llegaron estaban cargando ganado seleccionado en un camión directo para Montería; la primera tarea que les recomendaron fue sacrificar a un par de reses cuyo destino sería el local del carnicero del pueblo. Anselmo no acostumbraba matar animales grandes, después de la pesca, lo suyo era abrir zanjas para el plátano, clasificar coco, cargar bultos, pero nada de sangre caliente a borbotones. Sin embargo, el hambre apretaba y no podía pasar por pretencioso al inicio del día. Caminó, cuchillo en mano, a la vaca que lo esperaba impasible, no fue sino acercarle el arma al cuello para que el animal se alterara, movió su cabeza describiendo un balanceo horizontal y cayó rendida sobre sus dos patas delanteras dobladas. Las tripas de Anselmo se helaron vacías, la vaca mugía desgarradora, arrodillada, noble y él ya no era capaz de nada. Su primo se desesperó, con paso firme cogió un garrote de pilar arroz y se dio prisa en la tarea para ocultar las pendejadas de Anselmo a los demás jornaleros. Apuntó bien al cuello de la vaca postrada y con su fuerza certera de brazos tonificados por el canalete desnucó y despachó rapidito el cadáver desgonzado. Anselmo pasó un limpión, que alguna vez fue rojo vivo, por su rostro desencajado y sin chistar se fue directo a la coquera para que lo ocuparan en otra cosa.
El mar seguía picado, gris y furioso. Anselmo continuaba entre los espectadores silentes. A las tres de la tarde el gigante se fue calmando. Al día siguiente, la gente del pueblo se alborotó con rumores: algunos de los pescadores perdidos habían aparecido maltrechos por las costas del caserío vecino. Anselmo no necesitaba indagar nada, él sabía muy bien que su primo no volvería a ser visto por ningún hombre.
* Magíster en Historia de la literatura (FURG, Brasil) y profesional en Estudios literarios (UNAL, Bogotá). Es asistente editorial de la revista Huellas y docente de la Universidad del Norte (Barranquilla).