Ángel Galeano Higua
Sabe que con el río a sus pies la imaginación corre más de prisa, las escenas se desbocan, se afanan sus manos. El puente de piedra fue escenario de un encarnizado combate del cual muy pocos se acuerdan. Lo escuchó de niño y esas escenas palabreadas en el aire nunca lo abandonaron. Oye los gritos, el choque metálico de las armas, el cascoteo de los caballos. Quiere librarse de aquella carga y para ello no cuenta más que con la afilada punta de su grafito.
Se sienta en la baranda. El morral a la espalda, las hojas enganchadas a la tabla y sobre su cabeza el sombrero aguadeño que sólo se quita para dormir. Desde allí puede ver los achocolatados guiños del agua que le alebrestan el pensamiento. Parece un chiquillo con las piernas colgando. Cree que aquellos muertos dejaron algo por decir y quiere revivirlos. Ha recorrido la ciudad recogiendo historias bajo los aleros, husmeando en las casonas, esculcando los parques y los ventorrillos. Y no era que le contaran las historias, sino que él las veía en la mirada. Procuraba deslizar sus ojos hacia el paisaje para no sentirse abrumado. Ante los primeros zarpazos de la pulsión, muchos empezaron a recelar de sus ojos que los transparentaba y huían como si estuviese infectado por un bicho que todo lo cristalizaba.
Ahora está allí, listo para bocetear la batalla. Sabe que desde lo alto puede ver mejor. El escenario para la lucha incluye los tres arcos del puente con su tangente de paso. Quiere imaginar los bandos, pero necesita el aliciente de unos ojos detonadores. Supone a los contingentes a lado y lado del río, mostrándose la furia. No son tiempos de armas automáticas. La única forma de ir a la contienda es atravesando el puente a pie o a caballo, armados de fusiles, machetes o palos. O cruzando el río a nado con el cuchillo entre los dientes. Quien controle el puente se pondrá en ventaja.
De pronto, como si la vida obedeciera a sus requerimientos, el bocetero ve que una mujer se dirige hacia el puente por el otro extremo. Falda larga y roja, blusa blanca de mangas cortas. El cabello luminoso se agita con el viento. La mujer se detiene. Duda. Hace mucho tiempo nadie cruza el puente y ahora están los dos: él, queriendo dar vida a una batalla que lo atormenta, y ella, engalanada como para una fiesta. Lleva unas sandalias tan delgadas que parece descalza. Avanza por el adoquinado. Sé quién eres, le dice de pronto. El bocetero se sorprende, pero logra permanecer en silencio mirándola de soslayo, ocultos los ojos bajo el ala de su sombrero.
¿Sabes quién soy? Le gustaría que se lo dijera. Y ella, como si le hubiera leído el pensamiento: Eres alguien de quien todos huyen. Él continúa callado, centrado en su cabello que se agita como un racimo de cometas. Vengo a que dibujes lo que ves en mis ojos. Su voz decidida es ajena a toda súplica. No dibujo lo que veo en los ojos, sino en la mirada. ¿Acaso no es lo mismo? Para nada, responde él, moviendo la cabeza. La mira pero sin fijar sus ojos en los de ella, eludiéndolos, más bien observándole el cabello que sigue aleteando, y los aretes plateados, y los labios carmesí que se le antojan como una carnosa herida. Mírame, no le tengo miedo a tu mirada, dice ella, desafiante. He venido para que mires mi vida y mi futuro y lo dibujes de una vez por todas.
El bocetero percibe una contenida furia en su voz y pretende tranquilizarla. No con palabras, él casi no habla, traza. Entonces mira, ahora sí, sus ojos desde una distancia que ha aprendido a controlar. Los dibuja como los ve, pero no dibuja la mirada. Cuando le enseña el dibujo la mujer sonríe. Está bien, pero falta, ¿no es cierto?, dibuje de mis ojos lo que quiera, le dice animándolo. Pero el bocetero le advierte que no dibuja lo que quiere sino lo que ve en la mirada. Bueno, está bien, lo que sea, contesta ella, dibuje lo que sea. La punta del lápiz empieza a corretear sobre la hoja, danza febril, dedos alucinados. Ojos fijos en los ojos, se deja embeber de aquellas dos lunas azulinas que lo miran. Ella se siente atravesada por los ojos negros que la navegan, hasta que sus recuerdos comienzan a fluir como una película. El bocetero aguarda a que aquel flujo se detenga, pero las escenas corren sin cesar. La mira como cuchicheándole que no se deje embaucar por los sinsabores de esa carrera memoriosa que la confunde y la desgasta. Al fin, el desfile de sucesos se hace más lento hasta detenerse en el borde del río. Alzándose la falda, se encarama de pronto sobre la baranda, como una equilibrista. El bocetero se asusta, ¡cuidado, puede caerse! Su cabello quiere irse detrás del viento y ella quiere irse detrás de su cabello. La mujer no sabe que él puede ver su destino y todavía guarda la ilusión de poseer su secreto. El bocetero vacila. Ella percibe la duda y lo desafía a que pinte lo que ve. Él se resiste, forcejea, hasta que aquella poderosa energía lo impele de nuevo a tomar el lápiz, y con trazos rápidos y precisos la dibuja. Un gran salto. Mujer pájaro sobre los arcos del puente. Él se admira de lo que ha logrado, sostiene una lucha dolorosa, aparece en su dibujo una belleza terrible que no conviene dejar ver de la mujer. Inventa una excusa, el dibujo no ha quedado bien, debo repetirlo. Piensa en cambiarlo, en engañarla para salvarla. Déjamelo ver, le exige la mujer, intrigada. Pero él se niega, se siente violentado por lo que sus manos han plasmado. Intenta borrar una parte, alterarlo, tachar, enmendar, pero la mujer le arrebata la hoja. Al ver el dibujo, el semblante de la mujer se avejenta, como si todos los cansancios acudiesen a engrosar las líneas de su rostro, como si hubiese sido sorprendida in fraganti con el gran secreto de su vida. Y sin que él pueda detenerla, se arroja de cabeza al vacío.
Aterrado, el bocetero comprende que su dibujo ha adquirido vida. Nunca había sido invadido por una confusión semejante. No puede dejar de mirar los círculos concéntricos en el río, insaciables gargantas que acaban de tragarse a la mujer. ¡No he debido dibujarla! ¿Qué hacer para no continuar esclavo de sus manos? Pero más que de sus manos, es aquella fuerza interior que lo avasalla por lo que ve. Algo debe hacer para liberarse. Lo que al comienzo fue virtud y talento, ahora es tormento.
Cuando los socorristas rescatan el cuerpo río abajo, frente a la Plaza de Toros, descubren en el bolsillo de su falda una desteñida carta en la que se despide de su familia y anuncia que nadie es culpable de su muerte, que la soledad la asfixiaba como un gas letal. Pero el bocetero no se siente liberado de culpa, su desazón aumenta, le parece que ella escribió esa carta para condenarlo en secreto y amarrarlo a su final. A partir de aquel día, muchos, al verlo, para ocultar su miedo lo insultan. Otros lo observan de lejos, temerosos, pero nadie lo mira de frente. Las mujeres les tapan los ojos a sus hijos y cambian de acera como si fuera un apestado.
Con la cabeza gacha, el sombrero más ladeado y los ojos cubiertos por unos lentes de vidrio ahumado, el bocetero se retira hacia los cerros de Santa Elena con la esperanza de no toparse con nadie. Lo alimenta la ilusión de que, desde allí, podrá observar el puente a sus anchas y dibujar la batalla que, según cree, se le revelará en cualquier momento. No ha terminado de acomodarse sobre una piedra, cuando ve que un ejército baja del cerro Nutibara y otro avanza por San Diego. Ambos se dirigen hacia el puente. Se quita los lentes, siente que lo envuelve una premura. A medida que los dos ejércitos acuden a su cita fatal, los ojos se le humedecen por la emoción. Cuando los dos bandos están a punto de chocar en mitad del puente, brota de entre las aguas del río un tercer ejército. La mano del bocetero tiembla, se le seca la garganta y penetra en su propio campo de batalla donde galopa sin control, hasta el instante en que dibuja lo que se le revela como la bandera flameante de quienes emergen del agua. Es la falda larga y roja de la mujer que cruza el puente, el cabello agitado por el viento, que le hace señas con los brazos en alto, solitaria e invicta.
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Cuento finalista en el Primer Concurso Nacional e Internacional “Gabriel García Márquez”, convocado por la Fundación Pro-Aracataca. 2017
Tomado de Fundación Arte y Ciencia