Cuento “La casa de los difuntos” de la autora brasilera Júlia Lopes de Almeida

Cuento “La casa de los difuntos” de la autora brasilera Júlia Lopes de Almeida

«As casa das mortos» forma parte de la colección de cuentos de Julia Lopes de Almeida Ânsia eterna, quizás una de sus obras más conocidas y aclamadas. Traducción de Juan Camilo Perdomo M.

Escrito durante lo que se conoce como la Belle Époque Tropical, el libro fue publicado originalmente en 1901 y 1903 (A Tribuna – H. Garnier), aunque el cuento fue escrito originalmente en 1893. Se trata de un relato fantástico, sobrenatural y onírico que algunos críticos consideran precursor de lo que más tarde se conocerá como lo real maravilloso en la literatura latinoamericana; aunque otros insisten en calificar este y los demás cuentos como una emulación de la literatura gótica y del estilo de Guy de Maupassant. Como curiosidad, el cuento está dedicado a Francisca Júlia da Silva, poetisa paulista, como símbolo de fidelidad y aprecio hacia las escritoras brasileñas y para dar un gran impulso a la literatura femenina en el país. 

Julia Lopes de Almeida
*Trad. Juan Camilo Perdomo M
.

¡Qué frío y qué oscuridad!

E iba yo caminando en medio de las tinieblas, valiente, firme, en busca de quien me dio la vida, quien me crio entre sus pechos, quien me llenó las mejillas de besos y me vistió el alma de alegría.

Estaba hambrienta, harapienta, desconsolada, invadida por penas, y añorante de su cálida y dulce caricia, y de sus fragantes palabras como miel de abejas sobre un rollo de especias.

Y fui caminado en la oscuridad, siguiendo unos pasos que oí, aunque sin saber de quién, ni hacia dónde.

No había ni una estrella guía en el cielo, todo estaba silencio, excepto por aquellos paso delante de mí: tan, tan, tan. ¡Parecían un martillo sobre una gruesa pared!

Y seguí sin miedo hasta que los pasos se detuvieron y una puerta se abrió suavemente sin hacer ningún ruido. Sentí una gran ráfaga de aire, me apoyé en el umbral y entonces, divisé en una tenue luz, unos bultos poco definidos, casi difuminados.

Cerca de mí, un hombre, envuelto como un esquimal, soltó unos bultos que llevaba, dejándolos el suelo. Luego, volviéndose hacia mí, me dijo con una voz sollozante como la del viento entre las ramas de sauce:

— ¿Para qué me seguiste? Esta es la casa de los difuntos. ¡Vete! El camino negro le está prohibido a los vivos, eres la primera en recorrerlo sin haber fallecido…

Sombras dispersas tomaron forma humana y vinieron curiosas, lentas, deslizándose e inclinándose sobre mi cuerpo en actitud de espanto. Yo resistí al pavor, e impaciente, escruté todo en busca de quien me dio la vida, quien me llenó las mejillas de besos, quien me vistió el alma de alegría y me arrulló con sus fragantes palabras como miel de abejas sobre un rollo de especias.

— ¿A quién buscas? —, preguntó el mismo hombre cuyos rasgos no vi por su capucha.

— A mi madre.

El sonido de mi voz hizo huir a todas aquellas figuras de neblina como si fueran campanas en una torre cubierta de pájaros. Yo misma temblé extrañada ante la vibración de mis palabras y fue tal la calidad y vida de mi voz, que resonó entre los débiles murmullos como un tenue soplo de brisa.

Entonces, desde lo profundo, desde un montón de ovillos desordenados que se disipaban por aquí y por allá, mi madre vino hacia  mí sonriendo, en su vestido de andar por casa, con esa hermosa piel rosada, rolliza y fresca, como cuando yo descansaba en su basto pecho mi cabeza soñadora y febril, mientras ella peinaba mis cabellos con sus hermosísimas manos.

Radiante, me lancé a besarla, ella, sin embargo, siempre tan dispuesta a recibir mis caricias, me detuvo con un gesto.

— ¡No me toques! ¡No me beses! Todo mi cuerpo se deshará con el más leve contacto… te horrorizarías con mi carne y te desmayarías si mis labios se encontrasen con los tuyos. ¿Para qué viniste a buscarme? Huye, mi amor, tu lugar se encuentra allá, en la vida, en el calor, en la luz, en el sufrimiento. Vete y sufre. ¿Nostalgia? ¿Me extrañas? ¡Pobrecita! Olvídalo. Nunca hubiera aparecido ante ti si no hubieras venido a buscarme. ¡Has perjudicado mi descanso porque viéndote, no puedo apretarte contra mi pecho! ¡¿Y tus hermanas?! ¡¿Y él?!

Yo lloraba y no me perdí ni uno solo de sus gestos. Recuerdo que ella quiso darme una fruta y que sonrió después con amargura al ver cómo la fruta que me extendía se deshacía entre sus dedos.

— Hasta los muertos tienen ilusiones… se me olvidaba… —, dijo ella con una voz tan diferente, apenas audible, como el murmuro de un viento muy lejano…

Entonces vi, vi que todas aquellas sombras flotantes se acercaron a los bultos que el encapuchado había dejado en el suelo; eran dos ataúdes con difuntos. En uno iba una virgen, en otro un hombre… Ella era blanca y delicada, con unos mechones negros, y sobre su pálida túnica un ramo de nardos entre sus manos cruzadas. Él era igualmente pálido, joven y apuesto, con una linda cabeza rubia adornada con violetas.

La muerte, de pie, muy alta y esbelta, delante de los dos ataúdes, les dio una lenta y larga bendición con palabras que no pude entender.

Mi madre me lo explico:

— Solo el amor perdura más allá de la muerte. Esta es la celebración de un compromiso. Ambos cuerpos están ahí intactos, rígidos, pero aquí, las dos almas estarán para siempre unidas, y si regresan a la tierra, volverán juntas con el mismo lazo, ¡serán eternamente prisionera la una de la otra, almas felices, inusuales! ¿Lo ves? Quien nunca amo en la vida no tendrá la dulzura de la nostalgia para aliviar la tristeza de este exilio. Fíjate en esas vírgenes, sin novios, ¡qué aire de arrepentimiento tienen! Nunca volverán a la tierra porque de la vida no trajeron ningún recuerdo. Solo quien amó trae al misterio de la muerte un aroma de ensueños. Todo lo demás es polvo que se lleva el viento, que se esparce y que jamás puede encontrarse de nuevo… ¡Vete!

Los ojos de mi madre tenía el brillo de las lágrimas y yo le extendí mis brazos ansiosos, luego, su cuerpo se tornó inmaterial, diáfano, como si de neblina fuera. Entonces, el hombre encapuchado, cuyas facciones no vi, me tomó de la mano y me llevó afuera, a la carretera, y caminé entre dos largas filas de cipreses negros y anémonas púrpuras. Caminé, caminé sin sentir el suelo bajo mis piernas cansadas y cuando abrí los ojos de este extraño sueño, tenía el rostro cubierto de lágrimas y las manos cruzadas sobre el corazón.

Cuento “La casa de los difuntos” de la autora brasilera Júlia Lopes de Almeida
Cuento “La casa de los difuntos” de la autora brasilera Júlia Lopes de Almeida

Júlia Lopes de Almeida, figura prominente en la literatura brasileña, desafió los estándares de su época al vivir de su pluma y luchar por la igualdad. Desde sus primeros escritos hasta sus obras más maduras, Almeida exploró temas de justicia social y derechos de la mujer. Presidiendo la Legión de la Mujer Brasileña, Almeida no solo desafió las normas literarias de su época, sino que también se erigió como un faro de activismo, abrazando las causas ambientalista, feministas y abolicionista. A pesar de enfrentar su exclusión de la Academia Brasileña de Letras por ser mujer, su legado perdura en la inmensidad de sus obras, traducidas y celebradas en todo el mundo. Sin embargo, aún espera una mayor presencia en el ámbito hispanohablante, donde queremos que su voz resuene con fuerza en cada palabra, celebrándola como una voz indispensable de la historia cultural de Brasil.


*Juan Camilo Perdomo (Pereira, Colombia). Filósofo y traductor. Ha colaborado con diversas editoriales en la traducción de literatura y filosofía con el objetivo de descubrir y difundir textos inéditos en español, al tiempo que rescatar la obra de escritoras destacadas.