Por: Juan Camilo Rincón / Bogotá.
México y Colombia se hermanaron desde su nacimiento, a pesar de la distancia; con rasgos indígenas comunes y el mismo sabor a trópico, son países predestinados a luchar juntos. Alexander von Humboldt tuvo esta premonición en sus primeras visitas; luego, grandes libertadores como Simón Bolívar y Agustín de Iturbide revelaron en su cruce de cartas una amistad que permitió que el hijo del emperador viniera a las tierras de la Gran Colombia, y en otros de sus textos, evidenciaron las profundas raíces que asemejaban a los dos países.
Gabriel García Márquez, amante de la figura de Bolívar, publicó El general en su laberinto el 6 de marzo de 1989 (día de su cumpleaños), libro que narra los últimos días del prócer de la patria, y nace en las noches de tertulias que en México sostuviera el cataquero con el poeta colombiano Álvaro Mutis. Este tuvo la idea pero jamás logró materializarla, por lo que decidió entregarla a su gran amigo; en contraprestación, Gabo hizo esta dedicatoria: “Para Álvaro Mutis, que me regaló la idea de escribir este libro”(1). En el texto, el nobel recuerda el gran cariño que sentía el Libertador por el hijo del mexicano:
En la madrugada, cuando todos dormían, la selva integra se estremeció́ con una canción sin acompañamiento que sólo podía salir del alma. El general se sacudió́ en la hamaca. «Es Iturbide», murmuró José́ Palacios en la penumbra. Acababa de decirlo cuando una voz de mando brutal interrumpió́ la canción. Agustín de Iturbide era el hijo mayor de un general mexicano de la guerra de independencia, que se proclamó́ emperador de su país y no alcanzó a serlo por más de un año. El general tenía un afecto distinto por él desde que lo vio por primera vez, en posición de firmes, trémulo y sin poder dominar el temblor de las manos por la impresión de encontrarse frente al ídolo de su infancia. Entonces tenía veintidós años(2).
Después de las gestas independentistas, nuestros países trataron de encontrarse a sí mismos, búsqueda que sigue hasta hoy. Latinoamérica encontró durante el siglo XX una forma propia de pensarse y relatarse a través de su literatura, contando sus penas y dolores, describiendo la opresión que aún seguía siendo el gran monstruo que alimentaba a la pobreza. Las letras nos hermanaron en los padecimientos comunes y fueron la forma de reencontrar nuestras raíces.
Los escritores colombianos comenzaron a enamorarse del lejano vecino y tomaron sus maletas para llegar a tierras aztecas. Ejemplo de ello es Porfirio Barba Jacob, nacido en Santa Rosa de Osos (Antioquia) el 29 de julio de 1883. Poeta de los mil seudónimos, su verdadero nombre era Miguel Ángel Osorio Benítez. Aunque sus poemas circularon en periódicos y revistas de todo el continente, siempre se mostró inconforme consigo mismo y con cuanto escribía, al punto que jamás publicó libro alguno. Gracias a algunos amigos que buscaban ayudarlo y luchaban por que su obra no desapareciera, fueron posibles tres recopilaciones de sus escritos; este hecho incomodó al autor pues, perfeccionista como era, consideraba que su obra debía ser inmaculada y no era digna de ver la luz en ese formato. Hizo un largo peregrinaje lejos de su tierra natal, recorriendo Nicaragua, Honduras, Cuba y Perú, países de los que, a causa de su pensamiento crítico, fue expulsado. Fue descrito como el hombre que se parecía a un caballo y, según el escritor mexicano Alfonso Reyes, “era la mejor prosa periodística de la lengua española”(3).
Este magnífico creador, excéntrico y oscuro, murió en 1942 a causa de una tuberculosis y rodeado de sus vicios, en un lúgubre cuarto en el Hotel Sevilla, ubicado en la capital mexicana. Espacio reconocido como lugar de encuentro de la vida cultural del país manito, grandes maestros pasaron por el hotel en los días de parranda y agonía del casi difunto antioqueño, como Alfonso Reyes, José Revueltas y Octavio Paz, entre muchos otros. En la biografía que escribió sobre el poeta colombiano, el también autor Fernando Vallejo, residente en tierras hermanas, recuerda estos encuentros y la forma en que Barba Jacob muere sin poder gozar de su fama ni dimensionar la magnitud de su maravillosa obra.
Desde los años 40 se dio una extraordinaria explosión literaria en esta parte del continente, convirtiéndose México en uno de los países más prolíficos en lo que a creación artística respecta. Obras como El llano en llamas de Juan Rulfo, La muerte de Artemio Cruz de Carlos Fuentes o Libertad bajo palabra de Octavio Paz, comenzaron a ser leídas y tenidas en cuenta en otros países y por otros autores como referencia para sus propias creaciones. La influencia de estos escritores no es la única en Colombia, pues desde años antes, nuestros intelectuales fueron permeados por las letras hechas en el país azteca. Hoy en día encontramos vestigios de estas creaciones en grabaciones de la emisora HJCK, dirigida por Álvaro Castaño Castillo, o en las páginas de la revista Mito, obra de Jorge Gaitán Durán, Pedro Gómez Valderrama, Eduardo Cote Lamus, Fernando Charry Lara y Rafael Gutiérrez Girardot.
Carlos Fuentes lo recuerda así: “Yo había editado en los años cincuenta una revista mexicana de literatura que se correspondía, en Bogotá, con la mítica revista Mito”(4). Para el creador de Aura, esta publicación representó la oportunidad de empezar a contar con un espacio permanente para sus escritos, aun a sus escasos 27 años de edad. En ella entregó a los lectores textos sobre cine, literatura y política: el cuento “Por boca de los dioses” (1955); una reseña de Pedro Páramo hecha por él (número 8, 1956); “El otro tiempo”, capítulo de La muerte de Artemio Cruz (1960) que apareció dos años antes de la edición de esta magnífica novela; y una reseña hecha por Cecilia Laverde en el número 30 de 1960 (portada diseñada por Alejandro Obregón) sobre su libro Las buenas conciencias, obra que vio la luz en 1959.
Carlos Fuentes. Foto de Luis Garcia |
De esta manera, Mito gestó una de las grandes relaciones del boom latinoamericano: en sus páginas Fuentes leyó por primera vez los cuentos de Gabriel García Márquez, futuro gran amigo a quien conocería en México en 1962. Otro valioso colaborador fue el escritor manito Alfonso Reyes, gran amigo de Porfirio Barba Jacob, Germán Arciniegas y, por supuesto, Jorge Gaitán Durán, quien lo invitó a hacer parte del comité patrocinador de la revista desde su fundación.
Estos, sin embargo, no fueron los únicos creadores mexicanos que aportaron a la revista; de ella también hizo parte el futuro premio nobel Octavio Paz. Su relación literaria con nuestro país comenzó gracias a la amistad que sostuvo con el poeta colombiano Jorge Gaitán Durán, a quien aquel calificó como “uno de los espíritus más despiertos y originales de la nueva literatura hispanoamericana»(5). Su afecto se hizo evidente en la publicación de varios artículos de Mito como “Verso y prosa” y “Un himno moderno” (números 6 y 36 respectivamente). Por su parte, algunos escritores colombianos hicieron reseñas sobre la obra de Paz:
Gaitán Durán publicó un comentario de su libro El arco y la lira en la edición de octubre de 1956, y en agosto de 1957 aparece una reseña de Las peras del olmo escrita por Fernando Charry Lara, quien ya lo había mencionado en su artículo “Tres poetas mexicanos” publicado en octubre del año anterior. Finalmente, Guillermo Sucre escribió una reseña sobre los poemas “Entrada en materia”, en la edición de diciembre de 1961 y “Noche en claro”, en enero de 1962(6).
La cercanía también se hizo tangible en el libro –de publicaciones Mito– llamado Sade. Textos escogidos y precedidos por un ensayo, dedicado por el colombiano a Paz, y en la edición en 1959 de Agua y viento, la única obra del mexicano publicada en nuestro país, con solo 250 ejemplares. Uno de ellos fue dedicado años después al gran cronopio con el texto: “A julio Cortázar, con el deseo de verlo pronto, con mi antigua, y permanente amistad. O. P.”
Llevarse el alma en la maleta
Llegó la década de los sesenta y nuestros escritores comenzaron a viajar a México con el deseo de embeberse en su cultura. Gabo llegó al Distrito Federal en 1961; allí lo recibió su gran amigo Álvaro Mutis, quien había llegado en 1956 huyendo de una problema judicial que lo lleva años más tarde a la cárcel de Lecumberri.
El autor de El otoño del patriarca fue a buscar una inspiración que le permitiera escribir algo grande, su obra maestra, ese texto que lo convirtiera de una vez por todas en el gran escritor que quería ser. Una tarde en su casa en la colonia Alzures, ocurrió algo particular:
Álvaro Mutis subió a grandes zancadas los siete pisos de mi casa con un paquete de libros, separó del montón el más pequeño y corto, y me dijo muerto de risa -¡Lea esa vaina, carajo, para que aprenda! Era Pedro Páramo (…) desde la noche tremenda en que leí La Metarmofosis de Kafka (…) había sufrido una conmoción semejante. Al día siguiente leí El llano en llamas, y el asombro permaneció intacto(7).
Desde aquel momento la fascinación por el escritor mexicano no se detuvo; incluso se rumoraba que García Márquez podía recitar párrafos completos de Pedro Páramo. El autor lo recuerda así: “Carlos Velo me encomendó la adaptación para el cine de otro relato de Juan Rulfo, que era el único que yo no conocía en aquel momento: El gallo de oro”(8).
En esos días también conoció a su gran amigo; al respecto, rememora: “Mi amistad con Carlos Fuentes –que es antigua, cordial, y además muy divertida– se inició en el instante en que nos conocimos, por allá por los calores de agosto de 1961. Nos presentó Álvaro Mutis en aquel Castillo de Drácula de las calles de Córdoba, donde toda una generación de escritores, tratando de hacer un cine nuevo, precipitábamos a Manuel Barbachano Ponce en la primera y más gloriosa de tantas ruinas”(9). Por su parte, Fuentes lo relata así: “Lo conocí en 1962 en Córdoba 48 y nuestra amistad nació allí mismo, con la instantaneidad de lo eterno”(10).
En aquel entonces, Carlos Velo y Carlos Fuentes lo invitaron a hacer una revisión crítica de la primera adaptación de Pedro Páramo para el cine, uno de los muchos proyectos cinematográficos en los que trabajaron juntos. Con el objeto de renovar su visa, el colombiano debía ir a Acapulco para tomar un barco que lo llevaría a Panamá y lo regresaría con los permisos en la mano. Fuentes lo acompañó varias veces en estos recorridos; en uno de ellos a García Márquez se le ocurrió la idea de Cien años de Soledad. Semanas después en la casa de Fuentes, el cataquero le dijo: “Fontacho, ¿qué vamos a hacer? ¿Salvar al cine mexicano o escribir nuestras novelas?”. Para fortuna de nuestra literatura, optaron por lo segundo; viajaron a Europa a buscar inspiración y la encontraron. Juntos, con Cortázar y Donoso, erigieron una gran amistad. Tras recorrer las páginas de Cien años de soledad en 1967, Fuentes afirmó:
Acabo de leer las primeras 75 cuartillas de Cien años de Soledad(11). Son absolutamente magistrales, toda la historia ficticia coexiste con la historia real, lo soñado con lo documentado, y gracias a las leyendas, las mentiras, las exageraciones, los mitos… Macondo se convierte en un territorio universal(12).
La mítica relación y admiración no solo se tradujeron en sus encuentros, sino también en su obra. Los años sesenta fueron muy prolíficos para el boom latinoamericano: en 1962 fue publicada en México La muerte de Artemio Cruz por el Fondo de Cultura Económica. Un año más tarde en Buenos Aires, Rayuela de Julio Cortázar sería editada por Sudamericana. Por esos años, el futuro nobel colombiano Gabriel García Márquez estaba finalizando una de sus obras más importantes, en cuya creación los textos de sus amigos fueron materia prima fundamental.
El 30 de mayo de 1967 fue publicada una de las últimas novelas del boom, Cien años de soledad. En ella el colombiano hizo algunos guiños a las obras de sus amigos, reconociendo de alguna manera la admiración por ellas, así como la influencia que tuvieron sobre su pensamiento literario. La primera nota se refiere a la obra de Carlos Fuentes:
Pero en la noche del lunes los dirigentes fueron sacados de sus casas de la capital provisional. Entre ellos se llevaron a José Arcadio Segundo y a Lorenzo Gavilán, un coronel de la revolución mexicana, exilado en Macondo, que decía haber sido testigo del heroísmo de su compadre Artemio Cruz(13).
*Foto Carlos Fuentes: Libros & Letras (Luis García)
(1) García Márquez, Gabriel. (1989). El general en su laberinto. México: Oveja negra.
(2) Ibíd.
(3) Vallejo, Fernando. (1984). El mensajero. Una biografía de Porfirio Barba Jacob. México: Séptimo Círculo Editores.
(4) Discurso de Carlos Fuentes durante la jornada inaugural del IV Congreso Internacional de la Lengua Española. Cartagena de Indias, 26 de marzo de 2007. Tomado de: http://www.oei.es/fuentes.pdf Consultado en diciembre de 2014.
(5) Paz, Octavio. (1994). «Los hospitales de ultramar». En Obras Completas. 2ª Ed. Tomo 3. México: Fondo de Cultura Económica.
(6) Octavio Paz (1914 – 1988). Publicación “La historia que se convirtió en Mito. 1955 – 1962”. Biblioteca Nacional de Colombia y Ministerio de Cultura. Tomado de: http://www.bibliotecanacional.gov.co/revistamito/personaje?id=21 Consultado en febrero de 2016.
(7) García Márquez, Gabriel. (1980). Juan Rulfo. Homenaje nacional. Instituto Nacional de Bellas Artes – Secretaría de Educación Pública. México.
(8) Ibíd.
(9) García Márquez, Gabriel. “Carlos Fuentes, dos veces bueno”. Biblioteca Ayacucho. Publicado el 26 de junio de 1988 en La Jornada. Tomado de:En: http://www.bibliotecayacucho.info/wp/?p=1963
(10) García Márquez, Gabriel. (2007). Cien años de soledad. Edición conmemorativa de la Real Academia Española. P. XVII.
(11) Nota del autor: cuando Carlos Fuentes terminó de leer Cien años de Soledad, le dijo a García Márquez y a Julio Cortázar que el colombiano había acabado de escribir “El Quijote de América Latina”.
(12) Fuentes, Carlos. “Aviso sobre Cien años de soledad”. Revista Mundo Nuevo. Septiembre de 1967.
(13) García Márquez, Gabriel. (2007). Cien años de soledad. Edición conmemorativa de la Real Academia Española.
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