De Mario Mendoza

He recorrido durante años los colegios de este país, tanto los oficiales como los privados, y siempre, cuando me tropezaba a los más enanos por ahí, con sus loncheras en la mano o jugando en los recreos antes del toque de la campana o del timbre, me juraba que algún día escribiría para ellos. Mis lectores, como lo he dicho siempre, son personas críticas, hastiadas ya de tanta mentira y de tanta hipocresía. Hay una alta dosis de rebeldía y de resistencia en quienes me leen. No es una literatura para todo el mundo. Y está bien que así sea. Es consecuente con lo que ha sido mi vida, mis elecciones y mi manera de sentir y de pensar. 
Sin embargo, allá, en el fondo de mí mismo, sé que la resistencia intelectual y estética empieza antes, en una franja juvenil anterior a la adolescencia. En mi caso, se dio a los siete años, cuando a alguien se le ocurrió llevarme libros a la clínica en un período en el que me encontraba entre la vida y la muerte. Nunca volví a ser el mismo. La imaginación literaria cambió mi vida para siempre. Aprendí que lo real es mucho más amplio y extraño de lo que entiende la mayoría. Hay múltiples dimensiones, fisuras, entrecruzamientos, agujeros negros, bisagras que nos conducen de un mundo a otro, pasadizos, universos paralelos. 
Más tarde, cuando ya era profesor de literatura en la universidad, procuré transmitirles a mis alumnos esa sensación de misterio, de asombro permanente ante la multiplicidad de lo real. Me guié siempre por dos directrices que no fallan: Don Quijote y los niños. Tanto el caballero andante español como los infantes traviesos saben que no están locos, sino que la inmediatez es posible transformarla mediante un sabio ejercicio de la voluntad. No vivimos una realidad que viene de afuera y que se nos impone a las malas. Vivimos la realidad que elegimos. 
Por eso el año pasado, cuando se me acercó un niño llamado Felipe (acompañado por un pastor alemán de nombre Elvis), y me contó una historia de un viaje subterráneo hasta una ciudad llamada Shambala, me dije que había llegado el momento, tan esperado a lo largo de los años, de escribir para lectores aún más jóvenes. 
Pipe recibió primero algunos mensajes y luego le enviaron un guía para que lo condujera hasta ese reino secreto. Ingresó por una tumba en el Desierto de La Candelaria y salió luego por un mausoleo en el monasterio del Ecce Homo, muy cerca de Villa de Leyva. 
Durante días me reuní con este chiquito extraordinario, escuché su historia, le hice preguntas, conversamos, discutimos, investigamos, y al final decidí escribir su aventura fantástica y maravillosa. Visité los lugares donde transcurren los hechos, hice trabajo de campo, hablé con la gente, tomé fotografías y empecé a armar el libro. Me uní a una ilustradora, Érika Buitrago, y a un editor independiente, Ricardo Arango, y el resultado está a la vista y empezará a circular esta semana por las librerías de todo el país. 
Lo increíble es que Pipe volvió a ser contactado y acabo de llegar hace unas semanas de Cuzco y sus alrededores, zona donde transcurre su segunda aventura. Hacía mucho tiempo que yo no me sorprendía tanto como cuando estuve frente a los muros de Sacsayuamán, los monolitos de Ollantaytambo o la magnificencia inverosímil de Machu Pichu. Y ya estoy trabajando en ese segundo volumen con ahínco y una enorme esperanza. Espero que los dioses precolombinos me sean propicios y que me iluminen durante la escritura de este nuevo viaje de mi amigo y protagonista. 
Quiero agradecerles muy especialmente a él y a su perro por haber confiado tanto en mí. Un niño casi siempre desconfía de la capacidad imaginativa de los adultos. Basta leer El Principito para aprender lo tarada que es la gente grande. Pipe ha confiado ciegamente en mí desde el primer día. Por aquel entonces yo permanecía días enteros en cama muy enfermo, sin voz, y sabía que moría a una existencia que estaba agotada por completo. Por eso escribí La importancia de morir a tiempo: porque yo mismo agonizaba entre la fiebre, las terapias respiratorias y los exámenes de unos médicos incompetentes que jamás descubrieron qué era lo que me estaba matando. Y de repente llegó Pipe con sus jeans escurridos, su chaqueta deportiva y sus tenis sucios, y empezó a narrarme esa historia fantástica que desde el primer segundo supe que era cierta. Y sé que al escribirla he renacido, me he reinventado y he pospuesto, al menos por un tiempo, la llegada de la muerte física. 
Gracias, enano. Gracias, Elvis. Ahora estamos en manos de los lectores, y son ellos los que nos juzgarán. Crucemos los dedos para que nuestro libro les guste y les ilumine esto que llamamos realidad.

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