Desde un lugar sin nombre: El poeta, abrazándose alegremente al verdugo, canta al vacío, a lo oscuro, a la muerte

Ilustración: Jorge Consuegra (Q.E.P.D.)

Por: Álvaro Mata Guillé*

Con los campos de extermino y el gulag, con las cámaras de gas y las fosas comunes, con la eliminación del disidente o el que era distinto, entre el horror y la destrucción, nos descubrimos de pronto poseídos por lo siniestro, mirando con extrañeza y desconfianza al otro, al absurdo que hacia perder el color y los matices, dando inicio a una época, la que llega hasta nuestros días, donde se pierde el pasado y no se vislumbraba futuro, de la que hicieron referencia Beckett y Ionesco en su momento: la espera sin destino ni esperanza de Godot, que al mirar el crepúsculo posado en el horizonte, el alba y el ocaso, como todas las cosas, dejaron de tener sentido y se transfiguraron en lo mismo, unidos a la masa autómata que desfilaba como legión, la de los paquidermos, a la que saludaban alegremente, por conveniencia, hipocresía o cinismo, como ocurre todavía en la actualidad con dictaduras, la burocracia o el corrupto, “los poetas”, “los cultos”, ¨los progresistas”, “los buenos”, abrazados al sonambulismo de las bestias que marchaban enceguecidas hacia la oscuridad, a la barbarie, poseídas por el odio, el fundamentalismo, convertidos también en hacedores, en verdugos, en asesinos.

Complementemos:

“Después de la guerra, Éluard abandonó las filas del surrealismo para convertirse en el mayor exponente de lo que podríamos llamar «poesía del totalitarismo». Cantó la fraternidad, la paz, la justicia, el mañana mejor, la camaradería, en contra del aislamiento, a favor de la alegría y en contra del pesimismo, a favor de la inocencia y en contra del cinismo. Cuando, en 1950, los dirigentes del Paraíso sentenciaron a un amigo suyo, el surrealista Závis Kalandra, a morir en la horca, Éluard no se permitió ningún sentimiento de amistad: se puso al servicio de los ideales suprapersonales, declarando en público su conformidad con la ejecución de su camarada. El verdugo matando, el poeta cantando.”

“Es extremadamente fácil condenar los gulags, pero rechazar la poesía totalitaria que conduce al gulag, pasando por el Paraíso, sigue siendo tan difícil como siempre. Hoy, no hay en el mundo nadie que no rechace de modo inequívoco la noción del gulag, pero todavía queda mucha gente que se deja hipnotizar por la poesía totalitaria y se pone en marcha hacia nuevos gulags al son de la misma canción lírica que entonaba Éluard mientras planeaba sobre Praga como un gran arcángel del lirismo, con el humo del cadáver de Kalandra elevándose al cielo desde la chimenea del crematorio.” (Milan Kundera)

Así, “Los amantes del poema”, escribe el poeta venezolano Alexis Romero, “también podrían ser amantes del crimen. Hay algo aberrante en la creencia de que la poesía inmuniza contra el mal.” Hay algo aberrante, sumo yo, en la creencia que estudiar, leer mucho, ser culto, progresista, académico, tener consciencia, inmuniza contra el mal, contra el crimen, contra el fundamentalismo, la estupidez o la corrupción, contra el odio, la crueldad o pisotear al otro. No deja de sorprender como la exclusión se reproduce una y otra vez en todos los campos, en todos los estratos, contra unos y otros, por el color, por lo sexual, por lo académico, vistiéndose de banalidad, de risa estúpida, de prebenda, de “sabiduría”; no deja de sorprender como el lirismo, con sus odas de preocupación y hermandad, canta a la barbarie, al corrupto, al mercader, al pistolero. En la aparente inconformidad de muchos, “poetas”, “pensadores”, “los buenos”, “los progresistas”, no hay más que conformismo, presunción, complicidad, abrazo al torturador, al verdugo, a la barbarie.

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ÁLVARO MATA GUILLÉ

*ÁLVARO MATA GUILLÉ.

Poeta, ensayista, gestor cultural, dramaturgo. Coordinador general del Corredor cultural Transpoesía. Leer más AQUÍ
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