Por: José Luis Díaz Granados/ Bogotá/ II Parte. En Julio de 1970 era yo todavía un joven de endemoniada timidez, lleno de profundos complejos y anegado de falsos orgullos y de gratuitas prevenciones contra escritores famosos y poderosos. Mi gran amigo y maestro Manuel Zapata Olivella, me invitó a que hiciera parte de la delegación colombiana al III Congreso Latinoamericano de Escritores, que se celebraría en Caracas, junto con León de Greiff, Germán Arciniegas, Fernando Charry Lara, Fanny Buitrago, Dora Castellanos, Germán Espinosa, Carlos Perozzo, David Bonells Rovira, Carlos Celis Cepero, Jaime Tello, Clemente Airó, Germán Posada Mejía, Mario Laserna, Hernando Vega Escobar y otros destacados intelectuales del país.
Entre los escritores venezolanos y de otros países que allí se congregaron recuerdo a Miguel Otero Silva, Arturo Uslar-Pietri, Guillermo Meneses, Pedro Sotillo, José Ramón Medina, Luis Pastori, Caupolicán Ovalles, Elvio Romero -el valeroso poeta paraguayo con quien trabé amistad-, Benjamín Carrión, Ricardo E. Molinari, Ricardo Gullón, C. Córdova Itúrburi -tío del Che Guevara- Angel Rosemblant, Roberto y Sara de Ibáñez, Silvina Bullrich, Henri Charriere, “Papillón”, cuya fama comenzaba, Rosario Castellanos, Enrique Anderson-Imbert -quien tuvo una inolvidable discusión sobre Shakespeare con Carlos Perozzo-, Ulises Petit de Muriat, Augusto Tamayo Vargas, Augusto Céspedes, Braulio Arenas, Rubén Astudillo, Lucila Velásquez -que había sido novia de Fidel Castro en México en los años 50-, Pablo Antonio Cuadra, Rogelio Sinán y el admirado Emir Rodríguez Monegal.
Existía la posibilidad de que Neruda -quien se encontraba en Brasil- llegara de un momento a otro por vía marítima. Pero pasaron dos días con sus noches y el autor del Canto general no aparecía por parte alguna. Mientras tanto, me pareció lo más natural acercarme al crítico uruguayo para desahogarme, para hablarle del fantasma que se me atragantaba febrilmente; quería darle las gracias por su libro, por haberme ayudado a descubrir mis propias raíces y a encauzar mis propias obsesiones. Pero cada vez que lo intentaba me esquivaba con evidente antipatía, yo diría que con fastidio, y desde el primer momento me decretó una severa distancia. La jovencita norteamericana que lo acompañaba, en cambio, me saludaba siempre con la más fresca de sus sonrisas. ¡Qué gran escenario hubiera sido aquel, frente al mar Caribe, en la patria de Bolívar, en el paradisíaco balneario de Puerto Azul, a pocos kilómetros de La Guaira, con Neruda presente y todos mis demonios en ebullición, para conversar con Monegal sobre El viajero inmóvil. La emotividad de la juventud o su prevenida timidez aleja muchas veces a quienes queremos expresarle nuestro afecto.
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Una mañana, de regreso al hotel en compañía de Fanny Buitrago, quien venía del mar, observé reflectores, lamparazos y camarógrafos de la televisión y de noticieros cinematográficos. Me acerqué al “lobby” del edificio y allí, en un descanso de la escalera principal, vi primero la cachucha verde, luego el inconfundible perfil, el esbelto rostro pálido y la mirada serena bajo los grandes párpados: estaba allí de cuerpo entero, Pablo Neruda, alto, poderoso, paternal, conversando distraídamente con su entrañable amigo Otero Silva, muy cerca de Matilde y de Elvio Romero.
Sobreponiéndome a mi timidez me lancé a saludarlo en mi calidad de miembro de la delegación colombiana. Neruda estrechó mi mano con efusividad, balbuceó algo afectuoso sobre Colombia y esperó a que Fanny también lo saludara. Al contrario de su biógrafo uruguayo, el gran chileno mostraba una enorme sencillez, revestida de una espléndida alegría.