(La leyenda de San Julián el Hospitalario o una escritura con sangre)
Por Reinaldo Spitaletta
El relato, basado en una leyenda medieval, revive la tragedia de Edipo. La predestinación. De cómo es imposible salvarse de un vaticinio, sobre todo cuando ha sido imprecado por los dioses. La Leyenda Áurea, en boga en el siglo XIII, aunque data de tiempo más remoto, es un modo de la hagiografía, de las vidas de santos, casi todos ellos con existencia criminal y poco paradigmática. Flaubert, en su cuento La leyenda de San Julián el Hospitalario, recrea su estrategia escritural basada en la obsesión por la exactitud en las palabras y despliega el conocimiento sobre historias del medievo, las cruzadas, los viajes, la geografía y las armas, sin decir todavía asuntos acerca de la arquitectura y los vestuarios.
El parricida Julián, que intenta huir de su destino ineludible, es un ser, que antes de convertirse, en una demostración final de desprendimiento, ha sido un sanguinario que goza con el apabullamiento de animales, los mismos que, en un momento — epifanía de la rebelión— se volverán contra él, como si fueran parte de una conciencia que remite a las culpas y a la búsqueda de arrepentimientos.
La historia, en tres partes, es una mezcla de surrealismo, de aspectos fantásticos, combinados con apariciones que parecen ejercicios de magia. El inicio del relato introduce al lector en un castillo, con sus partes especificadas y nombradas, como una exhibición de arquitectura, como una manera de ir caracterizando la familia de Julián, sus modos de vida, su categoría social. Después, surgirán, a veces como en un clima de ensoñación, o, en otras, como en una suerte de pesadilla, con gritos y sangre y gemidos, caballeros y ejércitos, ciervos y halcones, jabalíes y flechas. En aquel castillo del principio hay, en su sala de armas, “venablos de los garamantas”, “hondas de los amalecitas”, “chafarotes de los sarracenos” y “cotas de malla de los normandos”. Una variedad de culturas y geografías, como de elementos ofensivos para eliminar al otro. O, al menos, para intimidarlo o mantenerlo lejos.
En el relato hay predicciones, anunciaciones, lenguajes profetizantes. Un anciano le dirá a la madre que su hijo, el recién nacido, será un santo. Y ella escuchará voces angelicales y verá huesos de mártir rodeados de cocuyos, en una especie de visión fantástica, que, en esencia, es la que se nota en el resto de un relato que reconstruye asuntos de la medievalidad, con elementos adivinatorios y los señalamientos de un destino: “Ah, ah, ¡tu hijo… ¡mucha sangre!… ¡mucha gloria!… ¡siempre bienaventurado!…”, le dice un mendigo fugaz al papá de Julián.
Cuando el joven Julián aprende las artes de la montería, su personalidad cobrará nuevas ansiedades y disfrutes. Amaestrará halcones y adiestrará lebreles. Y gozará con la sangre y la muerte de animales: garzas, milanos, cornejas, buitres, osos, lobos, jabalíes, machos cabríos, terminarán despedazados por el ardor frenético del cazador. Julián goza con la muerte y la sangre. Extermina por el placer de hacerlo, sin sentimientos de pesar ni nada parecido. Hasta cuando un ciervo negro, al que Julián ya le había matado el cervatillo y a su madre, tras tener en su frente una herida causada por el venablo del enjundioso cazador, le dirá: “¡maldito, maldito, maldito! ¡Un día, corazón feroz, asesinarás a tu padre y a tu madre!”.
En esta narración, que integra el libro Tres cuentos (los otros dos son Un alma de Dios y Herodías), Flaubert hace gala de sus destrezas para nombrarlo todo, para dar cuenta no solo de caracteres, sino, además, de la cultura, de las cosas en entornos específicos. Hay ciervos negros y rubios, diversas cornamentas, armaduras especializadas y animales de monte, como zorros, osos, chacales, hienas, víboras y puerco espines.
El autor da una lección de cómo hay que conocer los mundos que entran en la narración, los imaginarios y las maneras de ser de un tiempo concreto. El creador de Madame Bovary , supo que “el artista tiene que elevarlo todo, es como una bomba, hay en él un gran tubo que desciende a las entrañas de las cosas, a las capas profundas, aspira y hace brotar al sol en surtidores altísimos lo que bajo tierra era plano y no se veía”, según le dice en una carta a su amante Louise Colet.
Flaubert, que escribía y rescribía sus frases con obcecamiento cuasi enfermizo, que vivió una epopeya en su lucha con las palabras, por conquistarlas y domarlas, vierte en San Julián su genio para ir tejiendo la narración, a distintas velocidades, con elementos de alta tensión que se dosifican con solvencia, sin aspavientos. El personaje, al que lo perseguirá la fatalidad, es emocional, airado, uno que se deja conducir por las ansiedades y las ganas a veces de matar animales y, en otras, de querer asesinar gente. Julián da la impresión vampiresca de gozar con la sangre. Es un género de sádico al que sus víctimas, los animales, después pondrán en cintura y lo atormentarán con sus voces y augurios.
¿Cuándo decide Julián ser otro y por qué? ¿Qué lo lleva en un momento de su existencia desfogada a servirle al prójimo? En el Medievo hubo, además de pestes que asolaron a Europa, enfermedades como la lepra, que era quizá le peor de todas, porque el que la padecía sufría no solo las consecuencias de la patología, sino la discriminación de la sociedad. El leproso se torna, en las leyendas de aquellos tiempos, un símbolo del perdón y la conversión. Le sucedió, por ejemplo, a Francisco de Asís cuando todavía era un mundano, un rumbero y un joven hecho solo para lo sensorial, la lujuria y la fiesta.
Y a Julián el Hospitalario le acaecerá toda una faena de revelación con un leproso lleno de pústulas y de apariencia horrorosa. Con toda la cauda de peripecias que se presenta en el relato flaubertiano, el final puede causar otro perfil sorpresivo del asombro en el lector.
Y en este punto es cuando lo gótico, aquel estilo que prioriza la luz mediante los ventanales de vidrio, porque Dios es luminosidad, se vuelve una revelación, que en San Julián, en el cuento, vendrá después como una ráfaga de luz para los que quieran seguir leyendo el relato más allá de su final. Las obras de arte tienen esa facultad: siguen inquietando tras su apreciación, luego de haberlas abrazado, de sentirlas y pensarlas. De leerlas y escucharlas. El fin, pudiera anunciarse la paradoja, es un principio.
No faltará quien, tras la lectura de la leyenda, quiera ir a Ruán (donde nació Flaubert, en la Alta Normandía) y admirar la catedral gótica de aquella ciudad, construida a la manera de la de Nuestra Señora de París. Y embeberse en sus vitrales. El arte del vitral, su artesanía, que es medieval, aparte de ser una metáfora de lo luminoso, de dar claridad a las inmensas iglesias católicas, cuenta una historia. Es narración. Son modos de llegar al feligrés (y aun a los que entran a un templo solo por apreciar sus obras artísticas, el silencio, las disposiciones espaciales…) con las imágenes. No todo el mundo sabía leer en aquellos días. Y las iconografías eran un recurso para transmitir las historias bíblicas, la historia sagrada.
“Llamamos gótico a cierta manera de concebir el espacio arquitectónico, de alzar la silueta de una iglesia, de presentar a un personaje, de inclinar los párpados sobre una mirada y los labios para una sonrisa”, dice Georges Duby en su texto Europa en la edad media. El gótico, es, ante todo, un hallazgo francés. Y en San Julián el Hospitalario, Flaubert incorpora alegorías, arquitecturas, metáforas de ese estilo que hizo que Dios fuera una reivindicación de las claridades.
A Julián lo perseguirá hasta su conversión, que fue una unión de amor entre él y un leproso irradiador de energías cósmicas, la voz de un ciervo negro que lo conducirá hacia el parricidio. Sin remedio. Sin reversa.