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Gabriela Bruch (Argentina)
Dentro de ese líquido amniótico, el niño aprende a palpitar lo que serán sus sombras del mañana. Entrelaza sus dedos, se lleva las manitos a la cabeza, abre los ojos y ve mar.
Danza una danza de fuego lento, de comida palpitante a través de la placenta, el mundo está muy lejos y es así. Los ruidos son malformaciones de un cerebro en gestación, sabores del oído que llegan a desentrañar las luces de lo que será. (Algún día). Pero por ahora, ve mar. Un mar que luego recordará cuando se pare ante las olas y decida penetrar entre la espuma vasta de la inmensidad tan versátil como eterna. Nueve meses de saber, nueve meses de olvidar. Ya aparecen los estertores de la noche, pero es buena la noche. Es magia y desencuentro, es poder mirarse y sentirse y saber de la soledad más absoluta, tan parecida a la muerte o a la gestación. Solo, dentro, mudo, lleno, repleto de sentidos. Toc toc toc, latidos de corazones dentro de un vientre natural. Sangre que bulle, los peligros forzosos del Edén. Siempre habrá un ángel con una vara en la puerta, una manzana mordida, un abedul con relumbres de luna llena. Siempre. Pero la danza es lenta, es lo más parecido a la eternidad. Cuando los ojos se asombren, ya todo habrá pasado. Si sólo se trata de traspasar el umbral, de quebrantar esas leyes que ya nacieron quebrantadas. Cuando el tiempo lo decide, la gruta se abre y lo expulsa. Y no se vuelve. Y se olvida. O se recuerda. Y sueña.