Por: Reinaldo Spitaletta
Las historias de verdugos, asociadas en tiempos medievales y de inquisición a la caza de brujas, pero, a su vez, a la pena de muerte y las intolerancias, me hacían soñar en la infancia con cabezas flotantes y hachas voladoras. El oficio de por sí tenía su aire macabro y me parecía que un verdugo olía siempre a sangre y en su interior albergaba a todos los muertos y sus últimas reacciones y palabras.
Solo fue en tiempos en que ya la adolescencia era casi un recuerdo, cuando en casa apareció un librito de Emecé Editores, El Verdugo, del escritor sueco Pär Lagerkvist, del cual supe después que había ganado el Nobel de Literatura en 1951. Por esos mismos días, de combinación de lecturas, clases de liceo, iniciación política y fútbol, no sé quién me dijo que de ese narrador había unos cuentos, entre los que estaba El ascensor que bajó al infierno (que leí con indomable mezcla de emociones y asombro) y de cuyo volumen me impresionó uno, La muerte de un héroe, sobre un suicidio a modo de espectáculo de masas.
A un tipo, el comité organizador de eventos de una ciudad le paga quinientas mil coronas para que se arroje de cabezas al asfalto. Antes de la fecha del salto mortal, concede entrevistas, que la gente lee con curiosidad morbosa y con ansias de asistir al siniestro acontecimiento. Era un relato en el que se pasea una suerte de indiferencia por la muerte de otro; solo interesaba el desenlace y después todo seguiría igual. Qué importancia tenía que alguien se tirara de una altura de la cual, sin remedio, se mataría. Bueno, me parece que esas apreciaciones fueron las que me transmitió el cuento.
No sé cuándo, a lo mejor en algún cineclub de Medellín, en las postrimerías de aquellos setentas de agitaciones y cuestionamientos sociales, vi la película El verdugo, del español Luis García Berlanga, una impresionante comedia negra, que nada tenía que ver con el relato del sueco. Y otra vez, entre risas y tristuras, las imágenes del verdugo de literatura volvieron en montonera. Qué oficio de malditud y desprecio es aquel en el que un hombre (bueno, no sé si alguna mujer lo ha ejercido) vive de cortar cabezas, o poner sogas al cuello, o de apalear, en fin, a un condenado.
El Verdugo, de Lagerkvist (autor, entre otras obras, de El enano y Barrabás) es una especie de relato novelesco (una nouvelle) que combina en una misma dimensión la medievalidad con los tiempos del jazz, el tango, la discriminación racial y, en particular, el ascenso del nazismo, del cual la obra es una prefiguración. Casi toda la narración (por no decir toda, puesto que hay alguna analepsis que la saca de ese ambiente de sudores, bailes, conversaciones semidiabólicas y de humanidad de toda clase y condición) sucede en una taberna, en la que El Verdugo (así, como si ese fuera su nombre propio) está en un rincón con su traje color de sangre y con la frente marcada “por el signo infamante de su oficio”.
La taberna está repleta y las voces se suceden en torno a asesinatos, persecuciones, poderes curativos, leyendas y siempre con El Verdugo de fondo. Es como un ser que el tiempo no lo toca, porque está en días de velas y oscuridades, así como de los años de la luz y orquestas de negros. El relato tiene otro relato dentro de sí, y es con este cuando se sucede un flashback que saca el ambiente tabernoso hacia otros ámbitos, entre bosques y casas apartadas. Una voz narra una experiencia de hace tiempos (de la infancia) con El Verdugo, cómo llegó a su casa, cómo pudo jugar con los niños de El Verdugo, en fin.
La mezcolanza del bar, en la que aparecen putas y asesinos, da para un ambiente de consejas y chismorreos. Hay recorridos por los rituales de la mandrágora, su magia y poder. Múltiples escenas suceden al margen de El Verdugo, que sigue en la penumbra. Hay burguesas gordas y chiquillos mugrientos, y, en un momento determinado, voces que proclaman a la violencia como “la más alta expresión de la energía humana, ya sea intelectual o física” y en unas secuencias sin disolución los olores medievales discurren hacia la luz moderna y hay voces que dicen que El Verdugo debería cambiar sus instrumentos por ametralladoras y granadas.
Varios discursos se manejan en la obra. Uno, como una apología de la guerra, cuando diversas voces en ese espacio de hacinamiento advierten que “la paz es una cosa para los niños y los enfermos”, y los argumentos se inclinan a favor de las trincheras y de los enfrentamientos armados. La paz, según los voceros, lleva a la inseguridad, al decaimiento, a la degeneración de los pueblos. Por eso, se convoca a los campos de batalla como una manera de la identidad. “Los niños deben ser educados para la guerra. Cuando aprendan a caminar, deben hacerlo con un sentido militar y no maternal”, dice alguien.
Otro discurso, es, sin darle tal calificativo, el del ascenso del nazismo, en el que hay pueblos y razas superiores y en los que la guerra es una manera del exterminio de los que no merecen vivir por sus debilidades. “La destrucción es más importante que una simple construcción. Es lo que corresponde a las grandes épocas”, dice otra voz.
Publicado en 1933, El Verdugo es una avizoramiento de lo que vivirán Europa y el mundo con la nueva guerra que está por llegar. Una alegoría de los tiempos de crisis y de reorganización de los bloques de poder. El ambiente del relato es de alta tensión, en una oscilación entre la infamia y el irrespeto por los que el poder considera inferiores. Por eso, cuando a la taberna entran dos jóvenes, los asesinos, que son como otra clase de verdugos, hay una recepción festiva para ellos. “¡Vivan los asesinos! ¡Vivan los asesinos!”, es la gritería general.
Entre tanto, El Verdugo continúa en un apartamiento, mirado desde lejos por los otros, despreciado, temido. Como un apestado. Suena en aquel antro una orquesta de jazz y también otra que interpreta tango y es el momento en que surgen las manifestaciones racistas. Una pelotera que se arma termina con los músicos negros vueltos una miseria por la turba de blancos. Los que sobreviven son obligados a seguir tocando. “Los blancos bailaban, saltaban. Se bailaba y se saltaba por todas partes, en todas las zonas y todos los rincones del local. La sala parecía una hirviente olla de brujas…”.
Lo que viene después del frenesí, del aporreamiento y muerte de los negros, del delirio general, es la intervención de El Verdugo, en un monólogo que estremecerá y sorprenderá al lector. Es el momento de su protagonismo, de contar su historia. Es la parte más intensa de una obra con rasgos de expresionismo y, sobre todo, de un inmenso sentido de lo humano, o, de otro modo, de la derrota de lo humano. Un anuncio premonitorio de lo que vendrá: la caída estrepitosa de la razón y la convivencia pacífica.
El Verdugo es una obra fragmentada, con polifonías y un espacio que a veces aparece más grande, como si fuera creciendo en la medida en que la novela transcurre. Da la impresión de una parábola. O, en otros instantes, de una profecía. Su clima es apocalíptico y deja en el lector un sabor a hiel, una desazón sobre el hombre y sus circunstancias.