Cristian Acevedo |
Por: Pablo Hernán Di Marco / Buenos Aires, Argentina / Especial para Libros & Letras.
Los escritores suelen ver a su última publicación como un pleno en el que se lo apuesta todo. No debiera ser así. La escritura no es un juego para impacientes y la publicación de un libro es apenas una estación más de un largo recorrido con inevitables pasos adelante y pasos atrás. Ni más ni menos que eso.
El escritor argentino Cristian Acevedo, de la mano de su más reciente novela Matilde debe morir, acaba de dar un paso adelante en lo que apuesto será, con el correr del tiempo, una obra perdurable. Buena oportunidad para hacer un alto en el camino y conversar con Cristian sobre algunos de los temas que nos apasionan.
—La metaliteratura es un eje central de Matilde debe morir. ¿Qué nos pasa a quienes escribimos que no podemos desprendernos de la metaliteratura? ¿Será que cuando buena parte de tu vida gira en torno a la lectura, el mundo de la tinta y el papel se vuelve todavía más real (e interesante) que el mundo “real”?
C: No sé si la metaficción es algo recurrente. No estoy seguro. Pero, en mi caso, puedo decir que es una de mis obsesiones. Incluso desde mis primeras aproximaciones a la lectura. Los libros de Elige tu propia aventura fueron, sin que yo lo supiera, mi primera aproximación a ese juego ficción-realidad. Más de grande descubrí que eso me obsesionaba. Que me fascina la ficción que se reconoce como tal, que se sabe ficción y que juega con ese vaivén, con esa vacilación. Tal es así que mi próxima novela también tiene este tratamiento. No puedo evitarlo. Puede tener que ver con el tipo de ficción que siempre me deslumbró: Niebla, de Unamuno es un claro ejemplo. Recuerdo cuan perturbado quedé al llegar al capítulo en que Augusto Pérez advierte su condición de personaje. Esa cuestión, abordada algunas veces por el cine y por la literatura (Más extraño que la ficción, cierto capítulo de La Dimensión Desconocida, Juego de niños, Seis personajes en busca de un autor, “Tlön…”, etc.) me atrae más que cualquier otra.
—¿Por qué considerás que te atrae?
C: Me atrae, creo, porque detrás de una aparente inocencia esconde preguntas terribles: ¿Quién soy? ¿Existo? ¿Qué es real, qué cosa es parte del sueño? ¿Hay un destino? ¿Hay un Dios? ¿Quién escribe el guion de mi vida? Eso me obsesiona. Y eso, como primer lector de Matilde debe morir, es lo que me preguntaba a cada vuelta de página. Y en cierto punto, supe que esas preguntas serían el eje de la novela. Y decidí que debía contestarlas apenas empezara la novela, para que no se convirtiera en un asunto filosófico. O lo que sería peor: de autoayuda. Y así lo hice: Usted, lector, es un personaje. Usted, ocioso lector, no decide lo que va a suceder. Usted debe obedecer a su narrador. Ya no es un lector. Ahora es un personaje, es el insulso de la mesa cuatro. Sin trampas. Trabajé con esa premisa: a cada rato le recordaría al lector su condición de tal. El desafío iba a ser recordarle, amable y ocioso lector, que usted está leyendo una novela. Y que, sin embargo, usted no puede soltarla, no puede dejar a Matilde a la buena de… ¿Dios? Que no puede evitar dar vuelta la hoja.
Bueno, esa fue la intención. Espero haberlo logrado al menos en cierto momento. Así dejaría de ser una obsesión inútil. Lo que sería decir suficiente.
Matilda debe morir, novela de Cristian Acevedo |
Uno se pregunta: ¿si todo es talento, todo es inspiración (o aspiración), para qué escribir hoy, para qué bosquejar y borrar hoy, para qué corregir y reescribir y releer y putear?
—Una vez le escuché decir a un escritor que él jamás permitía que sus personajes escapen a su control. Yo no coincido con esa idea. A mí me gustan las novelas en las que llega el bienvenido momento en el que los personajes se rebelan, derrocan al autor y se apoderan de la historia. ¿Con quién te vas a discutir, Cristian? ¿Con el autor que nombré al principio o conmigo?
C: Te la discuto a vos. No porque no esté de acuerdo, sino porque soy discutidor y porque mantenés anónimo el nombre del autor.
—Cuando terminemos recordame que te diga el nombre del autor. Dale, sigamos.
C: Acerca de esto se puede decir mucho. Pero me gusta lo que respondió una vez Fontanarrosa de los escritores que dicen que escriben una novela y de repente sus personajes cobran vida y empiezan a decidir ellos. Fontanarrosa decía: “¡Qué suerte que tienen! A mí nunca me pasó, yo les tengo que decir a mis personajes todo lo que tienen que hacer. Qué sencillo sería si uno pudiera escribir veinte páginas y después que se encarguen ellos”. Claro que lo decía desde el humor, pero creo que este tipo de declaraciones le hacen bien al oficio. A cualquier oficio, pero más al de escribir. Porque suele subestimarse el esfuerzo, el empeño, la perseverancia. Y dejamos que se crea que todo es talento, todo es inspiración. Viene cualquier perejil y dice: “Yo soy tan genial que no corrijo”, y uno le cree. Otro nos dice “Esta novela la escribí en dos noches, me aspiraba una línea cada cincuenta páginas y seguía escribiendo”, y uno se ríe y quiere creerle. “Esforzarse pasó de moda, man”, dice otro, y uno casi que le cree también. Entonces, uno se pregunta: ¿si todo es talento, todo es inspiración (o aspiración), para qué escribir hoy, para qué bosquejar y borrar hoy, para qué corregir y reescribir y releer y putear?
—Y la frase de oro: murmurar con gesto de desgano: “Escribir no sirve para nada”.
C: Por eso aplaudo toda vez que alguien enfatiza la idea del esfuerzo por sobre la idea de la Musa. El talento es innato, lo acepto. Estamos de acuerdo. Pero también es innata la perseverancia, la terquedad, la obstinación. Lo que sí creo es que llega un punto donde uno, como autor —o ya en la cabeza del narrador, si uno tiene suerte—, debe ponerse en los zapatos de cada personaje. Y es desde ahí desde donde las cosas suceden. No desde la libertad del personaje, no desde la libertad del autor. Sino desde los apretados límites de la historia. Desde ahí uno decide o se propone hacerlo. Porque, cuántas veces uno se dice: yo habría hecho tal cosa, yo habría actuado de tal manera. Bueno, escribir y poner a los personajes en diferentes situaciones es precisamente eso. Contestarse esa pregunta. Sinceramente. Sin chamullos. ¿Qué haría yo? ¿Qué haría yo, si fuera ese personaje en tan terrible situación? ¿Por qué tal personaje no puede más que hacer lo que acaba de hacer?
En todo caso, lo que todo escritor debe aceptar desde el momento en que se pone a escribir es que uno debe hacerse a un lado. El autor debe correrse. Sólo la historia importa. No importa cuántas ganas tenga uno de levantar banderas, de gritar a los cuatro vientos sus opiniones más íntimas. Una vez que el autor acepta esto, será bienvenido si los personajes hacen lo que quieren, si se toman todas las atribuciones posibles, si sorprenden con sus actos hasta al propio autor. Lo demás no importa. Sólo lo que la historia requiere; sólo la historia que uno quiere contar importa. Nada más. Y que los personajes crean lo que quieran. Que después uno aprovecha y se desquita de esos despreciables seres de la peor manera posible. Y, como verás, no hay forma de que no vuelva a aquello de la metaficción. Lo que es un horror, porque uno termina hablando más de escritores que de historias. Así que salgamos de acá, si te parece.
—Cortitas y al pie: ¿cuál es tu librería preferida de Buenos Aires?
C: Te la devuelvo redonda: no tengo. Cuando uno vive tan lejos del centro, termina yendo a las librerías ya sabiendo qué libro busca. Sabiendo que la librería lo tiene. Después, lógicamente, uno se va con más libros de lo que había planeado. Pero esa ya es otra historia.
—¿A qué personaje literario quisieras besar con pasión?
C: Imagino que a Lostris, de Río Sagrado. Pero podría ser a cualquier otro personaje femenino creado por Wilbur Smith: son siempre tan inocentes, tan sexuales. Siempre tan deseables, que no puedo pensar en otro personaje literario que no haya sido creado por él. Sólo apasionadamente puede uno besar a mujeres tan sensuales.
—¿Alguna vez lloraste leyendo un libro? ¿Con cuál?
C: Sí. Me vienen a la memoria dos. Lloré con cierto capítulo de Rayuela. Y con una escena de Cementerio de animales. En ambos casos, escenas relacionadas con los hijos de los personajes. Quizá también con La promesa, de Sacheri. O con algún otro. Te confieso dos verdades: tengo una pésima memoria, y soy muy maricón. Así que es muy probable que haya llorado con unos cuantos libros más, y no lo recuerde.
—Vamos cerrando, Cristian. Te regalo la posibilidad de invitar a tomar un café a cualquier artista de cualquier época. Contame quién sería, a qué bar lo llevarías, y qué pregunta le harías.
C: Voy a tomar el regalo como una posibilidad contante y sonante. Como si fueras un genio recién salido de su lámpara. Así que no pienso desaprovecharlo. Contesto sin dudarlo y sin pestañear. Iría a tomar unos tragos con Scarlett Johansson. A algún pub de Nueva York (sólo para que no se sienta intimidada) y le preguntaría: ¿vamos a un lugar más cómodo?
* Pablo Hernán Di Marco.
Autor de las novelas Las horas derramadas (ganadora del XXI Certamen Literario Ategua 2010, España), Tríptico del desamparo (ganadora de la I Bienal Internacional de Novela «José Eustasio Rivera» 2012, Colombia), y Espiral (finalista del XIX Premio de Novela Ciudad de Badajoz 2015, España). Desde Buenos Aires trabaja vía Internet en la corrección de estilo de cuentos y novelas.
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