Entrevista con Gerardo Ferro sobre “Todas las voces muertas”, su nuevo libro

Gerardo Ferro. Foto de Katerine Castro

Bogotá zombi

En su nuevo libro, Gerardo Ferro Rojas narra una historia en la que los muertos se levantan de sus fosas comunes y empiezan a andar por las calles de la capital colombiana.


Cualquier lector o espectador, sea o no adepto a la narrativa de género fantástico, ha visto un zombi y probablemente no se asuste ni sorprenda ya por su aparición o existencia. Esto se debe a la sobrexposición que han tenido en los medios audiovisuales en la última década: la eterna serie de televisión The Walking Dead y sus derivados, las películas de Resident Evil, los filmes de Danny Boyle, Zack Snyder, las películas coreanas Train to Busan, Península y un larguísimo etcétera. Los zombis no son nada nuevo. Lo que quizá pueda resultar novedoso sea verlos por las calles de una ciudad muy parecida a Bogotá, levantados luego de años de crímenes impunes cometidos por gobiernos corruptos. En Todas las voces muertas (Minotauro, 2022), novela del escritor Gerardo Ferro Rojas (Antropofobia, Cadáveres Exquisitos, Nunca olvidamos nada, nena), los zombis invaden una nación que los dejó olvidados y ahora se niega a reconocerlos. Un presidente, en apariencia vitalicio, empieza a tener pesadillas y alucinaciones producto de la culpa, y su reinado corrupto comienza a tambalearse.

A raíz de la publicación de esta obra, charlamos con su autor en este espacio dedicado a la buena literatura.

—¿Cuál fue la chispa que dio vida a la idea para esta novela y cuánto tiempo tomó concluirla? ¿Tuvo que investigar mucho? 

Fueron varias chispas, varios detonantes. La idea inicial tiene más de diez años. Aún vivía en Bogotá cuando, de repente, pensé en una imagen que había estado muy presente en mí y en mi literatura: la de una inmensa caravana de caminantes, vivos o fantasmas, que recorrían las carreteras de un país. Entonces surgió la pregunta que detonó todo: ¿qué pasaría si los desaparecidos por la violencia de un país empezaran a aparecer de repente, como si estuvieran vivos y salieran a recorrer las calles? Esa pregunta, además, estaba en sintonía con una idea anterior que también rondaba mi cabeza: escribir una novela sobre un personaje que encarnara el mal de nuestra violencia, y que fuese un monólogo que recorriera toda la historia de nuestro país. Esa idea era descomunal, pero de ahí surgió el personaje de Camargo Posada, el presidente de Todas las voces muertas. Al juntarse esa idea del personaje con la de los muertos que vuelven, la novela empezó a estar más clara. ¿Cómo novelar todo eso? Surgió entonces otro detonante clave: en agosto de 2015 iniciaron las primeras excavaciones de La Escombrera, ese basurero a cielo abierto en las comunas de Medellín que era quizá la fosa común más grande del mundo. Entonces esa chispa se unió con las otras y ya tenía el elemento verosímil, real, el de una excavación que al abrir la tierra dejaba salir las voces de los muertos que escondía. Al mirar mi cuaderno de apuntes sobre la novela, la fecha en que iniciaron mis anotaciones data de octubre de 2015, dos meses después de La Escombrera. Buscando cosas sobre zombis me encontré con la existencia del Síndrome de Cotard y todo siguió encajando. Luego de eso inició un proceso creativo extenso, duro, lleno de detonantes (la idea de la estatua ecuestre como eje narrativo de la segunda parte, por ejemplo, surgió en medio de esas visiones creativas del proceso de escritura) y de varias versiones hasta lograr una definitiva que ha sido publicada este año, es decir, un proceso de escritura de unos cinco años, que hubiesen podido ser menos si me dedicara a escribir tiempo completo, pero bueno, yo soy un escritor que paga facturas y debo sobrevivir de otras formas. La investigación se concentró en temas relacionados con excavaciones, rellenos sanitarios, lectura de prensa sobre nuestra actualidad política, y muchos libros sobre la violencia y sus diferentes formas que fueron fundamentales para este libro.      


Gerardo Ferro. Foto de Katerine Castro
Gerardo Ferro. Foto de Katerine Castro

—Más que una novela de terror, Todas las voces muertas es una historia de denuncia social, de todas esas muertes que han quedado impunes a lo largo de la historia de nuestro país. ¿Es el terror la única manera de narrar nuestra realidad?

No, por supuesto que no. La realidad de Colombia, y la de cualquier país, es compleja y requiere múltiples formas de ser contada, entre esas, el terror. Yo no calificaría necesariamente a Todas las voces muertes como una novela de denuncia social, tampoco como una novela de terror. Esa clasificación en géneros no me interesa como escritor, no es algo en lo que pienso, es decir, no estructuro mis ideas a partir de un género específico, supongo que otros lo harán, yo no. En todo caso, siempre he considerado que los géneros están ahí para subvertirlos, especialmente cuando se trata de una novela. Yo simplemente quería ficcionar nuestra realidad para encontrar maneras de entenderla mejor, mostrar su complejidad de una mayor forma. No estaba buscando hacer denuncia, pues para eso existen medios más eficaces que la literatura. Ahora, no hay duda que la novela mira desde el punto de vista de las víctimas, y desde ahí entiendo su afirmación; eso sí me interesaba mucho, pero no para hacer denuncia social, sino para explorar a través de esa mirada nuestra barbarie, nuestra relación con la muerte y la violencia. ¿Somos una sociedad zombi? ¿Somos una sociedad enferma por la violencia que hemos consumido y con la que hemos crecido? ¿Somos una sociedad –como Aristides, el personaje “zombi” de la novela– que se cree muerta estando viva? ¿Acaso es necesario que los muertos regresen a la vida para que nos despertemos como sociedad y darnos cuenta que seguimos vivos, aún en medio de tanta muerte? Esas eran las preguntas que me interesaban. Como escritor, y como colombiano, la violencia es un tema que me interesa mucho. Siento que la generación a la que pertenezco ha encontrado formas diferentes de expresar, desde el arte, la violencia que nuestra sociedad ha normalizado. Sí, es cierto que es un tema ya tratado en la literatura colombiana, pero no dejará de ser un tema importante, así como para los argentinos no dejará de ser un tema importante los desaparecidos de la dictadura. Creo que debemos seguir explorando ese tema, es inevitable. Cada genealogía de escritores se acerca de manera diferente a este. El terror es una forma, el thriller político es otra, la denuncia puede ser otra. Y todas son válidas siempre y cuando nos revelen aspectos de nuestra humanidad, siempre y cuando sea literatura y no panfleto de denuncia, fui muy cuidadoso de no caer en eso.     

—Los zombis de Todas las voces muertas son diferentes a los que estamos acostumbrados a ver en el cine y en la televisión: más que terror, producen tristeza, y más que monstruos hambrientos parecen fantasmas. ¿Cómo fue ese proceso de construcción de los zombis de esta novela?

Que bien que no produzcan terror porque no quería que lo produjeran, sino que más bien fuesen cercanos. Qué bien que exista en ellos un aura de tristeza porque estar desaparecido sin saber dónde están tus huesos para que tu familia te llore, debe ser muy triste, incluso en la muerte. Por supuesto, estos zombis no podían ser como los de George Romero, esos que comen cerebros, eso es algo que uno de los personajes dice y explica claramente: se trata de otro tipo de zombis, sin duda. Lo que yo deseaba era, por un lado, poner el dedo sobre la herida de los desaparecidos, hablar del horror que eso significa, y a través de ellos, el horror de todos los muertos de nuestra violencia. Y por otro lado acentuar el sentido político de los desaparecidos. ¿Cómo hacerlo? Lo que se me ocurrió fue traerlos a la vida, ponerlos a caminar entre los vivos, hacer que se confundieran con los vivos para enseñarnos algo de esa forma. Es la muerte que vuelve a la vida, es la muerte que nos enseña sobre la vida. En ese sentido, estos zombis, que también son fantasmas, no podían ser como los de las series de televisión. Son zombis a la colombiana, si se quiere. Es decir, en el fondo, lo que estaba tratando de hacer era reivindicar el sentido político de los zombis. Todas esas series y películas de Hollywood no han hecho otra cosa que desdibujar el sentido político de los zombis y convertirlos en otra cosa, básicamente, en una amenaza a la sociedad, al orden establecido, al sistema, cuando lo que representan, realmente, es la violencia sistémica sobre la población. Los zombis nacen en Haití como eso: es el dueño de las plantaciones que amenaza con convertir en muertos vivientes a sus trabajadores para que estos no protesten sobre las injusticias a las que son sometidos. En Problemas en el paraíso, Slavoj Zizek dedica un capítulo muy interesante a analizar eso. Los zombis en el cine son vistos como una amenaza que debe ser eliminada porque quieren acabar con un orden de cosas establecido por un sistema; mientras que el sentido político verdadero de los zombis es que son el resultado de una alienación sistémica para, precisamente, matarlos en vida y destrozar en ellos cualquier sentido crítico a ese sistema. Por eso los zombis de mi novela no son descerebrados que serán eliminados por la sociedad, sino que se suman a esa sociedad para despabilarla, avivarla, despertarla de su propia muerte en vida. El personaje de Arístides es la metáfora de esto. Es la sociedad-zombi que despierta a la vida guiada por estos desaparecidos-zombis, que no vienen a destruirla comiéndose el cerebro de la gente, sino a caminar con la gente para, de alguna manera, liberarla.           


Portada de Todas las voces muertas de Gerardo Ferro
Portada de Todas las voces muertas de Gerardo Ferro

—La narración no sigue un desarrollo lineal, sino que va saltando en el tiempo y regresando a puntos clave de la historia. ¿Qué tanta elaboración requirió la estructura de Todas las voces muertas

Yo no concibo la novela de una manera lineal. Me parece que su gran aporte, en comparación con el cuento, por ejemplo, es su manera de derrotar la linealidad del tiempo. Además, porque el tiempo no es necesariamente lineal, no creo en esa linealidad, menos en la literatura. Creo que, en general, la novela colombiana de hoy adolece de ese sentido de totalidad que buscaba la novela de otros momentos de nuestra historia literaria: la mayoría se quedan en historias muy realistas y muy lineales, que olvidan la multiplicidad de voces, la multiplicidad de puntos de vista. Olvidan también la fantasía, la invención, como si fueran crónicas de lo “real”. En ese sentido, las estructuras suelen ser muy importantes para mí. Aportan visiones múltiples, intentan darle un “orden” imposible a la complejidad que se quiere narrar. Digo orden imposible porque en realidad es imposible ordenarlo, pero toda la magia se produce en ese intento. Esto, por supuesto, complejiza también el proceso creativo y de escritura. Pero en el caso de esta novela, la estructura en cuatro partes y sus saltos fragmentados en el tiempo fue algo que se mantuvo desde el inicio.

—¿Cuáles fueron esas obras o autores que le sirvieron de inspiración en el proceso de escritura de la novela?

Volví a leer a los griegos, el teatro clásico. También a Shakespeare, sobre todo para la segunda parte. El título de la novela vino de Esperando a Godot, así que siento que hay algo de esa atmósfera de Beckett en toda la novela, que es una atmósfera que ha estado siempre presente en mi literatura. Contrario a lo que se podría pensar, decidí no ver películas de zombis, para que ese modelo no influyera en mi modelo zombi. Pero hubo mucha influencia de autores no literarios, leí mucho a Foucault durante el proceso de escritura, a Zizek, a Arendt, a cualquiera que hablara sobre la violencia, no necesariamente del caso colombiano.   

—Al leer Todas las voces muertas quedan bastante claras las figuras e instituciones de nuestro país a las cuales se alude. ¿El cambio de los nombres se debe solo al hecho de evitar posibles demandas y demás? ¿O hubo otro motivo?

La verdad es que al modificar nombres de personas o instituciones no estaba pensando en evitarme demandas o algo así. Simplemente estaba ficcionando, estaba haciendo literatura, no periodismo o crónica histórica. Por ejemplo, hay un personaje que a todos los lectores les recordará a un ex presidente de derecha, pero no se trata de ese ex presidente de derecha. Tiene, sí, muchos elementos que usé de ese ex presidente de derecha porque eran elementos que me parecían muy shakespereanos, muy dramáticos, y me permitía jugar con otros propios de la invención. Pero de haber utilizado el nombre de ese expresidente, entonces me habría visto limitado, y el sentido del personaje se habría circunscrito a una persona histórica, cuando, en realidad, el personaje de Camargo representa a muchos como él. Y eso pasa con todo lo demás. Por eso en mi literatura nunca utilizo nombres de ciudades ni de calles reales, porque todos los espacios donde suceden mis historias son reinvenciones, reinterpretaciones de los espacios reales que me permiten jugar, literariamente hablando, de una manera más libre. Creo que fue Matisse quien dijo que él no pintaba una mesa sino lo que esa mesa producía en él. Bueno, a mí me pasa lo mismo con la literatura.   

—Algunos lectores, al conocer que Todas las voces muertas trata sobre los muertos que se levantan, quizá esperen la típica historia hollywoodense de sobrevivencia en medio de un apocalipsis zombi. Esos lectores podrían sentirse “engañados” cuando se encuentren con que no es exactamente así. ¿Está preparado para esas críticas?

Será buenísimo hablar con ellos sobre ese tema en específico. De verdad me encantaría. Cuando uno se atreve a publicar lo que escribe debe estar preparado para todo tipo de críticas; uno sabe que no a todo el mundo le gustará lo que uno escribe. Eso es normal. Ahora, sobre este tema específico del sentido de los zombis, sería muy interesante debatir con lectores “defraudados” sobre el sentido que éstos zombis-desaparecidos tienen en la novela. Eso nos llevaría, como en una de las preguntas anteriores, a cuestionarnos el sentido que las típicas historias de Hollywood han hecho del zombi. Y quizá nos ayude a reivindicar ese sentido político inicial de crítica a un sistema. Sería una discusión muy interesante sobre zombis, política y violencia. Quizá al final coincidamos en que, en efecto, habría que revivir al zombi para que nos ayude, no a comer cerebros de cualquier parroquiano, sino a incendiar esos cerebros, a avivarlos, a revivirlos, a renacerlos.  


Gerardo Ferro. Foto de Katerine Castro
Gerardo Ferro. Foto de Katerine Castro

—¿Qué significó para usted ser publicado bajo el legendario sello Minotauro? ¿Cómo se dio esto?

Se trata de un gran honor. Minotauro es un sello de una gran historia para el mundo hispano, dio a conocer en español los nombres más emblemáticos de la ciencia ficción. Creo que la novela encajaba perfectamente en el sello. ¿Cómo llegó la novela a Minotauro? Por esas carambolas que suelen suceder cuando uno está buscando editor. Creo que alguien de otro sello de Planeta leyó la novela y se la pasó a Cristian Camilo Muñoz, editor de Minotauro para Colombia. Eso ya es anecdótico, pero me sirve para señalar el importante trabajo de edición de Camilo, quien entendió la novela desde un principio.    

—¿Cuáles son sus novelas o cuentos de zombis favoritos?

La verdad es que no tengo novelas ni cuentos de zombis favoritos. Me gustan, sí, las películas de zombis, pero tampoco soy un fan efervescente, quizá de serlo mi novela habría sido otra, por supuesto. Me gusta, sí, la literatura fantástica, la ciencia ficción, pero tampoco a niveles fanáticos. Fui un buen lector de H. G. Wells, Verne, Stevenson, Lovecraft, Orwell. Una de mis novelas favoritas de todos los tiempos es El extraño caso del Dr. Jekyll y Mr. Hyde, por ejemplo.   

—¿Cómo ve el panorama de la narrativa de género fantástico en Colombia?

Creo que es un género absolutamente necesario, fundamental para escribir el país. Siento que nuestra literatura, al menos la que se produce hoy en día, tiene la tendencia a separarse cada vez más de lo fantástico. Y cuando hablo de lo fantástico no me refiero únicamente al género, sino a la fantasía en general, a la invención en general, a la imaginación en general. Es como si estuviéramos demasiado pegados a la realidad y olvidáramos la fantasía que también hay en lo cotidiano, que la literatura también se trata de crear mundos que nos permitan entender este en que vivimos y que definimos como “real” para evitarnos mayores discusiones. Los autores que más me interesan son aquellos que más explorar esas, digamos, bifurcaciones de lo real y sus maneras de tocar lo fantástico y lo onírico.  

—Por último, ¿cuáles son los autores que usted considera que más lo han influenciado?

Siempre he sido un gran lector de los norteamericanos por cuestiones de estructura y técnica. Leí mucho a los autores del boom latinoamericano, y además de García Márquez, a quien devoré siendo muy joven, siento un profundo amor por la literatura de Cortázar y su manera de ver el mundo. Borges tiene siempre un lugar privilegiado entre mis favoritos. También soy un lector apasionado (o al menos lo fui) de Bolaño y Vila-Matas. Luego descubrí a un tipo genial como Mario Levrero y me di cuenta que mi literatura siempre estuvo ligada a la suya, incluso antes de leerlo. Estos listados siempre suelen ser limitados, a uno se le queda gente por fuera. Sobre todo, admiro profundamente a Kafka.