(Crónica con poeta de manicomio y un himno huracanado)
Por: Reinaldo Spitaletta
A los que ejercimos la infancia en los albores de los sesentas, digo, en estos breñales de Antioquia, en particular en el Valle de Aburrá, tal vez nos marcaron en las escuelas públicas con himnos de altoparlante, como el inútil Canto a la Bandera que batía sus pliegues allá en Boyacá, y con la aberrante letra del Himno Nacional, que no es más feo porque no es más largo. También con el himno de Antioquia, con unos versos en los que no hay lugares comunes y es, me parece, sin caer en chauvinismos deleznables ni en regionalismos de pacotilla, uno de los más bellos cantos del mundo a la libertad.
Lo creó uno que, nacido en Yarumal (1838), vivió buena parte de su vida en un manicomio y cuando residió en Medellín, en la calle del Chumbimbo (hoy Maracaibo) se iba hasta la quebrada Santa Elena y, en sus orillas, ido, piantao, como el loco de un tango contemporáneo, le recitaba versos a las nereidas, náyades y otras ninfas que él veía en el exuberante entorno de ceibas y pedruscos.
El Canto del Antioqueño (nombre original del poema), con música del payanés Gonzalo Vidal, sonaba en las bocinas y al principio uno no entendía casi nada sobre selvas, excepto las que se apreciaban en las tiras cómicas de Tarzán, pero la palabra huracán sí era una manera, una metáfora, de la fuerza, aunque lo del hacha, más que la enunciación de una herramienta, era un modo de recordarme a mi abuelo materno, que tenía varias en su finca de Rionegro y con ellas astillaba troncos y me hacía desear que, en cualquier momento de la faena, se llevara un pedazo de pierna. La crueldad infantil.
Por aquellas épocas el himno de Antioquia se mezclaba, en los salones de clase, con cánticos religiosos de vírgenes innumerables y uno muy profano que nos hizo desear el mar y los barcos de bandera negra con calavera y tibias cruzadas: “soy pirata y navego en los mares donde todos respetan mi voz…”. Todavía faltaba mucho tiempo para la aprobación de la absurda medida de poner en las emisoras, a las seis de la mañana y a las seis de la tarde, el himno de Oreste Sindici y Rafael Núñez. Y de hacerlo sonar en los estadios, antes de los partidos de fútbol.
Uno sabe que la patria no es un himno ni un escudo ni una bandera ni un presidente y menos una selección futbolera. Tal vez la patria sea solo la infancia, tan redicho por poetas de ayer y hoy. O la casa. O la calle en que se descubrieron los primeros asombros. Bueno, y de pronto hasta la escuelita, como aquella de Bello en la que hacían sonar himnos y músicas patrioteras. No sé por qué el ingeniado por Epifanio siempre me gustó, aunque al comienzo no entendiera mucho aquello de “llevo el hierro entre las manos porque en el cuello me pesa”.
Después, al final de la escuela, y para seguir con Epifanio, nos aprendimos dos de sus poemas, que, si vamos a ser justos, son poco poéticos: La muerte del novillo y La historia de una tórtola. En cambio, en casa, y sin saber quizá que era una composición del nacido en las faldas yarumaleñas, mamá decía en momentos de efervescencia familiar: “Todos estamos locos, grita la loca / ¡qué verdad tan amarga dice su boca!”.
Pasados los días, y ya no sé cuándo, en algunas clases se hablaba de Epifanio, como un orate, un desquiciado, que nos había legado unas hermosas palabras que ensalzaban la libertad. No sé ya cuál profesor nos refirió del encerramiento del poeta en el manicomio de Bermejal, y se llegó a decir que, a orillas del río Medellín, de seguro límpido y vivo entonces, el vate se quedaba extasiado viendo correr el agua, y tal vez pudo pensar cosas como Heráclito, quién sabe, y tornaba a mirar con sus ojos volados los cuerpos etéreos de las míticas muchachas de la corriente infinita.
Al escritor Mario Escobar Velásquez le escuché decir alguna vez que, dándose a una tarea como de coleccionista, se puso a escuchar himnos de todas partes y llegó a la conclusión de que el más bello era el de Antioquia. Idea que había plasmado en un artículo sobre el poeta: “A Epifanio, digo, que prefería el hierro en las manos como espada o puñal o lanza no en el cuello, como cadena, acabaron encerrándolo en un manicomio, y en él pasó sin libertad treinta enormes y largos años”. O sea, allí, en esa suerte de prisión para enfermos mentales, se quedó sin viento, sin canto, sin hacha, sin huracán, sin los perfumes de la libertad.
Digamos que las veintitrés estrofas del Himno Antioqueño, que no todo el mundo canta ni se sabe, son una oda a la libertad, a los seres libres, a la resistencia frente a la tiranía y la esclavitud. Publicado en 1868 en la revista El Oasis por el alucinado poeta que era amigo de sirenas y espíritus acuáticos, es, hoy, una representación de identidad que trasciende lo bucólico. Dije un día en Facebook que en todos los parques principales de cada pueblo de Antioquia (incluido el parque Berrío de Medellín) debía erigirse una estatua a Epifanio Mejía, y no faltó quién preguntara si se trataba de una broma o trastada de mi parte.
Y en este punto quiero recordar al Indio Uribe (al que Carrasquilla llamó “Petronio del prosal”), maestro de la lengua, fundador de El Correo Liberal, desterrado por Núñez, que en un discurso expresó sus admiraciones por Mejía, no sin antes aclarar que en Colombia se acostumbra “recibir lo forastero con proporciones de aumento y reducir lo propio a tamaño insignificante”: “lo proclamamos (a Epifanio Mejía) el primero de los poetas sobrevivientes, como lo quiere el pueblo que ha recogido sus canciones, las mujeres que suspiran sus endechas, y por los fueros de su desgracia”.
Epifanio, el melancólico, el de los delirios, el cantor de montes y pájaros, se murió en 1913 (año del centenario de la Independencia de Antioquia). Tal vez su poema mayor, el de los vientos eternos, es aquel que en una escuela nos hizo comprender en qué consistía la libertad. Su voz, de poeta y loco, sigue sonando: “He tenido horas tristes / y placenteras horas: / por eso son mis versos / crepúsculos y auroras”.