Estación de metro Dostoievsky

Rubén Darío Flórez
El lugar puede entrar en la mente como una fantasía, o como un sueño hecho a punta de cálculo, donde la tenacidad del artista impuso la belleza perfecta a un pantano malsano. En el bus que iba por el malecón del almirantazgo – con el río Nevá de línea de orientación – el pasajero a mi lado me dijo: “En realidad es una ciudad de fachadas”. Y también era ese el espíritu de la ciudad.
Dostoievsky decía que no había una urbe más cerebral, más alucinada: “Siento a veces cuando la neblina desciende sobre Sanct Petersburgo y le deja un halo sobrenatural, que las catedrales, las avenidas, los puentes y los canales sobre el río Neva se esfumarán, pues esta ciudad es un misterio de la especulación”.
Sanct Petersburg es la ciudad más abstracta y especular del mundo. Especular, ya que es reflejo simétrico y deslumbrante del espejo de la mente de sus habitantes, de sus ingenieros y artistas. Íbamos por el metro buscando la estación Dostoievsky. La línea del metro va debajo del lecho del río Nevá en el Báltico. Así que estaba literalmente debajo del río, como el hombre del subsuelo.
Bajé por la escalera interminable, pero estaba cerrada la salida al lugar del apartamento en que Dostoievsky vivió sus últimos años. Quedaban ochenta minutos para que cerraran el museo y yo debía regresar a Moscú. Al final del pasillo por donde se salía a la ciudad, había un único pasajero con lentes oscuros y chaqueta gris. Le hice una pregunta y sin pensarlo dijo: “Yo lo llevo”. María Dolores me acompañaba.
El desconocido miraba tras sus lentes oscuros y a paso firme me condujo otra vez a la escalera más profunda del mundo. No sé cuántos minutos pasaron. Tenía en mente a Dostoyevsky en el metro de Sanct Petersburgo en este verano de julio. La escalera eléctrica ascendía. El desconocido iba adelante. Yo pensaba: ¿A dónde nos lleva? Y no sentía desconfianza. Era el espíritu misterioso de la ciudad.
Al fin salimos. A tres minutos de la estación del metro estaba el apartamento de Fiodor Dostoievsky. Seis habitaciones de techos altísimos. En la tercera, el reloj detenido en la hora en que murió, junto al escritorio de paño verde. Allí escribió su obra: Los hermanos Karamazov. Vivía en arriendo en una región de Petersburgo, céntrica, vital, con el perfume múltiple de la vida.
Los aposentos se conservan tal cual. Estaba ahí Dostoievsky que pregunta: “¿cuál es la ética de suponer que el asesinato de una persona es justificable por una idea abstracta? ¿Cuál es el tipo de hombre dechado de nobleza? Y lo ve en El príncipe idiota. En su enorme apartamento aletean personajes como Raskolnikov, delirante, asesino, obnubilado.
Allí estaba el ámbito de donde salieron las ideas hechas carne y hueso de su literatura. Si uno va a San Petersburgo, en el sótano con pantallas y auriculares en español con historias sobre el gran escritor, lo espera a uno la máscara copiada de su rostro de difunto. El semblante sereno, como si acabara de decir la palabra liberadora.

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