Por: Felipe Lozano / Bogotá.
Yo sé que te preguntas por qué clavo mi boca en tus mejillas y no me quiero despegar. No me lo has preguntado, pero basta entenderlo con esa mirada que me lanzas muchas veces con extrañeza, como quien no comprende las razones de una fijación inusual.
También lo noto cuando me lees o me cuentas algo importante, mientras tus mejillas danzan con la melodía de tu voz, y no resisto robarte un beso. Tú callas y me miras fijamente y buscas explicaciones a una abrupta interrupción.
Lo sabes bien, te interrumpo con besos muchas veces, ante lo que te hartas y me reclamas por no prestarte atención. Pero sí te la presto, tanto que hasta tengo la oportunidad de contemplar, detalladamente, como el acto implica, el baile de tus mejillas. Ellas, sencillamente, se contonean y seducen a mis labios. Ellos, sencillamente, se dejan seducir y van en busca de ese encuentro sublime.
Pero es como si tus mejillas tuvieran vida propia y una inteligencia envidiable para la seducción, porque no se limitan a ese baile precioso para atraerme, sino que, muchas veces, despiden ese aroma que provoca que mi nariz se clave en ellas, como si no fuera suficiente con mi boca. Y tú corres tu rostro para huir de esa nariz que el clima de la sabana ha dejado tan fría como una piedra, pero que el aroma de tus mejillas se empeña en dejarla ahí, cual sanguijuela, pegada a esas masitas.
Lo que sigue es un ritual. Busco captar tu aroma lo que más pueda, como si iniciara la “cata” de tus mejillas. Mientras estoy pegado a una de ellas, doy un respiro hondo, aguanto la respiración unos segundos y espiro lentamente. Si lo debo hacer nuevamente, aunque tu risa intente distraerme, lo hago. Son tres pasos que me tomo con la mayor seriedad y no desisto hasta que pueda perderme en la abstracción de tu ternura, sentir la yema de tus dedos recorriendo mi espalda, imaginarte con el pelo alborotado en tu cara mientras duermes, mirar las fotos en las que vistes mis sacos o mis bufandas, verte tomar una malteada con el típico desespero de una niña caprichosa o recordar esos pucheros que haces cuando no podemos estar juntos.
Una vez completo estos tres pasos satisfactoriamente, mi boca busca darte un beso (o muchos, si me emociono) para sentir la suavidad de esa mejilla que varias veces ha alojado lágrimas, golpes, caricias, otros besos. Y me gusta pensar que al besarte, beso tu vida. Y besar tu vida, es creerte sagrada. Y cuando beso tu vida, estoy diciendo que te amo.
Clavar mi boca en cualquiera de tus mejillas es el recurso más dulce y riguroso con el que cuento para amarte. ¿Está claro?