Filosofías de papel

Amilcar Bernal
Me puse a pensar en el tiempo porque dos cosas sucedieron durante el mismo lapso de frío que esa tarde entró por la ventana y ocupó ese lunes, lo cual habría servido a quien inventó las palabras, hace una eternidad, para consignar por primera vez en su diccionario la palabra Coincidencia, con mayúscula porque nunca antes se había pronunciado y eso significa que es como si estuviera puesta al comienzo del primer renglón de la historia, donde cualquier palabra que se escribe va con mayúscula. 
El primero de los hechos ocurrió mientras cortaba con la tijera un pedazo irregularmente curvo que afeaba el rectángulo de papel manila que pretendía usar para envolver las tres copias del libro destinado al concurso. Estaba trabajando sobre la mesa del comedor sin quitar el camino de tela a cuadros amarillos y anaranjados utilizado a manera de adorno para evitar que los visitantes salgan diciendo que en la mesa no hay alegría y que el comedor parece una sala de velación de cadáveres. Entonces, en un momento me detuve pues sentí un mordisco diferente al que sentía mientras sólo cortaba papel: es que la tijera se había metido accidentalmente entre los hilos de una cenefa (no sé si esta palabra aplica para describir un entramado de hilos anudados como trenzas, que se coloca en el borde de esta clase de caminos, por donde no se camina, para darles alegría, o en todo caso para que se asemejen a una cola de caballo que corre por el viento dando una sensación de libertad y frescura) y corté algunos de los hilos anaranjados que constituían uno de los colgandejos del adorno. Me quedé mirando con cara de filósofo, sin proponérmelo pues soy apenas un necio, el destrozo que había hecho y por primera vez, desde que compré ese accesorio de la mesa del comedor, pensé que un día iba a acabarse y habría que reemplazarlo. Nunca antes había pensado en lo perecedero de dicho elemento, de hecho no tenía uno de reemplazo, porque hay cosas en las que no suele pensarse, escaso de pensamientos y puntual, como es el grupo de personas que son como yo. 
El segundo hecho tiene que ver con una novela que luego, cuando dejé envueltos los libros, me puse a leer. El narrador omnisciente dijo en un momento dado, hablando de algo sin importancia para nosotros, los de esta lectura que se da después de que todo aquello pasó y ya no tiene remedio, que “a las ocho de la tarde había llegado el tren a la estación”. Y a mí eso se me hizo muy extraño, a pesar de que siempre leo literatura de gente del exterior, no de esta zona ecuatorial, escrita por tipos y tipas que viven en esos países inhóspitos donde hay estaciones y uno se congela a veces y luego se muere del calor, en un mismo año por las misma épocas, a lo largo de una vida térmicamente inestable. Es que por aquí siempre gozamos del mismo clima y nunca son las ocho de la tarde. En mi país se hace de noche un poco después de las seis, sin que uno se dé cuenta exacta en qué momento, al punto que cuando se habla de las siete se dice “las siete de la noche”; y la cosa sigue igual con las horas hasta las casi la una, a partir de cuando ya son de la madrugada. Después sale el sol y el primero que se refiere a la hora dice que son las seis de la mañana. 
Al terminar ese capítulo de la novela, mientras tomaba fuerzas para atacar el siguiente, me puse a pensar, gracias a la ya narrada conjunción de eventos, en la verdadera eternidad de las horas, que ignoro cuándo van a acabarse para todo el mundo, versus la mentida eternidad del camino de mi comedor, que era falsa, sin serlo categóricamente, porque yo no me la había planteado. Es que si el camino no se destruyera antes de mi muerte, yo me iría a la tumba pensando que es eterno porque nunca tuvo fin mientras duró mi vida. Y si en alguna parte son las ocho de la tarde, significa que el tiempo puede disfrazarse de muchas formas y cambiar la percepción de las personas, dependiendo de dónde se hallen, en qué mapa lo miren, qué prisa tienen, cosas así que uno ignora cuándo podrán terminar. O sea que, por esa vía, los pobres relojes son una caja de mentiras, a pesar de la seriedad de su aspecto, que puede ir desde la barroca seriedad de un reloj de pared hasta el sicodélico reloj de colores atado a la muñeca de una adolescente que discurre por los senderos de la frivolidad, sin pensar que la juventud puede acabarse. 
De lo que sí estoy seguro es de que no obstante el camino de mi mesa de comedor se deshilache, por el desmadre que yo cometí, y toque botarlo a la basura o utilizarlo como trapo de quitar el polvo, yo seguiré sospechando que soy efímero y algún día voy a desaparecer, como desaparecerá el camino de mi mesa, en su segunda ocupación, cuando un esqueleto lo use para quitar el polvo radioactivo que se posa sobre la vida, la mañana siguiente al día en que explotó la gran bomba atómica que borró este planeta y quitó, por suerte, al tiempo la fastidiosa infatuación de su eternidad, porque ya no existirá una boca mortal que a él se refiera. O sea que el tiempo existe, y por ende el concepto de eternidad, igual que los trapos del polvo y los capítulos de las novelas, si existimos los mortales que los imaginamos, lo cual es algo que logra que pensar en serio se convierta en un ejercicio peliagudo para mí, puntual y necio, como se sabe que soy.

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