Gabo, una vida (I parte)

Nota enviada por Alberto
Duque López
.
Gerald Martin ha
completado una biografía monumental: Gabriel García Márquez. Una vida (Debate).
Publicamos el pasaje titulado “Hambre en París: La Bohème”, que relata los días
de escritura de El coronel no tiene quien
le escriba
en medio de dos compañías abrumadoras: la escasez y el amor
Por: Gerarld Martin
Quién sabe lo que Gabriel
García Márquez
buscaba al tomar rumbo hacia la capital francesa en
diciembre de 1955. Cualquiera que lo conociese habría imaginado que el
colombiano costeño se sentiría más a gusto en Italia —tanto social como
culturalmente— que en el país situado al norte, un lugar más frío y pagado de
sí mismo, más crítico y cartesiano. Desde el principio, su actitud hacia Europa
en general era que el Viejo Continente poco podía enseñarle que no hubiera
aprendido ya en los libros o en los noticiarios cinematográficos; casi parecía
que había venido para asistir a su putrefacción: el olor a col hervida, se
diría, en lugar de la fragancia de la guayaba tropical que siempre fue tan cara
a su corazón y a sus sentidos. Pero, después de todo, estaba en París.
Del hostal de la Alliance Française se trasladó a un hotel
barato conocido entre los viajeros latinoamericanos, el Hôtel de Flandre, en el
número 16 de la rue Cujas del Barrio Latino, regentado por unos tales monsieur
y madame Lacroix. Justo enfrente
estaba el Grand Hôtel Saint-Michel, más opulento, otro predilecto de los
latinoamericanos. Uno de sus huéspedes fue el influyente poeta afrocubano y
miembro del Partido Comunista Nicolás
Guillén
, que residió allí largo tiempo y era uno de los muchos escritores
latinoamericanos en el exilio durante aquella época de dictadores —Odría en Perú (1948-1956), Somoza en Nicaragua (1936-1956), Castillo Armas en Guatemala
(1954-1957), Trujillo en la
República Dominicana (1930-1961), Batista
en Cuba (1952-1958), Pérez Jiménez
en Venezuela (1952-1958), e incluso Rojas
Pinilla
en Colombia (1953-1957). Toda la zona está bajo la ascendencia
cultural de la Sorbona, a escasa distancia de allí, aunque la inquietante mole
del Panteón es la obra arquitectónica más imponente de las inmediaciones.
García Márquez se
puso enseguida en contacto con Plinio
Apuleyo Mendoza
, a quien había conocido fugazmente en Bogotá antes del
alzamiento popular de 1948. Mendoza
hijo, aquel joven serio y algo pretencioso cuya visión del mundo había quedado
hecha añicos por la derrota política de su padre y el exilio subsiguiente tras
el asesinato de Gaitán, se inclinó
hacia el socialismo radical e iba camino de convertirse en un compañero de
viaje del movimiento comunista internacional. Había tenido noticia de la
publicación de La hojarasca de García Márquez por la prensa de Bogotá,
y “su aspecto y el título del libro me hicieron pensar que era un mal
novelista”. El día de Nochebuena de 1955 estaba en el bar La Chope Parisienne,
en el Barrio Latino, con dos amigos colombianos, cuando un García Márquez embozado en un abrigo de lana gruesa para combatir
el frío de aquella tarde de invierno hizo su entrada en el local. En el
transcurso de su primera conversación sobre literatura, vida y periodismo, a Mendoza y a sus amigos el recién
llegado les pareció arrogante y engreído, como si los dieciocho meses que
acababa de pasar en Bogotá lo hubieran convertido en un típico cachaco.
Aseguraba que no creía que Europa fuera nada del otro mundo. De hecho, daba la
impresión de que tan sólo le interesaba su propia persona. Ya había publicado
una novela y únicamente se animó cuando empezó a hablar de la segunda que tenía
en proyecto.
Quiso la casualidad, sin embargo, que García Márquez acabara de encontrar en Plinio Mendoza a su mejor amigo en el futuro, aunque en modo alguno
el más constante. Puesto que acabaría por conocer a García Márquez mejor que cualquiera y se sentía menos obligado que
otros, a los que movían consideraciones convencionales acerca de la discreción
y el buen gusto, se convertiría, aunque parezca irónico, en uno de los testigos
más fiables de la vida y la evolución de García
Márquez
. A pesar de que la primera impresión fue negativa, Mendoza invitó al recién llegado a la
cena de Navidad que daban Hernán Vieco,
un arquitecto colombiano de Antioquia, y su esposa norteamericana de ojos
azules, en su apartamento de la rue Guénégaud, con vistas al Sena. Los
invitados, emigrados y exiliados colombianos, comieron cerdo asado y ensalada
de endivias, regado todo con grandes cantidades de vino tinto de Burdeos, y García Márquez cogió una guitarra y
cantó vallenatos de su amigo Escalona.
Así mejoraron las primeras impresiones que sus compatriotas se habían hecho de
él, si bien la anfitriona se quejó a Plinio
de que el recién llegado era “un tipo horrible” que no sólo parecía engreído,
sino que apagaba los cigarrillos con la suela del zapato. Tres días después,
los dos hombres volvieron a encontrarse, tras la primera nevada del invierno, y
García Márquez, hijo del trópico,
bailó a lo largo del boulevard Saint-Michel y la place du Luxembourg. La
reserva de Mendoza se fundió como
los copos de nieve que resplandecían en el paño grueso y áspero del abrigo de García Márquez.
Pasaron juntos buena parte de los meses de enero y febrero
de 1956, antes de que Mendoza
volviese a Caracas, donde residía casi toda su familia. Aquellas primeras
semanas, los dos nuevos amigos frecuentaron los lugares preferidos de Mendoza en los alrededores de la
Sorbona, el café Capoulade de la rue Soufflot, o L’Acropole, un restaurante
griego barato y animado al final de la rue de l’École de Médecine. Si algunos
conocidos han descrito al García Márquez
de la época, tal vez con escasa caridad, como un hombre poco atractivo, Plinio Mendoza era así o más. Por
añadidura, pocos colombianos reaccionan con indiferencia al oír su nombre —en
toda Colombia se le conoce sencillamente por “Plinio”, del mismo modo que García Márquez es “Gabo”—. Muchos lo
consideran taimado, presuntamente un típico producto de las tierras altas de su
Boyacá natal; sin embargo, nadie niega su calidad como periodista y polemista.
Impredecible lo es, y sentimental; pero también es un hombre divertido, que
sabe reírse de sí mismo (y de verdad, lo cual es un don sumamente raro),
entusiasta y generoso.
Al final de la primera semana de enero, los dos amigos
estaban en un café en la rue des Écoles leyendo Le Monde cuando
tuvieron conocimiento de que Rojas
Pinilla
había ordenado al fin el cierre de El Espectador por medio de una cínica combinación de censura e
intimidación directa (El Tiempo
llevaba ya cinco meses cerrado). Mendoza
recuerda que García Márquez restó trascendencia
al suceso: “ ‘No es grave’, dijo, exactamente como dicen los toreros después de
una cornada. Pero sí lo era”.
El periódico había sido sancionado con una multa de
seiscientos mil pesos aquel mismo mes; ahora cerró sus puertas del todo. Los
cheques de García Márquez dejaron de
llegar, y a principios de febrero ya no podía pagarse la habitación del Hôtel
de Flandre. Madame Lacroix, un alma caritativa, le permitió atrasar sus pagos.
Según una de las versiones del propio García
Márquez
, la señora lo trasladaba a plantas cada vez más altas del edificio,
hasta que por último acabó en una buhardilla sin calefacción del séptimo piso y
ella fingió olvidarse de él.2 Allí lo encontrarían sus amigos escribiendo, con
los guantes y el gorro de lana puestos, embozado en una ruana.
García Márquez ya
vivía en una apurada situación económica antes de enterarse de la mala noticia
acerca de El Espectador, y a Mendoza le sorprendieron las escasas
posesiones que había traído consigo de Colombia. Mendoza le presentó a Nicolás
Guillén
y a otro activista comunista, el acaudalado novelista y hombre de
prensa Miguel Otero Silva, quien en
1943 había fundado junto a su padre El
Nacional
, el influyente periódico caraqueño. Se encontraron por azar en un
bar de la rue Cujas los días previos a que Mendoza se marchara a Venezuela, y Otero Silva los invitó a comer en la
conocida brasería Au Pied de Cochon, junto al mercado de Les Halles. Años
después, cuando se hicieran amigos, Otero
Silva
no se acordaría del colombiano pálido y extremadamente delgado que
con tanta avidez escuchaba el diagnóstico comunista de la situación en Francia
y América Latina mientras engullía a su antojo aquella comida providencial. Otero Silva y Guillén acababan de
enterarse de la asombrosa denuncia que Kruschev
hiciera de Stalin y el culto a la
personalidad cuando el XX Congreso del Partido Comunista de la Unión Soviética
tocaba ya a su fin, el 25 de febrero; estaban consternados ante la política de
coexistencia que acababa de decretarse y que consideraban derrotista, y
especulaban con ansiedad acerca del futuro del movimiento comunista
internacional.3 Guillén
protagonizaría una de las anécdotas favoritas de García Márquez del periodo parisino:
Eso fue cuando Perón
gobernaba en Argentina, Odría en el
Perú y Rojas Pinilla en mi país,
eran los tiempos de Somoza, de Batista, Trujillo, de Pérez Jiménez,
de Stroessner; bueno, América Latina
estaba pavimentada de dictadores, tanto que he contado muchas veces cómo Nicolás Guillén se levantaba a las
cinco de la mañana y mientras leía los periódicos tomando su café; después
abría la ventana y comenzaba a hablar en voz alta para que lo oyeran en los dos
hoteles, llenos de latinoamericanos, y contaba las noticias como si fuera en un
patio de Camagüey. Un día Nicolás
abrió la ventana y dijo: “Se cayó el hombre”, y cada cual pensó que era el
suyo: los argentinos, los paraguayos, los dominicanos, los peruanos. ¡Se cayó
el hombre! Yo lo oí y pensé: “Se cayó Rojas
Pinilla
”. Después supe, por el propio Nicolás,
que el grito había sido por Perón.

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