Gabo, una vida (última parte)

Nota enviada por Alberto Duque López.
Gerald Martin ha
completado una biografía monumental: Gabriel García Márquez. Una vida (Debate).
Publicamos el pasaje titulado “Hambre en París: La Bohème”, que relata los días
de escritura de El coronel no tiene quien le escriba en medio de dos compañías
abrumadoras: la escasez y el amor
Por: Gerarld Martin. Tachia se había marchado, pero le
quedaba su novela. Esa novela se sitúa —único caso en la obra de García
Márquez— en el momento mismo de la escritura, en los últimos meses de 1956,
enmarcada por la crisis de Suez en Europa. Los detalles de la trama habían
quedado establecidos mucho antes de que Tachia se fuera a Madrid. Estamos en
octubre: un coronel, cuya identidad el lector no llegará a conocer, y que había
vivido antes en Macondo, es un hombre de setenta y cinco años que se pudre en
un asfixiante pueblucho ribereño perdido en la jungla colombiana. El coronel
lleva cincuenta y seis años esperando su pensión por la guerra de los Mil Días
y carece de cualquier otro medio de subsistencia. Han pasado quince años desde
que recibiera una carta del departamento de pensiones estatal, pero sigue yendo
a diario a la oficina de correos con la esperanza de que haya novedades. Así
pasa la vida a la espera de una noticia que nunca llega. Él y su esposa
tuvieron un hijo, Agustín, sastre, asesinado por las autoridades a principios
de año por distribuir propaganda política en la clandestinidad. A la muerte de
Agustín, que solía cuidar de la pareja de ancianos, queda sin dueño su gallo de
pelea, campeón de muchos combates y que vale una buena suma de dinero. El
coronel soporta humillaciones sin cuento con tal de no tener que vender el
gallo, que para él y los amigos de su hijo (Alfonso, Álvaro y Germán) se
convierte en un símbolo de la dignidad y la resistencia, así como en un
recuerdo del propio Agustín. La mujer del coronel, de talante más práctico, no
anda bien de salud y precisa tratamiento médico, por lo que no está de acuerdo
con él y reiteradamente lo apremia para que venda el gallo. Al final de la
novela, el coronel sigue resistiendo porfiadamente.
García Márquez ha dicho que la novela se inspiró en
múltiples fuentes: en primer lugar —dado que el punto de partida de sus obras
es siempre una imagen visual— fue el recuerdo de un hombre al que vio en la
subasta de pescado de Barranquilla años atrás esperando un barco con “una
especie de silenciosa zozobra”. En segundo lugar estaba el recuerdo personal de
su abuelo esperando su pensión por la guerra de los Mil Días; sin embargo, en un
sentido físico, el modelo fue el padre de Rafael Escalona, también coronel,
pero más delgado, como conviene al famélico protagonista que García Márquez
imaginó para el libro. En tercer lugar, evidentemente, estaba la situación
política de Colombia durante la Violencia. Y en cuarto lugar, en términos de
inspiración artística, bebió de Umberto D. de De Sica, con guión de Zavattini:
el retrato de otro hombre, acompañado de otra preciada criatura (su perro), que
vive un callado vía crucis en la Roma de posguerra, entre la indiferencia
generalizada de sus contemporáneos. Sin embargo, lo que García Márquez nunca ha
reconocido es que El coronel no tiene quien le escriba estaba basada —en último
lugar, aunque de manera más directa— en el drama que Tachia y él vivieron en
aquel periodo, con la crisis de Suez como telón de fondo político tanto de sus
vidas como de la novela.
En ambos casos la mujer ha de soportar lo que según ella es
el egoísmo o la debilidad del hombre con el que vive, un hombre que se ha
convencido de que tiene una misión histórica, la cual es más importante que
ella. En los dos casos ella lo mima (en la novela, la anciana pareja ya ha
perdido a su hijo; en el mundo real, Tachia acabaría por cansarse de mimar a
Gabriel cuando perdiera el ser que llevaba en sus entrañas…) y desempeña
todas las funciones materiales y maternales de la casa.
Ella se hace cargo de todo el trabajo práctico, en tanto que
él sigue empeñado en vano en una empresa imposible, aquejado de un
estreñimiento terrible, con el gallo de pelea como símbolo de su coraje, su
independencia y su eventual triunfo. Ella está convencida de que todo saldrá
mal; a él lo sostiene un optimismo indómito. Nueve meses han transcurrido entre
la muerte del hijo del coronel y los acontecimientos del presente de la novela;
cuando la mujer le dice al coronel “Nosotros somos huérfanos de nuestro hijo”,
la frase podría ser el epitafio de la aventura entre García Márquez y Tachia.
El gallo (la novela, la dignidad personal del escritor) es un símbolo de la identificación
de un individuo con ciertos valores colectivos. Y la culpa, y el dolor —el mal
parto, la muerte del hijo—, solamente pueden mitigarse yendo hacia delante,
casi a modo de homenaje. Puede que el lema que siempre haya definido mejor a
García Márquez sea “la única salida, finalmente, es tirar el muro”.
El coronel no tiene quien le escriba es una de esas obras en
prosa que, a pesar de su innegable “realismo”, funciona como un poema. Es
imposible separar los motivos centrales de la espera y la esperanza, los
fenómenos atmosféricos y las funciones fisiológicas (ir al baño o no, en el
caso del coronel, no la menos importante), política y pobreza, vida y muerte,
soledad y solidaridad, suerte y destino. Aunque García Márquez siempre ha dicho
que el diálogo no es su fuerte, el humor hastiado que transmiten sus personajes,
con modulaciones levemente distintas que los diferencian a unos de otros, es
uno de los rasgos definitorios de sus obras de madurez. El humor inconfundible,
tan característico como el de Cervantes, alcanza su expresión definitiva en
esta maravillosa novelita, del mismo modo que el propio coronel, a pesar de lo
sucinto de su retrato, se convierte en uno de los personajes inolvidables de la
ficción del siglo XX. El último párrafo, uno de los más perfectos de toda la
literatura, parece condensar y luego arrojar todos los motivos y las imágenes
reunidas en el conjunto de la obra. El anciano, exhausto, ha logrado dormirse;
pero su exasperada mujer, casi fuera de sí, lo sacude con violencia y lo
despierta. Quiere saber de qué van a vivir ahora que él ha decidido al fin no
vender al gallo de pelea, y en lugar de ello piensa prepararlo para nuevos
combates:
—Dime, qué comemos.
El coronel necesitó setenta y cinco años —los setenta y
cinco años de su vida, minuto a minuto— para llegar a ese instante. Se sintió
puro, explícito, invencible, en el momento de responder:
—Mierda.
También el lector se siente desahogado; y no es poco el
placer estético que procura el contraste implícito entre el final,
perfectamente sintetizado, y la sensación de alivio y liberación: una elevación
de la conciencia; un canto a la resistencia, a la rebeldía. La dignidad,
siempre tan presente para García Márquez, ha sido restituida.
Años después, El coronel no tiene quien le escriba fue
reconocida universalmente como una obra maestra de la ficción corta, como El
viejo y el mar de Hemingway, punto menos que perfecta en su intensidad
contenida, su trama dosificada con esmero y su brillante broche final. El autor
mismo diría que el estilo de El coronel no tiene quien le escriba era “conciso,
seco, directo y aprendido directamente del periodismo”.
Sin embargo, el final de la novela no fue el final de la
historia. Siempre hay otra manera de contar un cuento. Veinte años después,
García Márquez escribiría un relato extraño e inquietante, “El rastro de tu
sangre en la nieve”. Podría decirse que es la versión revisada y corregida de El
coronel. Si la primera obra resultó ser su versión del asunto en aquella época,
una inequívoca justificación de sí mismo, el relato posterior es por igual una
clara autocrítica y una reivindicación tardía de Tachia. ¿Había cambiado de
opinión, o trataba tal vez de compensar a su antigua amante, tantos años
después? En este relato, una joven pareja colombiana viaja a Madrid de luna de
miel y luego va en coche hasta París. Cuando dejan la capital española, la
mujer, Nena Daconte, recibe un ramo de rosas rojas y se pincha un dedo, que
sangra durante todo el camino hasta París. En cierto momento dice: “Imagínate:
un rastro de sangre en la nieve desde Madrid hasta París. ¿No te parece bello
para una canción?”. El autor debía de tener presente, claro está, que después
de su hemorragia Tachia había viajado en sentido contrario, recorriendo toda la
distancia entre París y Madrid, en pleno invierno. ¿Acaso todo esto sea un exorcismo?
En el cuento, cuando la joven pareja llega a París, Nena, que conoce bien
Francia y está embarazada de dos meses, se hace reconocer en el mismo hospital
—“un hospital enorme y sombrío” que da a la avenue Denfert-Rochereau— donde
Tachia fue tratada por su hemorragia en 1956, donde ella misma pudo haber
muerto y donde su hijo nonato de hecho murió. El marido de Nena, Billy Sánchez
de Ávila, un hombre con escasa formación que nunca ha abandonado Colombia antes
de este viaje a Europa, y que baila sobre la nieve parisina igual que García
Márquez hizo la primera vez que la vio, demuestra ser totalmente incapaz de
hacer frente a la crisis, en un París frío, hostil, y Nena muere en el hospital
sin que él vuelva a verla de nuevo.
Tachia se había ido. En Navidades García Márquez volvió al
Hôtel de Flandre a tiempo completo, al final de lo que más adelante él mismo
llamaría “el otoño triste de 1956”, en un momento en que la mayoría de sus
amigos lo culparon de los problemas de Tachia y de su dramática marcha. Sin
embargo, estaba en la recta final de su novela, había hallado un modo de
justificar lo que había sucedido cuando menos ante sí mismo (consideraba una
cuestión de honor no hablar con otros hombres acerca de sus relaciones
personales) y nada iba a interponerse en su camino. Que el gallo quede con vida
al final de la novela entraña también la supervivencia de la novela misma, a
pesar del incordio de una mujer; y, a fin de cuentas, la concluyó apenas
semanas después de que Tachia partiera para Madrid. La fecharía en “enero de
1957”. No había nacido ningún hijo, pero sí una novela. Tachia dijo que García
Márquez “tuvo suerte” de terminarla en las circunstancias en que vivieron
aquellos meses. Lo difícil es estar de acuerdo en que la suerte tuviera algo
que ver en todo ello.
Ahora no estaba Tachia para comprar la comida, regatear los
precios y preparar platos con poco dinero. García Márquez agotaba sus últimos
recursos, del mismo modo que el coronel apura el tarro del café en la primera
página de la novela. Posteriormente le diría a su amigo José Font Castro que en
una ocasión pasó una semana en su buhardilla gélida escondiéndose de los
administradores del hotel, sin comer, y bebiendo únicamente agua del grifo del
lavabo. Su hermano Gustavo ha dicho:
Me acuerdo de otra confidencia de Gabito en… Barranquilla,
tomando trago, los dos solos. “Fíjate, es que después de Cien años de
soledad, todos son amigos míos, pero no saben cómo me costó a mí esto. Nadie
sabe que yo comí basura en París… Pues una vez estaba yo en una fiesta en una
casa de amigos que en cierta manera me ayudaban, me resolvían algunos
problemas. Cuando se terminó la reunión, la señora de la casa me dijo: ‘García,
ven acá, cuando vayas bajando, lleva este paquete de basura y lo dejas abajo,
en la calle’ ”. Cuenta Gabito que él tenía tanta hambre que sacó lo que pudo de
allí y se lo comió.
En otros sentidos él también iba a la deriva. Algunos amigos
se distanciaron de él por lo que interpretaron como su abandono de Tachia, y a
resultas de ello lo trataban con menos benevolencia y generosidad. Consiguió un
empleo de cantante en L’Escale, el club nocturno latinoamericano al que había
ido con frecuencia con Tachia y donde ella había conseguido algún trabajo
esporádico con anterioridad. Más que vallenatos, cantaba sobre todo rancheras
mexicanas, a dúo con el pintor y escultor venezolano Jesús Rafael Soto, uno de
los pioneros del arte cinético. Ganaba un dólar la noche (el equivalente a unos
ocho dólares de 2008). Se dedicaba a deambular por ahí. Intentó retomar La mala
hora, pero había dejado de interesarle tras los meses que había pasado en
compañía del viejo coronel. Los amigos de La Cueva, de Barranquilla, habían
formado una “Sociedad de Amigos para Ayudar a Gabito”, o SAAG; entre todos
compraron un billete de cien dólares y se reunieron en la Librería Rondón para
decidir la mejor forma de mandárselo a su amigo. Jorge Rondón, haciendo uso de
su experiencia en el Partido Comunista, explicó cómo había aprendido a enviar
mensajes clandestinos en el interior de las postales. Así le mandaron el
billete sus amigos y, simultáneamente, enviaron una carta donde explicaban el
ardid. Por supuesto, la postal llegó antes que la carta, y García Márquez, que
estaba esperando algo más que saludos, gruñó indignado: “¡Cabrones!”, y tiró la
postal a la papelera. Aquella misma tarde llegó la carta con la explicación, y
por suerte pudo recuperar la postal tras hurgar en el cubo de la basura del
hotel.
Entonces no halló modo de cambiar el dinero. El fotógrafo
Guillermo Angulo —en Roma por aquellos días, ¡buscando a García Márquez!—
recuerda:
Alguien le contó de una amiga llamada La Puppa que acababa
de llegar de Roma, después de que le pagaran su sueldo. La fue a ver —era
invierno, y Gabo estaba todo envuelto, como siempre— y La Puppa abrió la puerta
y una corriente de aire cálido lo saludó desde el interior de un cuarto bien
calefaccionado. La Puppa estaba desnuda. Ella no era bonita, pero tenía un gran
cuerpo y, como era mujer, se sacaba las ropas sin ninguna provocación. Entonces
La Puppa se sentó —lo que más le molestaba a Gabo, según su relato, era que
ella hacía como si estuviera vestida—, cruzó las piernas y comenzó a hablar de
Colombia y de los colombianos que ella conocía. Él empezó a contarle cuál era
su problema, ella lo entendió y fue buscar en un pequeño armario que tenía en
el cuarto. Gabo se dio cuenta de que ella quería que él se desnudara, pero Gabo
quería comer. Fue a comer y se llenó tanto que estuvo enfermo por una semana
con indigestión.
Evidentemente, esta anécdota de segunda mano ha ganado mucho
al pasar de boca a oreja. Fue “La Puppa” quien llevaría una copia de El
coronel no tiene quien le escriba de regreso a Roma para que Angulo la
leyera. A pesar de la inusitada discreción de Angulo, al parecer García Márquez
mantuvo con ella una fugaz aventura tras el regreso de Tachia a Madrid. Una
cura para el ego herido, sin duda alguna.
Los hechos son, sin embargo, que García Márquez vivió en
París durante un año y medio y sobrevivió sólo con el dinero que obtuvo de
canjear el billete de avión, la caridad esporádica de los amigos y unos escasos
ahorros propios; y que no había modo de volver a Colombia. Para entonces ya
hablaba francés, conocía bien París y contaba con una amplia colección de
amigos y conocidos, entre ellos uno o dos franceses, latinoamericanos de
distintos países y algunos árabes. De hecho, a García Márquez lo tomaban con
frecuencia por árabe —no sólo era la época de Suez, sino también del conflicto
argelino—, y en más de una ocasión fue arrestado por la policía en una de las
redadas que con regularidad llevaban a cabo en aras de la seguridad:
Una noche, a la salida de un cine, una patrulla de policías
me atropelló en la calle, me escupieron la cara y me metieron a golpes dentro
de una camioneta blindada. Estaba llena de argelinos taciturnos, recogidos a
golpes y también escupidos en los cafetines del barrio. También ellos, como los
agentes que nos habían arrestado, creyeron que yo era argelino. De modo que
pasamos la noche juntos, embutidos como sardinas en una jaula de la comisaría
más cercana, mientras los policías, en mangas de camisa, hablaban de sus hijos
y comían barras de pan ensopadas en vino. Los argelinos y yo, para amargarles
la fiesta, estuvimos toda la noche en vela, cantando las canciones de Brassens
contra los desmanes y la imbecilidad de la fuerza pública.
Aquella noche en la cárcel hizo un nuevo amigo, Ahmed
Tebbal, un doctor que le dio el punto de vista argelino del conflicto, e
incluso lo implicó en unas pocas acciones subversivas en favor de la causa de
su país. Económicamente, sin embargo, las cosas iban a peor. Una noche triste y
lloviznosa vio a un hombre que cruzaba el Pont Saint-Michel:
Yo no había tenido una conciencia muy clara de mi situación
hasta una noche en que me encontré de pronto por los lados del jardín de
Luxemburgo sin haber comido ni una castaña durante todo el día y sin lugar
donde dormir… Cuando atravesaba el puente del Saint-Michel sentí que no
estaba solo entre la niebla, porque alcancé a percibir los pasos nítidos de
alguien que se acercaba en sentido contrario. Lo vi perfilarse en la niebla,
por la misma acera y con el mismo ritmo que yo, y vi muy cerca su chaqueta escocesa
de cuadros rojos y negros, y en el instante en que nos cruzamos en medio del
puente vi su cabello alborotado, su bigote de turco, su semblante triste de
hambres atrasadas y mal dormir, y vi sus ojos anegados de lágrimas. Se me heló
el corazón, porque aquel hombre parecía ser yo mismo que ya venía de regreso.
Más adelante, al hablar de aquellos días, declararía: “Yo sé
lo que es esperar el correo y pasar hambre y pedir limosna: así terminé en
París El coronel no tiene quien le escriba, que soy un poco yo mismo:
igual”.
Fue por entonces cuando Hernán Vieco, que gozaba de una
situación económica muy distinta, el mismo que había acogido a Tachia en su
casa después de que abortara, resolvió la mayor parte de los problemas de
García Márquez al prestarle los ciento veinte mil francos que necesitaba para
pagar a madame Lacroix en el Hôtel de Flandre. Una noche en que volvían de una
fiesta, ebrio pero en perfecto uso de sus facultades, Vieco le dijo a García
Márquez que era el momento de que se sinceraran. Le preguntó a cuánto ascendía
ya la cuenta de su hotel. García Márquez se negó a hablar del asunto. Como se
sabe, una de las razones por las que la gente solía ayudarlo en su juventud era
porque siempre advertían que, sin importar lo mal que lo estuviera pasando,
nunca se compadecía especialmente de sí mismo y jamás reclamaba ayuda. Al
final, tras una escena de histrionismo beodo, Vieco blandió una pluma, rellenó
un cheque sobre el techo de un coche aparcado junto a la acera y lo metió en el
bolsillo del abrigo de su amigo. Era el equivalente a trescientos dólares, una
suma nada despreciable en aquel momento. García Márquez se sintió embargado de
gratitud y humillación al mismo tiempo. Cuando le llevó el dinero a madame
Lacroix, la señora reaccionó poniéndose a tartamudear, roja de vergüenza ella
también —aquello era París, a fin de cuentas, el hogar de la bohemia y de los
artistas que luchaban por abrirse camino—: “No, no monsieur, esto es demasiado,
págueme ahora una parte y otra más adelante”.
Había logrado sobrevivir al invierno. No había sido padre.
No había quedado atrapado por una Circe europea. Mercedes seguía esperándolo en
Colombia. Un radiante día a principios de 1957 alcanzó a ver a su ídolo, Ernest
Hemingway, caminando con su esposa, Mary Welsh, por el boulevard Saint-Michel,
en dirección al Jardin du Luxembourg; llevaba unos vaqueros gastados, camisa de
leñador y gorra de beisbol. García Márquez, demasiado tímido para abordarlo,
pero demasiado excitado para no hacer nada, gritó desde el otro lado de la
calle: “¡Maestro!”. El gran escritor, cuya novela acerca de un anciano, el mar
y un enorme pez había inspirado en parte la novela que el hombre más joven
había terminado hacía poco acerca de un anciano, una pensión del gobierno y un
gallo de pelea, levantó la mano y respondió, “con una voz un tanto pueril”:
“¡Adiós, amigo!”.

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