Por Reinaldo Spitaletta
La manga de los talleres del ferrocarril amaneció con carpas rayadas, amarillas, verdes y rojas. “¡Llegaron los gitanos!”, se extendió el grito, no de bienvenida sino de extrañeza. Los primeros en curiosear fueron los muchachos de Manchester, un barrio obrero de calles anchas y apacibles. Miraban como si se tratara de una invasión de extraterrestres.
“Esas gentes no trabajan”, dijo alguien, y su voz tuvo eco. El barrio, con fábrica textil y estación ferroviaria, tenía, en efecto, los colores del trabajo. Eran color chimenea, color ladrillo, color humo de viejas locomotoras, color de obrero. “No trabajan, roban”, dijo otra voz, que se replicó en las calles.
Las gitanas, ataviadas de faldas largas muy coloridas, blusas de zaraza y pañoletas rojas, unas, amarillas, otras, comenzaron a pasearse por el barrio, de casa en casa, ofreciendo sus servicios adivinatorios. Esa actitud les gustaba a las señoras, que, sin embargo, las observaban con aire desconfiado. “Cuidado, nos pueden robar”, insistían, pero su voluntad y sus prevenciones eran insuficientes ante las ganas sin contención de saber el futuro.
Muchas señoras abrían sus manos para conocer el porvenir, pero antes se despojaban de anillos y otras alhajas. Los gitanos permanecían alrededor de las tiendas de lona y a veces cantaban canciones en germanía.
El paisaje del barrio se mezcló de colores. Los de los textileros, convocados por las sirenas de la fábrica, vestidos de overoles azules. Los del ferrocarril, con uniformes caqui, y los de la gitanería, que traían colores nuevos.
Los más contentos con el insospechado arribo de los gitanos eran los niños, que confundían las carpas con un circo, y a las gitanas con brujas de cuentos infantiles. También los señores se alborotaban con la presencia de aquellas damas exóticas, con ajorcas doradas y collares de bisutería resplandeciente.
Dos meses después, las mangas amanecieron despejadas, la hierba se había secado y por el barrio se expandió un grito colectivo, no se supo si de pesar o alegría: “¡Se fueron los gitanos!”. Manchester volvió a ser el mismo, con su olor a sudor de obreros, sus paredes anaranjadas y con los trenes que, con sus pitos, parecían llorar la ausencia de los gitanos.