Por: Reinaldo Spitaletta
1. La agitada vida de un escritor
No hay ningún descubrimiento si digo que en tiempos de la aventurera adolescencia, en la que había fútbol y calle y charcos y cine, además de estudio en liceos, los escritores que nos llegaron para abrirnos la imaginación y las ganas de saber más, eran Poe, Verne, Salgari, Hesse, Edgar Rice Burroughs y uno que otro de aquellos que escribían westerns, como Marcial Lafuente Estefanía y Zane Grey. Sin embargo, con ellos, y en un lugar especial, estaba Jack London.
En un tiempo en que tenía mal recuerdo de perros bellanitas (uno, negro y lanudo, se llamaba Júpiter), que me habían mordido mientras corría por las calles de barrios como El Carmelo y Pénjamo, London nos introdujo en un mundo en que los canes, salvajes unos, domesticados, otros, eran parte de un universo literario que atravesaba la congelada Alaska o que, en otras latitudes, navegaba por los Mares del Sur y por la isla de Hawái. Cómo no decir que un impacto entre triste y maravillado era el que causaba la lectura de La llamada de la selva (me parece que debía ser El llamado de lo salvaje), sobre Buck, una mezcla de San Bernardo y de pastora escocesa, que tuvo un descomunal infortunio: tras estar muy contento en el valle de Santa Clara y en el mismo momento en que, en 1897, en la oscuridad del Ártico, unos hombres encontraron oro, la vida del perro cambiaría de modo radical.
No sé, digo, si London sea un escritor para adolescentes. Que no es, ni más faltaba, ningún pecado ni minusvalía. Me parece que, en muchos de sus cuentos y novelas, está tan bien retratada la condición humana, y las maneras de trascender los cambios repentinos de las acciones, que podría decir que es para todas las edades. Y sus aventuras, las diversas peripecias que introduce en su narrativa, con un hondo conocimiento de la geografía, los climas, las corrientes, el frío, los animales, como que además London es un escritor del siglo de la biología y el desarrollo de múltiples ciencias y disciplinas, el XIX, lo ubican en el pedestal de los que sabían de la naturaleza y del hombre. Conocía las teorías de Darwin y había leído, para desventura de patrones y esclavistas, el Manifiesto Comunista de Marx y Engels, publicado en 1848, además de la filosofía de Nietzsche y Herbert Spencer.
No sé, vuelvo a decir, si London sea, como se ha escuchado en oscuros círculos, un “escritor menor”. O es que, por haber sido uno de los primeros bestseller del entonces joven siglo XX, y además, por haber sido un socialista, un defensor de los derechos de los trabajadores, haya caído en desgracia de un sistema que no admite disidencias y ve con ojos de inquisición a los que luchan por la igualdad, la fraternidad y la riqueza para todos. Creo que era, por encima de todo, un escritor. Un hombre que hizo de su vida una novela. Un sujeto de acción. Con el conocimiento del mundo alimentó sus ficciones y cultivó su magín.
Entre sus escritos agitacionales y de carácter social, London se refirió a los vagabundos, a los esquiroles, a la guerra de clases y la necesidad de la revolución. Una de sus proclamas tuvo que ver con la obra La Jungla, de Upton Sinclair, una novela de denuncia sobre las horrendas condiciones de los trabajadores de Chicago: “Este es un libro que verdaderamente merece ser leído, un libro que puede quedar como un trozo de historia, al mismo nivel que la Cabaña del tío Tom… Es una Cabaña del tío Tom de los esclavos del salario”, escribió London.
Es probable que Colmillo blanco, en toda su belleza, sea una obra para jóvenes. O literatura de iniciación, que también le dicen. Lo que sí es más acertado es que estas obras citadas son para descubrirlas en la tierna juventud, lo que no sucedería, me parece, con El vagabundo de las estrellas, la historia de Darrell Standing, un condenado a muerte en una prisión californiana, que, a punta de imaginación y teorías sobre la reencarnación, es capaz de volar por encima de la prisión y viajar a otros ámbitos. El libro es un alegato de alcurnia contra la pena de muerte.
London, cronista y escritor, era hijo de un periodista y astrólogo ambulante y pendenciero que siempre renegó de él. Cuando nació, en 1876, en San Francisco, su mamá (Flora Wellman), una espiritista hipocondriaca, abandonó al marido, que quién sabe qué clase de comportamientos destilaba, y más tarde se juntó en nupcias con un droguero de Oakland, de nombre John London, del cual el muchacho asumió el apellido con el que firmaría sus obras. A los quince años, Jack dejó la casa paterna y se enroló en un barco. Después sería soldado, estibador, marinero en un viaje a Japón, Corea y Siberia, buscador de oro en Alaska, pescador de ostras, empacador de conserverías, contrabandista, cazador de focas y, a los diecinueve años, militante socialista, de buena oratoria y agitador callejero.
En un momento en el que decidió convertirse en escritor, inició lecturas de Kipling, Sinclair Lewis, Upton Sinclair, Mark Twain y otros autores, además de leer crónicas periodísticas, de las cuales extraería varios de sus argumentos literarios. Y en su corta vida, apenas cuarenta años, logró la escritura de cincuenta títulos, entre ellos la obra autobiográfica Martín Edén(1909), que concibió y plasmó en su yate The Snark. Su existencia agitada, le alcanzó además para tomar miles de fotografías, beber hasta el delirio y ser en su tiempo el escritor mejor pagado, tanto en literatura como en periodismo.
Le rindió el tiempo a London. No es de poca monta escribir diecinueve novelas, dieciocho colecciones de cuentos y artículos, tres dramas, además de varios libros autobiográficos.
Como a otros escritores norteamericanos, de antes y después de él (como Hemingway, Dos Passos, Mailer, Joyce Carol Oates…), el boxeo le parecía un tema literario de abolengo. Cubrió combates y, en la ficción, dejó su Knock Out: tres historias de boxeo (Un buen bistec, El mexicano y El combate). Era, no hay duda, un creador disciplinado, que escribía más de seis horas al día, aunque estuviera bajo una tormenta o borracho.
2. Cara de luna
London, ensayista, cronista, novelista, también dejó cuentos de antología, entre los que está Cara de luna, que, en parte, y lejanamente, se me parece a La vendetta, de Maupassant, en el que la mamá de un hombre muerto a traición diseña una venganza mediante una perra como asesina. Y, hacia adelante, a otro que el norteamericano no conoció, en cierta tonalidad de El jorobadito, de Roberto Arlt. Bueno, son pareceres y especulaciones. Lo importante es que, en un cuento, como el mencionado del inquieto escritor californiano, hay una exploración de cómo alguien le pueden entrar las ganas de matar porque sí, o porque determinado sujeto le “cae gordo”, porque no se lo aguanta, como acaece, digamos, en algún relato de Edgar Allan Poe.
Comienza con la descripción de una fisonomía en la que, en esencia, la cara de la víctima, del que no sabe que por su aspecto lo van a asesinar, es todo un trasunto de luna llena. El otro, el que se convertirá en victimario, odia a aquel que será presa de su animadversión extraña y caprichosa, de una “antipatía instintiva”. De esa que surge a poca distancia, a simple vista. Y que no tiene explicación racional. Aunque, de a poquitos, como si contara gotas, va exponiendo motivos el narrador, en primera persona.
Le incomodaba, casi hasta el asco y la desesperación, que el otro fuera un optimista, risueño, alguien que todo lo encontraba bien, así no más. Le incomodaba la risa de Juan Claverhouse, así era el nombre, lo sacaba del planeta: “aquella risa, me irritaba, me enloquecía, me ponía furioso, fuera de mí…”. Sí, le parecía, según dice, una risa estentórea, gargantuana, homérica. Una manera fastidiosa, una muestra de lo inaguantable, de lo que no se resiste.
El de la cara de luna y la risa insoportable tenía un perro, Marte, mezcla de mastín y galgo, un amigo inseparable de su dueño. Y el otro, el enemigo gratuito, le dio estricnina al pobre animal. Pero la risa de Juan continuó, y su visión optimista de las cosas. Nada cambió. Excepto su cara que, según el narrador, se parecía cada vez más a la luna llena.
Y como si fuera poco lo del envenenamiento del perro, le incendió trojes y granero. La risita, sin embargo, continuó. Qué hacer entonces, cómo deshacerse de esa cara lunática, de esa manera de ser del vecino, que ni siquiera respondía a los insultos que el narrador le hacía para ver si lo sacaba de casillas. Los planes funestos, traicioneros, malhadados, continuaron. El otro seguía imperturbable. Qué manera de ir tejiendo la tensión, de ir subiendo la intensidad del cuento. ¿Cómo acabar con un tipo cuya cara se parece a la luna llena y que ningún desastre parece alterarlo?
Y ahí, en ese punto, aparecerá una perrita de nombre Belona (como la diosa de la guerra, la esposa de Marte) y el asesinato, que nunca lo parecerá, comienza a urdirse de un modo en la que la inteligencia bien pudiera usarse para asuntos menos tenebrosos. Un cuento, como otros del autor de El pagano y La hoguera, con las palabras y las caracterizaciones medidas, con una capacidad para arrastrar al lector, para conmoverlo y llevarlo a reflexiones sobre la vida, la muerte y, en particular, sobre el crimen, pone en alto el talento de London.
No es fácil destacarse tanto en narraciones de largo aliento como en las de brevedades. London lo consigue en ambos territorios. Dejó cuentos y novelas para la posteridad.
London, el de los perros y los lobos, el de las nieves perpetuas, el conocedor del rio Yukón, el socialista y el todero, se murió una noche de noviembre tras calcular las dosis de morfina y atropina que lo llevaran hasta los lugares donde en átomos quedó para siempre el hombre de la cara de luna llena.
Al conocer el trágico final de London, declaró su amigo y también escritor Upton Sinclair: “Fue el verdadero rey de nuestros narradores de cuento, la estrella más brillante que pasó por nuestro cielo. Nos trajo la ofrenda más grande de genio y cerebro y es penosa la historia de lo que los Estados Unidos le hicieron”.
(En el centenario de la muerte de un venturoso imaginador, noviembre 22 de 2016)