Por: Gonzalo Márquez C./ Tomado de “Con-fabulación”/ Bogotá.
Quien se aproxima a su universo artístico advierte en primera instancia a una horda de viajeros cósmicos que ha decidido eternizarse en sus bronces, pero apartándose del imaginario alienígena, confronta a una legión de torturados y perseguidos, y a las víctimas de la incomunicación y del silencio.
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Sus creaciones podrían emanar del porvenir sideral pero más exactamente son la prueba de un tiempo fuente —perdido en la bruma de nuestro pasado—, perseguido a merced de los artilugios de la ensoñación: ejercicio que nos lega el prodigioso regreso a la infancia de la imagen, y claro, a la alborada de los ritos.
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El artista propende sin esperanza por el retorno del diálogo cósmico, sus imágenes están provistas de un mutismo insondable y aunque a veces ostentan enigmáticos mensajes tatuados en su piel en una lengua aún no inventada, siempre —en forma estremecedora—, tienen la certidumbre de que la urgente respuesta nunca se producirá.
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La ilusión del movimiento alienta sus imperturbables creaciones de bronce: al abrir las puertas de sus pechos una caligrafía secreta nos sugiere una comunicación astral, al girar las ruedas que asisten sus piernas aprendemos que el desplazamiento es un espejismo, al presenciar la piel de un torso se evidencia una germinación vegetal, y casi siempre es fácil advertir el cruento itinerario que conduce a estas invenciones metálicas a la forma de una obsesión.
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No es lo arcaico lo que el escultor intenta plasmar como lo ha dicho reiteradamente la crítica, sino el sobresalto inaugural. No es lo antiguo sino la primera eclosión manifiesta… Pues de existir una profecía del origen —un augurio del primer latido, un vaticinio hacia atrás—, tendríamos que acudir a estas visiones escultóricas si pretendiésemos elucidarla.
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Con frecuencia sorprendemos a sus seres antropomorfos en una mutación a pájaros o a creaturas bebedoras de luz, y en singulares ocasiones vemos numerosas ramas aflorando de sus cuerpos, pues la obra de Amaral es la apología de una metamorfosis inconclusa, es la proyección del ser hacia su límite, a veces provocada por impulsos aciagos y otras por la perseverancia interior, por el colosal intento de alcanzar una trascendencia galáctica.
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La creación, propuesta en esta obra como un retorno a la intemperie existencial, lega a su demiurgo la facultad de viajar al origen del horror, como lo corrobora en Siete sombras, su más reciente congregación de bellas creaturas oriundas del país del estremecimiento.