Por: Álvaro Mata Guillé*
De marzo del 79
Cansado de todos los que llegan con palabras, palabras,
pero no lenguaje,
Parto hacia la isla cubierta de nieve.
Lo salvaje no tiene palabras.
¡Las páginas no escritas se ensanchan en todas direcciones!
Me encuentro con huellas de pezuñas de corzo en la nieve.
Lenguaje, pero no palabras.
(Thomas Tranströmer)
Eugenio Barba, director del OdinTeatret, escribía en uno de sus libros, que cuando las cosas perdían sentido o dudaba de ellas, echaba una mirada al pasado regresando a sus orígenes, para así palpar de nuevo la inquietud que le agitaba, volviendo a las sensaciones, que ligadas a la extrañeza o la incertidumbre que padecemos todos, alimentaron la fuerza vital de sus búsquedas, reencontrándose (como a veces lo hace el teatro, la poesía o la danza y logran convertirse en un lugar de comunión) consigo mismo –con lo otro, con su voz, con su rostro–y de esa manera confrontar el presente, variar su color, escuchar el timbre de otros ecos o escudriñar más allá de las palabras, dejando atrás lo nebuloso, lo absurdo, el vacío.
En estas circunstancias, en las que incomoda pensar, la ironía o alejarse del sentimentalismo puritano de lo políticamente correcto, la decadencia de la idea del alma (de persona), su vaciamiento, se corresponde también a la decadencia y vaciamiento de los derechos individuales
Así también ocurre con la convivencia social, los sistemas políticos o las culturas cuando se anquilosan o mueren, cuando se transparenta el lenguaje, se empobrecen los referentes o los significados y nos embarga el absurdo, lo nebuloso, el vacío; cuando al decir “democracia” “patria” o “libertad”; “amor”, “ética” o “progreso”; “lo verdadero”, “lo trascendente”, “poeta, poesía, el que piensa, el artista”, ya no se evoca una historia o un contenido, no nos vinculan a una relación, a un sentir o una imagen, tampoco nos llevan a reencontrarnos con nosotros mismos o con el entorno, evocándose con ellas, en el ahora de la cultura de la trivialidad y el individualismo acérrimo, que borra vínculos y orígenes, cadáveres y fantasmas, que enuncian el cansancio del lenguaje, nuestro cansancio imbuido de muchas palabras que nada dicen y convierten todo en lo mismo, en productos, en cosas, en ruido, en consumo, vaciándose las bases de la cultura y la persona, los estamentos que han alimentado el acto de crear –la danza, el teatro, la poesía cuando lo son–, corrompiéndose –borrándose– el vínculo entre lo primario y la pregunta, entre el instinto, la imagen y el lenguaje, entre nosotros buscándonos a nosotros intentando saber lo que no sabemos ante el abismo, ante el misterio, ante nuestro tránsito.
En estas circunstancias, en las que incomoda pensar, la ironía o alejarse del sentimentalismo puritano de lo políticamente correcto, la decadencia de la idea del alma (de persona), su vaciamiento, se corresponde también a la decadencia y vaciamiento de los derechos individuales, que nacen precisamente al reconocerse nuestra condición existencial, en la posibilidad que tenemos de sentirnos y sabernos distintos, que nuestra particularidad pueda no sólo expresarse, sino que pueda ser, siendo ahí, en esa condición de la especie humana, lo que hace que cada individuo sea un individuo.
Estrechamente ligado a la libertad de expresar está asumir que no hay verdades únicas ni eternas, que no hay una sola realidad ni una sola lectura, que no hay una sola voz, sino muchas, siendo el sentido crítico, la ironía o el disentir, prácticas esenciales ineludibles de cualquier sistema llamado plural
Los derechos individuales, como lo es la libertad de expresión, están vinculados orgánicamente al cuerpo sensible, a los símbolos o imágenes que emanan de nosotros, puesto que en ellos yace la posibilidad, que cada quien tiene, de poder ser como quiera a partir de sí mismo, de lo que siente y vive: de sus gustos, de su visión de mundo, de sus querencias o su percepción. Estrechamente ligado a la libertad de expresar está asumir que no hay verdades únicas ni eternas, que no hay una sola realidad ni una sola lectura, que no hay una sola voz, sino muchas, siendo el sentido crítico, la ironía o el disentir, prácticas esenciales ineludibles de cualquier sistema llamado plural, por lo tanto, es imposible que la libertad de expresión (de decir) caiga bien al dogmático, al engreído o al tirano, al que impone una visión totalizante o al corrupto; pero hay que decirlo también, la ironía, decir no o disentir, no cae bien tampoco al totalitarismo sentimental de lo políticamente correcto, a la banalización y la frivolidad que impide la pregunta, el ardor, el sonrojo, el pensar distinto, adormeciendo nuestras entrañas, adormeciendo lo sensible, derruyendo lo humano, mutilando lo extraño.
Volver al origen, recobrar los vínculos e ir más allá de las palabras, implica un volver, como lo hace la poesía o el teatro; un regreso que es imposible si el origen se borra, si las huellas no existen, si la nebulosa es la norma, lo pueril y la risa idiota el estatuto. La conclusión es simple: de las sombras solo emergen sombras.
Foto de este artículo: Ileana Bolívar R.
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*ÁLVARO MATA GUILLÉ.
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