Por: Juan Silva S.
No era un escritor. Era un dependiente, un burócrata. Trabajaba en silencio, obedecía ciegamente las órdenes de un anónimo Jefe Supremo, de un Superior – cualquier Dios, Ley, Sociedad, Naturaleza; no era un escritor –pero escribía fielmente, todas las noches, al llegar a casa, se descargaba de la Cárcel que lo embargaba diariamente.
Sabía que no debería dejar ver lo que escribía (la pesadilla de todos los días, la de todos) porque lo tomarían a mal, sería leído, -en el mejor de los casos- como a un loco y, en el peor, como una crítica a la sociedad (tal vez, esto último, era lo más acertado).
-Tal vez alguien lo entendería, pero en el futuro, en otra época cualquiera, en un mundo más abierto quizá.
No le importaban la fama o el prestigio, y aún menos, el dinero. Vivía en el imperio austrohúngaro y en Checoslovaquia,- la dura y de hierro Checoslovaquia.
Se sentía un cucarrón, un insecto, un pobre hombre ante la ley, minúsculo ante el gigantismo creciente del orden social.
Sabía que si lo descubrían, no lo iban a premiar precisamente.
Cauto, inteligente, Kafka encomendó a su amigo Max Brod, la quema de todos sus escritos.