La pregunta por el Tiempo

Sobre Monólogo del necio (2015) de Jorge Boccanera

Monólogo del necio del poeta argentino Jorge Boccanera (Bahía Blanca, 1952) es efectivamente la poesía de un “necio” en el sentido de que es la obra de un “terco y porfiado en lo que hace o dice”. Su estilo lúdico, plástico e irónico vuelve a ponerlo sobre la mesa; al igual que la esencia temática que lo identifica: la poesía misma, la memoria, la muerte, el tango y el tiempo.
Sin embargo, Monólogo del necio, libro de escasos 49 poemas y que se fermentó durante siete años, es un libro diferente dentro de la extensa producción de Boccanera, pues hace un giro atenuado en su atmósfera, su espacio anímico y sus imágenes. Aspectos que cobran visibilidad gracias a las cinco secciones en las que está dividido el libro: “Ojos de la palabra”, “La espera”, “Lluvia negra”, “Moribundaje” y “6 canciones”.
Uno de los libros más destacados de Boccanera es Sordomuda (Costa Rica, 1991), donde el tema central es la poesía, el poema y el poeta, en ese camino se ancla la sección “Ojos de la palabra”, donde se ubica el poema que da título al libro y donde aparece el reiterado cuestionamiento, la duda, la pregunta:
¿Quién escribe? El hambre. La voracidad escarba,
agita un esperpento con los ojos vacíos. No hay letra,
hay dentellada. Lo que repuja y muerde.
Feroz el escribir: cada tecla un muñón, clavo
que raya el muslo del silencio.
¿Quién responde? Una voz corroída. Punta
de un corazón mellado que va sobre su presa
respirando preguntas.
Eso se come. Gula del vacío. (Pág. 9)
Es una sección, donde se despliega toda la capacidad de Boccanera para hacer un ars poética a través de metáforas y metonimias de gran originalidad. Su estilo está lleno de insinuación, en el sentido que no menciona el objeto, teje una espiral de referencias que obliga al lector a releer los poemas para descubrir el sentido oculto, allí radica una de las raíces centrales de su estilo. Hoy cuando existe mucha poesía que tiende al decir simple y casi literal de la realidad –como si el lector fuera manco de imaginación y deducción– toma tamaño el espesor semántico y simbólico de obras como la de Boccanera. Ejemplos que ilustran lo anterior, en el poema “Fibras”, donde el poema –ser viviente y asustadizo– se configura en un referente animal: “Asomará el venado si el que escribe mete las manos en el tiempo y roe, lo muerde, lo desgasta, lo adelgaza, lo vuelve tegumento, membrana” (Pág. 20).
En ese camino, el poema “Fugas” denuncia una época de crisis del poeta, donde la poesía le fue esquiva y difícil, a diferencia de maestros que hacen artesanía –repetición y calco de un estilo que les ha dado resultado– a Boccanera se le hace cada vez más ardua la pelea contra el misterio, pues su objetivo último es la sorpresa y la novedad, el poema dice: “Hay una inspiración de vacas flacas en corrales de oro, / pálidas en su fiera vergüenza de haber sido./ Llevan un buitre sobre el lomo./ Vuelven de una guerra perdida” (Pág. 11). Otro poema que llama especialmente la atención es “Afanes del poeta”, dedicado a Óscar Hahn, donde dibuja a través de un acto cotidiano la carpintería de la palabra:
Paso el peine,
quito las hojas secas, lo ampuloso,
el oropel y el loro,
los piojos del decir.
¿Me salvé por un pelo?
¿Hubo un pelo en la sopa?
Otra vez paso el peine, es un peine muy fino,
quito la carambada,
las enumeraciones de la trenza, lo brumoso
y sus rulos. (Pág. 7)
La segunda sección del libro, “La espera”, es a mi juicio la más conmovedora, dramática y vital, construye una poética del no olvido, teje Memoria a través del arte y dice con honestidad “Con hilitos de sangre voy a coser/ cada palabra rota” (Pág. 33). El epígrafe que da comienzo a la sección avisa el tema, el destinatario y por quién doblan las campanas: “¿Alguien se detiene a pensar en los 33 años que llevan las madres, abuelas y familiares de esta tortura infinita de no saber?”, Chicha Mariani, Abuela de Plaza de Mayo. El primer poema titulado “Apagones” ya da cuenta de la crudeza, el papel que juega el tiempo, y pone de manifiesto el mundo de oscuridad, pesadilla y vacío de una época:
Apagones, pantanos. Me despierto empujando
cifras de la catástrofe, puertas cerradas, animales de
pelambre espesa.
Me levanto empuñando horas vacías, soles cuadrados,
muebles viejos. Lo mío es empujar
los troncos desmayados a mitad del decir,
los caracoles de la desmesura. 
En un mundo de cosas,
al día hay que empujarlo como a un hogar en ruinas.
Apagón, pesadillas
que viven debajo del vendaje
y voces engrilladas a la pata de un barco.
Me acuesto tras ordenar el hielo
y despierto empujando
las altas torres de osamenta y furia. (Pág. 29)
Boccanera –poeta que vivió en México y que padeció junto a otros latinoamericanos el exilio– comprende los rigores de la distancia y el silencio. Desde su país sigue sin dar respiro, no se resigna a soltar el animal del Pasado. Tal como le enseñó su maestro, Juan Gelman, no deja de mirar los ojos de la bestia de la indiferencia, se pone en los zapatos de miles de familias y compatriotas que vivieron durante la última dictadura cívico-militar argentina la incertidumbre, la desesperación, el goteo inclemente de la espera. En el poema dedicado al autor de “Gotan” de nuevo la pregunta clava los dientes:
Un vacío-recodo donde el ansia se crispa.
Toda una vida, ¿prólogo de la muerte?
Toda la muerte, ¿insistencias de vida?
La espera es mano de obra esclava.
(…)
Crudos son los trabajos del mientras tanto. (Pág. 31).
Una de las tantas vetas de la poesía argentina se caracteriza desde sus orígenes por su trasfondo crítico e ideológico, en saltos desordenados recordemos de Hilario Ascasubi su poema “La refalosa” (En Poesías, 1853), donde un hombre patina en su propia sangre o de José Hernández “El gaucho Martín Fierro” (1872). Durante la dictadura del 76 se silenciaron las voces, entre tantos, de Francisco Urondo, Miguel Ángel Bustos, Roberto J. Santoro. Más cerca en el tiempo, se recuerda a Néstor Perlongher, Alberto Szpumberg y Juan Gelman. La poesía de Boccanera no se desprende de ese hilo, y sus poemas dan cuenta de que sí es posible ser crítico a través de la poesía sin llegar a ser panfletario, facilista y vacío.
Ejemplo de lo anteriormente planteado es el poema “Ronda de la sola”, que llama la atención que no haya pertenecido a la sección “La espera”, y que recrea el martirio de Olga Aredez, la Madre que por años caminó en soledad todos los jueves alrededor de la plaza de Ledesma, en Jujuy, con un pañuelo blanco en la cabeza y un cartel denunciando los desaparecidos del pueblo en el marco de la dictadura del 76. El poema donde priman las estrofas de tres versos cortos, en la mitad de repente se quiebra para llegar a este emotivo instante:
En la calle de tierra una madre se alza
contra el viento a mansalva.
La mujer de la ronda
y la gota de sangre que en la esquina la aguarda.
lleva un nido de cruces empollando en la espera:
“Yo solita y mi alma”. (Pág. 80).
La poesía del autor de Polvo para morder (1986) lee el presente con desconfianza, está salpicada de voces y en su trasfondo siempre se está hablando de un “otro”. Sabe, como Rimbaud, que “Yo es otro”. De allí las reiteradas preguntas que supura Monólogo del necio, las cuales reclama un lector que dude, que se inquiete, que “reflexione”, que se pare en el centro del tablero de ajedrez. No es una poesía que muestra pasivamente el paisaje, es un cuadro escénico, lejos del “monólogo”, que es íntimo e introspectivo, a pesar del título, más bien para ubicarse en el “drama”, que es tenso e incómodo. Es una poesía que no deja intacto al espectador, lo hace partícipe con su mueca de horror y a la vez de asombro ante belleza. Es una poesía que dice que el silencio no es salud.

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