Por: Edgar Collazos* / Bogotá. Es una novela de piratería, de las mejores, y como tal hay que leerla. También como novela de aventuras en estas tierras, en época de pillaje y libertad, cuando todo se estremeció para volver a fundar un continente imaginado, esta vez como liberación: la tarea de la independencia con armas e ideas. Si en 1492 volvió América a ser fundada por el Imperio Español sobre el despojo y la gran mortandad de espléndidas civilizaciones, con la independencia se vuelve a fundar el continente con una guerra atroz, a muerte, con un desangre de energías y vidas humanas, además de bienes y viviendas. Como un pacto doloroso que chorrea sangre por doquier, la independencia de España fue una hoguera donde se fermentó la idea de libertad como sustancia en toda la sociedad, irrenunciable y defendida a dentelladas de los ataques de los expropiadores. Desde entonces, y para siempre, el imaginario de la independencia será el de la libertad, y con ello la República y sus pretensiones democráticas. Para, de nuevo y siempre, ser trampeada como la lucha secular entre el bien y el mal en que los malos ganan y los buenos son vencidos y humillados en el olvido. En estos territorios de la libertad, que son los de la independencia, están los piratas, y de los peores, que existieron como historia y leyenda. No solo está Luis Aury, quien luchó a favor de Bolívar y este lo repudió. Fueron legión, en un capítulo tardío de la historia fantástica de la piratería, como un epílogo a las hazañas de corsarios, bucaneros y filibusteros doscientos años antes. Estuvieron acompañados de aventureros, contrabandistas, sacerdotes sacrílegos, héroes de las guerras europeas, buscadores y jugadores; de su cortejo popular de gentes de toda condición, donde las putas y las mujeres son sujeto colectivo con sus historias propias; de sus cronistas piratas, como Buck Dampiere; de sus alquimistas y científicos.
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