Jorge Consuegra
Por: Pablo Di Marco / Especial para Libros & Letras / Buenos Aires, Argentina.
Acompáñeme, querido lector, quiero mostrarle algo. Por acá, sí. Corra el velo que tiene delante, así, muy bien. Pase, aquí lo tiene. ¿Quiere saber de qué trata todo esto? Sea paciente, permítame contarle. Como usted notará, estamos en una oficina de correos atiborrada de gente, como toda oficina de correos que se precie. ¿De qué país? De México. ¿Qué me dice, querido lector? ¿Que no estamos en la actualidad? Está usted en lo cierto, nos encontramos en el año 1967, principios de 1967, para ser más exactos. Como usted bien notará, los hombres visten de traje y corbata, y no hay teléfonos celulares ni acondicionadores de aire. Las aspas de los ventiladores de techo apenas logran desparramar alguna que otra brisa tibia. Sígame, lector, venga conmigo que quiero mostrarle a alguien en particular. No se preocupe, ellos no pueden vernos, somos casi invisibles. Acá estamos mejor ubicados. Centre su atención en el hombre de saco marrón de la tercera fila de asientos. No, ese no, me refiero al de bigotes, el que sostiene un paquete sobre los muslos. Sí, ese mismo. Ese hombre es escritor. Escritor y periodista. Tiene cuarenta años y… ¿Cómo? ¿Qué por qué le hago perder el tiempo espiando a un pobre infeliz? Por favor, lector, acompáñeme unos minutos más, apenas eso. Se lo ruego. Ya sé que no pareciera muy significativo visitar una oficina de correos de medio siglo atrás, pero le aseguro que lo que le mostraré será de veras interesante. Como le venía diciendo, nuestro hombre está a pocos segundos de ser llamado por el empleado del puesto 2.
—¡El que sigue!
Se lo dije. El que sigue es él. Mire cómo se levanta de su asiento y se acerca al mostrador. ¿Qué quién es la mujer que lo acompaña? Ah, disculpe, olvidé decírselo. Es su esposa. Se llama Mercedes y le aseguro que, de no ser por ella, la vida del “pobre infeliz” no valdría nada. Venga, hagamos silencio y escuchemos.
—¿Qué quiere? —dice el empleado mientras el cliente apoya el paquete sobre el mostrador.
—Buenos días, quisiera hacer un envío con destino a Buenos Aires.
El empleado abre el paquete que contiene varios centenares de hojas escritas a máquina.
—¿Qué es esto?
—Una novela.
El empleado endereza por primera vez el cuello y le echa una rápida mirada al cliente. Después lee la primera página:
¿Qué le ocurre, querido lector? Le ha cambiado la cara de un segundo al otro. Sshh… haga silencio, sigamos escuchando:
—Le habrá llevado un tiempito escribir semejante mamotreto —dice el empleado, y recoge las hojas y se retira al fondo de la oficina.
El pobre infeliz, parado ante el mostrador, le asiente en silencio a la nada. Sí, “pobre infeliz”, querido lector. Es así como usted lo ha llamado y yo no soy nadie como para contradecirlo. Mientras tanto, su esposa no desprende su mirada de las páginas de la novela, que ahora hacen equilibrio sobre una vieja balanza. Ella sabe muy bien que ese “mamotreto” es lo único que los puede librar de las deudas y la incertidumbre de los últimos años. Claro que lo sabe, lo sabe muy bien, porque lo vio en las cartas. Y las cartas a ella nunca le han mentido. No importa el rechazo de la editorial de Barcelona, la novela debe llegar sí o sí a ese editor de Buenos Aires. Y una vez que eso suceda Cien años de soledad será colosal, y su marido se volverá, de un día al otro, en el mayor escritor del continente. Aunque nadie lo crea.
—Son ochenta y tres pesos —dice el empleado, de regreso.
El infeliz revisa sus bolsillos. Cuenta treinta, cuarenta, cincuenta… No tiene más que eso. La esposa revisa su cartera y suma algunas monedas. Entre los dos juntan cincuenta y tres pesos. El capital entero de la pareja son esos cincuenta y tres pesos.
—Ochenta y tres —repite con firmeza el empleado, como si la empresa de correos fuese su propiedad.
—¿No hay un servicio más económico?
El empleado niega y le devuelve el mamotreto con displicencia.
El infeliz se seca con la mano el cuello transpirado, la vergüenza le impide mirar a su esposa a la cara.
—Si no tiene como pagar el despacho háganse a un lado, que hay una larga fila de gente detrás de ustedes.
El infeliz levanta el paquete con ambas manos, la novela le pesa toneladas. Será otra vez, o será en otra vida. O quién sabe, tal vez alguien le preste los miserables treinta pesos que le hacen falta. Aunque… a él ya nadie le fiará una sola moneda. Es un hombre quebrado. Es posible que sus amigos tengan razón. Lo más conveniente sería abandonar la escritura y conseguirse un trabajo estable que le proporcione un sueldo fijo.
—Háganse a un lado. ¡Que pase el que sigue!
El infeliz comienza a retirarse cuando su esposa Mercedes lo detiene y le dice al empleado:
—La mitad.
—¿Dijo algo, señora? —pregunta el empleado.
—Dije que despacharemos la mitad —responde la mujer con firmeza mientras separa la novela en dos partes—. Tenga. ¿Ahora nos alcanzan los cincuenta y tres pesos?
Sí, querido lector. Los cincuenta y tres pesos fueron suficientes para enviar aquella mitad. Días después el editor de Buenos Aires pagó el envío de la otra parte, y la novela se publicó pocos meses después, en junio de 1967. En pocos días agotó una tirada de ocho mil ejemplares, y en pocas semanas agotó una segunda tirada de diez mil. Y, tal como las cartas se lo habían anticipado a Mercedes, Cien años de soledad fue colosal y Gabriel García Márquez… no es necesario que lo cuente, esa es una historia que ya todos conocemos. Ahora hagámonos a un lado que ya hemos visto suficiente. Retrocedamos en silencio y volvamos a correr el velo, que la historia no debe ser manoseada.
¿Una cerveza? Por supuesto, querido lector. Acepto, claro que acepto. Y no solo una, también aceptaré dos. Pero no brindaremos por el tal García Márquez —que ya ha recibido demasiados homenajes— sino por la historia. No por la historia que nos ofrecen los titulares de los diarios sino por la otra, la que se desliza de cuando en cuando ante nuestros propios ojos y no siempre vemos. Esa pequeña historia que carga consigo cada pobre infeliz que toma un café en soledad, llora en silencio en el último asiento de un colectivo, o despacha con las monedas justas un paquete por correo. Y también brindaremos por Mercedes. Por supuesto que también brindaremos por Mercedes. Usted y yo sabemos bien por qué.
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Que este pequeño relato sea mi homenaje no solo a los cincuenta años de la publicación de Cien años de soledad, sino también a cada escritor que le dedica años de su vida a la escritura de un libro que tal vez nadie leerá. Y, por supuesto, a las “Mercedes” que acompañan y sufren junto a cada uno de esos escritores.
* Pablo Hernán Di Marco.
Autor de las novelas Las horas derramadas (ganadora del XXI Certamen Literario Ategua 2010, España), Tríptico del desamparo (ganadora de la I Bienal Internacional de Novela «José Eustasio Rivera» 2012, Colombia), y Espiral (finalista del XIX Premio de Novela Ciudad de Badajoz 2015, España). Desde Buenos Aires trabaja vía Internet en la corrección de estilo de cuentos y novelas.
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