Por: Luz Mary Giraldo*
Se impone el cultivo de la memoria en este sugestivo libro de poemas del italiano Alessio Brandolini (Frascati, 1958), publicado en el 2007 en su país y en su lengua, y en edición bilingüe en el 2015 con traducción de Martha L. Canfield como Mapas colombianos (Caza de Libros, colección Torreones, 170 páginas), en Colombia, el país que hizo posible su gestación. Como dice el epígrafe, estas 170 páginas se busca trazar la experiencia vital y la de los otros con los gestos, la música y la voz propia y ajena que se encuentra y descubreante el paisaje y en resonancia con la vivencia que se vuelve mapa, ruta, viaje, recorrido por la vida y los tesoros que ésta entraña. Bitácora de paisajes de la memoria que resuenan en la interioridad. Lo vivido se trasciende en el poema como acto sagrado. De ahí que resulte un proceso de iniciación y de renacimiento.
Así la vida se presenta encendida, semejante a las llamas del amor que fluye y acompasa e invita a salir de sí mismo —casa solitaria o en ruinas—, para aprender otra forma, otra razón de ser y de sentir. Y si en ocasiones acude a los orígenes particulares y los confronta con los de culturas ajenas, se reviven y cotejan intensidad de vivencias, delirios de la fantasía y evanescencias de los sueños, haciendo que pasado y presente se encuentren y dialoguen entre sí, de la misma manera que lo real y lo imaginado se comuniquen para complementarse. Es el profundo movimiento de un yo lírico enfrentado a la vez a la realidad y al misterio y en estado de fascinación y elevación.
Resuenan los cuerpos deseados y los territorios recorridos: la exuberancia de la vegetación, la realidad selvática, el clima, las atmósferas y las emociones, calles, museos, casas, personas, escenarios y escenas; como quien cumple una cita con la vida que al hacerse plena encuentra analogías de su potencialidad en los colores de junio, el más bello de los meses, como dice en uno de los poemas, evoca esa estación donde la vida comienza y se prepara para hacer su travesía. Y como signo de urgencia, la necesidad de la palabra para fijar el recorrido que interioriza paisajes de la memoria. Se trata, sí, de dibujar todo lo esencial de lo visto y lo vivido, de hacerlo paisaje íntimo y profundo, morada interior, mapa secreto, nuevo cuerpo para los mapas que también definen a ese yo poético que cincela y graba: “En la corteza / más dura del cuerpo / grabo todos los nombres / de las plantas y las flores”.
Si bien son poemas de viaje, travesías, miradas extasiadas, el viajero aquí es alguien que al vivir con fascinación lo observado y encontrado semeja al místico ante la revelación del prodigio y el descubrimiento. Pero también es, hay que subrayarlo, la visión del poeta que como arqueólogo va en búsqueda de un tesoro escondido. Místico y arqueólogo se aúnan al viajero que sale de casa para vivir, y regresa a ella para volver a pasar por el corazón –tal como definimos el recuerdo-, al hacer que la memoria plasme en palabras lo que los nichos de ésta guardan. Se trata de estar en y con “la mirada del tiempo”, más que con la del espacio, aunque por momentos y como instantáneas, se impongan los objetos y los ámbitos que los ocupan.
La voz del poeta que conoce la tierra, que la ha amado y recorrido en uno de sus libros, asume en éste la travesía iniciando en ese mes” cuando la infancia te la encuentras por la calle” y cuando “empieza el viaje / en el ansia de la luz/ en la obstinada excavación / de un mapa secreto”. Mientras avanza de lugar en lugar entre calles y selvas, vegetación y atmósferas, monumentos e individuos, vuela sobre el océano “en una noche más larga / y más oscura que de costumbre”, hace estaciones en el sueño y en el delirio del amor con “la necesidad de un fluir/discreto de caricias”, y converge en la vigilia donde puede caminar “con los árboles en los pies / mientras de las piedras se ve salir la lluvia”. El proceso poético muestra un recorrido discontinuo que alterna lugares y momentos, circunstancias y evocaciones, emociones y sensaciones. Se trata, como bien dice el poeta colombiano Armando Romero en el prólogo, de una poesía “sembrada en la tierra, y más que árbol busca ser raíz”; del gozo del poeta y de su poesía que se disuelve en el paisaje.
“El exilio puede transformarse en sueño”, dice la voz de este poeta viajero que deja “atrás/ el silencio polvoriento / de la casa abandonada” y al entrar en comunión con la tierra encuentra calma y alegría en cada situación, en cada hecho y con cada objeto. Y allí mismo convoca el amor que “levanta vuelo” mientras rápido se deshacen “todos los nudos del cuerpo” y da con el deseo intenso que abraza y sin piedad sofoca. Es la voz del extranjero que sintiéndose arraigado en esas tierras se sabe y siente indio que sostiene la futura memoria. De ahí la presencia de algunos arquetipos en estos versos, cuando nombra el aquí y el allá de los antepasados: América y sus mitos y los vestigios de la violencia en la destrucción por el descubrimiento, la conquista y colonización, similares a los rasgos del caos de las violencias más recientes. Y si el mar está primero, como en la palabra sagrada de la creación de los Kogi, después se hará la luz para contar nuevas historias: se está ante costumbres arcanas de la América, enroscado como los fósiles ante chamanes e indios traspasados “por católicas cruces”, o frente a los nichos ancestrales de Roma, “de los árboles y de la tierra que sufre / de mi padre y del duro trabajo que hace”.
Las ciudades, los lugares, los escenarios, Bogotá, Medellín, Tunja, Villa de Leyva, las calles de la Candelaria, los personajes y lugares emblemáticos se detienen ante la mirada del poeta que observa cómo “en el cielo de cristal / se persiguen los pájaros (…) afina la mirada / de las estatuas de piedra / tan altas y potentes / desde hace siglos / desde siempre clavadas en la tierra”. Y como en Los poemas de la tierra (2004), el mundo originario se evoca con las presencias familiares: la patria, el padre, la madre, los oficios.
No hay duda de que son poemas tejidos con trozos de recuerdos que la memoria excava como arqueóloga con el cincel de la palabra:“es el color rojo-sangre / de la vida que se vuelca en las cavidades originales”. Si por un lado se lamentan los horrores y dolores del presente y del pasado, por otro se señala y contrasta la vida que revive en esas selvas y cordilleras, mares y ríos que exhibe la geografía colombiana. En ellos la vida se descubre y se conoce en la medida en que se la vive hasta contrastarla con la muerte representada por los artistas que homenajea (Obregón y Botero), con las imágenes de los museos que conservan retazos de la historia (Museo Nacional, del Oro, de Antioquia), con los guiños y reconocimientos a diversos autores (Giovanni Quessep, Martha Canfield, Vicky Ospina, Armando Romero, Fernando Rendón…).
En esta delicada y profunda travesía y excavación se ha salido de una casa abandonada, vacía, en ruinas, derrumbada y en sombras, donde se “reducen las manos y los pies / a endebles raíces ya resecas”, para entrar a otra donde se exacerba lo insólito en todas sus dimensiones. Y en reconocimiento del viaje donde “los vuelos son aquellos / de quien se ha vuelto hoja”, como dirían los más sugestivos mitos, la voz poética estremecida anuncia:“En los repliegues del corazón / los voy a llevar siempre”. El poeta entrega este poemario como experiencia vital, y muestra una nueva razón de ser para el exiliado, el caminante y el extranjero que hace de la palabra su propia casa. En palabras de Armando Romero: “Un camino que siempre será esa casa entreverada con otras en la página en blanco, dando cita a la memoria, a la imaginación, a los dioses y a los demonios.”
Foto de Alessio Brandolini tomada del facebook del escritor.
*Luz Mary Giraldo. Poeta, ensayista, crítica literaria colombiana. Merecedora de importantes reconocimientos como el «Gran Premio Internacional de Poesía Academia Oriente-Occidente» en Rumania (2013), Premio Nacional de Poesía de la Casa Silva «La Poesía como una Casa» (2011), » Premio Internacional LASA-Montserrat Ordoñez» (USA 2012), Mención de Honor en «Premio Internacional de Ensayo Pensamiento Latinoamericano» Convenio Andrés Bello (2000), Beca Nacional de Investigación Ministerio de Cultura (1998) e Instituto Distrital de Cultura (2003) y Premio Investigador Javeriano (2006).