Por: Reinaldo Spitaletta
Además de sus artes brujeriles, mi tía Verania tenía poderes de alquimista. No sé si estos secretos herméticos los aprendió en un texto de Paracelso que compró en una venta callejera de libros usados, o si nació con ellos. El caso es que, si bien era una lectora infalible de las cenizas de cigarrillo y las cartas de la baraja española, tenía un cuartito restringido en el que ella quería, con sus experimentos de aprendiz de ciencias ocultas, convertir en oro las matas de ruda y altamisa. No sé cómo se le ocurrían tamañas barbaridades, ¡cómo iba a ser posible transmutar unas matas vulgares en el metal preciado!
Así que en mis visitas, en un tiempo muy frecuentes, ella pedía dispensa para alejarse unas horas, encerrarse en el “laboratorio”, mientras me dejaba en el resto de la casa, no sin antes servirme huevos revueltos, con tomate y cebolla, queso, arepa y chocolate. “Ah, y cuando terminés, si querés ponéte a leer las revistas de Selecciones”, decía.
Lo más parecido al suspenso de aquellas estadías era espiarla (porque más podía mi curiosidad que las prohibiciones) por las rendijas y entonces la veía echar líquidos en pipetas, que se ponían rojo cereza, unas veces, verde limón en otras, y entre tanto ella pronunciaba palabras incomprensibles para mí. Las pipetas comenzaban a burbujear y por debajo de la puerta salían vapores blancos, como los que les echan a los cantantes en los teatros, y un olor a infusión de hierbas.
En su casa siempre había ácido bórico, sales de Inglaterra, menjurjes en frascos oscuros, bicarbonatos, jarabes y hasta tenía una pata de conejo en un saquito de terciopelo rojo. Observarla en trance era menos un espectáculo que una calamidad, porque a veces dejaba pasar el tiempo y entonces las pipetas se estallaban o sus infusiones se secaban. Y, bueno, uno no podía más que taparse la boca para no soltar la carcajada.
Creo que era eficiente en sus artes adivinatorias, mas no en las alquímicas. Nunca pasó de tener una casita de pobre, con paredes desnudas y dos o tres cuadros, uno de ellos con Jesús meditando en Jerusalén. Los otros, eran paisajes con puentes, lagos y flores, y unas muchachas muy blancas y rubias en una barquita.
Cuando se fue para Venezuela, desengañada de sus experimentos y aprendizajes frustrados, me dejó de recuerdo un libro de plantas mágicas y el único anillo que, nunca supe si por milagros o porque en efecto algo de ciencia esotérica tenía, ella pudo convertir en oro. O eso me dijo.