Por: José Luis Díaz-Granados
Santa Marta, mi tierra natal, es una ciudad de floraciones singulares, interesantes e irrepetibles —pienso, por ejemplo, en pianistas como Karol Bermúdez y Andrés Linero, cantautores como Carlos Vives, pintores como Hernando del Villar, futbolistas como el Pibe Valderrama, escritores como Ramón Illán Baca, actores como Franky Linero, revolucionarios como Jaime Bateman Cayón y lideresas políticas como Rosa Cotes de Zúñiga—, desde el Morro, soberano de la preciosa bahía, hasta la Sierra Grande, el único nevado del mundo que tiene litoral.
Solo en esta tierra podía encontrar justo reposo Bolívar, el denostado y humillado Padre de la Patria, víctima de los mismos septembrinos nefastos que luego fundaron los partidos políticos y la república.
Por las razones anteriores y por muchas más de fuerza mayor, era imposible que Oliverio del Villar Sierra (1941) hubiera podido haber
nacido en un lugar distinto a Santa Marta. Oliverio —hoy consumado Gran Chef Haute Cuisine de prestigio internacional—, es El Samario por antonomasia. Es la encarnación genuina de su nobilísima ciudad con su alegría, sus nostalgias, sus hechizos naturales y su grandiosidad marina. Pero también, por su rebeldía, «su libertad, sus ímpetus» y su noble corazón atolondrado ante las malignidades que de pronto importunan la serena belleza del cercado.
Leyendo sus Sonetos bolivarianos y Sonetos al garete (Santa Marta, Colección Dorada del Magdalena, 2012), se acrecientan de manera positiva dimensiones que en mi sensibilidad dormitaban confusas. La sencillez de su cálido lenguaje trasmuta en verso festivo, en ocasiones cáustico e irónico, de pura estirpe quevediana, lo que a lo largo de su vida ha atesorado dentro de su inteligencia inquieta y su alma transparente: el amor reverencial a la parábola vital del Libertador Bolívar, el perenne homenaje a los suyos, a los amigos dilectos y a tantas indagaciones que el misterio del ser obliga a formular a los poetas.
Gratísima es en el libro de Oliverio la presencia imperecedera de su padre, el inolvidable Camarada Juan de Dios del Villar, quien entre risas y lágrimas a lo Charlot, batalló de manera incansable por una sociedad más humana y más justa, y la impronta multicolor y lúcida de su hermano Hernando del Villar, El Momo, uno de pintores cardinales de Colombia.
Cultor afortunado del monumento levantado a la memoria de un instante, como dijera Goethe del soneto, Oliverio del Villar Sierra aporta con sus versos tesoros inmarchitables a la ya legendaria belleza de la Perla de América.