Para leer al poeta José Luis Díaz-Granados

José Luis Díaz-Granados
José Luis Díaz-Granados


Por: Fernando Denis

La poesía sucumbe a intrínsecos caminos donde el peregrino se pierde. El hombre que llega a la estación de trenes va a Macondo, o a la inusitada Santa María, región creada por Juan Carlos Onetti, el más triste y rabioso de los escritores latinoamericanos. Como el cuadro de Turner, el viajero está ebrio de lluvia, vapor y velocidad. No sabe que viaja en busca del poema. Es amparado por el lenguaje, y las estrellas que leen mejor que nosotros corrigen su destino. Deja esta inscripción en uno de los vagones:

Esta noche triunfal, longura ahogada,
me pertenece con todas sus horas negras.

Sé que tiene su historia personal con la noche, y arde en sus manos frías un astro, una piedra, un dado para jugar su destino. Es demasiado complejo el secreto destino de los hombres, pero todo los resuelven las palabras. El que sueña en los confines de la sombra, el viajero, es el poeta colombiano José Luis Díaz-Granados y mira la vida como una secular epopeya, como un crucigrama cuyos espacios se llenan con anécdotas de todos sus amigos. No recuerda su primer verso, pero supo que al haberlo escrito iría a la conquista de un amor imposible. Cree en la poesía como un don sagrado y que los malos poetas son aves de mal agüero. Hace treinta años publicó Las puertas del infierno, una de las pocas novelas urbanas que se han escrito en Colombia. Lleva consigo el asfalto y la noche de esa novela. Lleva también grabados muchos callejones y encrucijadas, marañas, recovecos, confusiones, galimatías y circunloquios que le han servido para escribir su otro libro: El laberinto. Es un fabulador, un bromista, un ferviente coleccionista de hermosos recuerdos. Guarda consigo una soledad olímpica que sacia con la literatura. Eso lo ayuda a tranquilizar sus fantasmas. También tiene un largo comercio con la noche.

Vicente Gerbasi escribió un verso para siempre: “Los barrenderos acumulan colores en los rincones de la madrugada”. Con esos colores el poeta José Luis Díaz-Granados pintó el rostro sin nombre, prefigurando su propio rostro, el rostro que llevaría la palabra hasta límite. Está lleno de noche, de sonidos de la calle, de mar remoto, de metáforas antiguas y de whisky. Es un apasionado de las letras, primo hermano de Gabriel García Márquez, venido del Caribe como quien viene del mercado de aves después de comprar un ruiseñor. Tiene tanta admiración por la poesía como la que siente por Pablo Neruda, por los crepúsculos de Santa Marta, por un mural de Oramas, por la Rusia comunista. A veces, incluso, lo imagino enviándole cartas al camarada Stalin: “¿Dónde está el cadáver de Hiltler? Quiero ver sus dientes, esa última sonrisa. ¿Dónde están mis mayores judíos? Quiero leer el futuro en sus manos. ¿Dónde está el poema que arrebataron de las manos de Ajmátova? Dicen que entre dos sílabas borrosas de sus versos está el destino de Rusia. La revolución de Octubre no me deja dormir, las botas manchadas de nieve, la KGB, los pájaros de acero sobre la cúpula de san Basilio”.

He intentado urdir un prólogo que se parezca al mundo según José Luis Díaz-Granados, una ilusoria metáfora de su viaje en tren por las letras, desde Macondo a la mágica Santa María, en busca del poema que lo salve, que lo ampare de sus enemigos, de sus carencias personales o del amor, ese otro círculo de Dante. Era un gran amigo del desaparecido escritor Germán Espinosa, quien le ayudó a armar este libro, Vendimia del dador, donde se recoge parte de toda su obra poética. Es un libro lúcido que los años han ido ganando para la historia, es una dádiva del tiempo, un reconocimiento a su laborioso trabajo como peregrino del lenguaje.


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