Por: Álvaro Mata Guillé*
Sumidos en la
frivolidad que domina el acontecer, la del alma hueca incapaz de ver más allá de
sí misma y de su sonrisa, la que aparece disecada como un cadáver en sus selfies,
preocupada por el brillo de sus zapatos, el éxito de su peinado o las argucias
de su estética o sus anteojos; la época de las y los frívolos –la de las y los paquidermos
que pululan por los púlpitos, llenan las calles, los rincones, todos los
espacios, de ruido y más ruido, como nos diría Ionesco–, que con su banalidad
–la banalidad del mal, como acotaba Hannah
Arendt– convierte toda relación: las personas, los lugares, ella misma, el
canto que emerge de la profundidad, de la
otra orilla y se hace poesía, en la sequedad yerta del desierto, en la
obsesión inútil del consumo.
frivolidad que domina el acontecer, la del alma hueca incapaz de ver más allá de
sí misma y de su sonrisa, la que aparece disecada como un cadáver en sus selfies,
preocupada por el brillo de sus zapatos, el éxito de su peinado o las argucias
de su estética o sus anteojos; la época de las y los frívolos –la de las y los paquidermos
que pululan por los púlpitos, llenan las calles, los rincones, todos los
espacios, de ruido y más ruido, como nos diría Ionesco–, que con su banalidad
–la banalidad del mal, como acotaba Hannah
Arendt– convierte toda relación: las personas, los lugares, ella misma, el
canto que emerge de la profundidad, de la
otra orilla y se hace poesía, en la sequedad yerta del desierto, en la
obsesión inútil del consumo.
Cultura de la avaricia,
la gula, el desprecio; la del infantilismo perenne que se impone sin escrúpulos;
la del hedonismo mezquino, yerto, sin posibilidad de disentir o crítica,
condiciones, que al estructurar los valores que construyen lo contemporáneo,
hacen del manipular –el usar, el botar, ignorar–, los referentes metódicos de
la indiferencia, es decir, de la incapacidad de percibir al otro, de empatía,
de sororidad, de afecto –de ver, escuchar, palpar al tú, al vos, a ellas y
ellos, a la otredad de nuestros ecos–, ensombreciendo la expresión humana, la
convivencia, el estar; debilitando aún más la idea, ya de por sí degradada, de
“persona, convivencia, democracia”, a las que mutila, niega, vacía, agravando los
males y problemas que padecemos, donde también pasamos por alto como una
nimiedad –rotos los vínculos, deteriorada la memoria, rota la relación con el
entorno–, no solo la historia que nos constituye, sobre todo las condiciones que
permitieron que la vida sea posible, las que hicieron que llegáramos aquí sin
saber todavía cómo, las que se dieron en estas circunstancias y no otras, las
que se propiciaron en este lugar al que llamamos tierra, hace aproximadamente
3.500 millones de años, cuando el planeta, habitado por un cuerpo de gases, lo
cubría el polvo y a la distancia, de ocho minutos veinte segundos velocidad de
la luz, se distinguía una bola de fuego, que iluminando el agua y las piedras, emanaba
calor, un calor suficiente, que al combinarse con las condiciones atmosféricas,
que a través del tiempo se fueron concatenando, nos permitió, miles de millones
de años después, sobrevivir sin que pereciéramos transformados en piedra, en más
polvo o hielo, pudiendo, de esta manera, ser nosotros en lo que llamamos el
aquí y ahora: la bestia macho y la bestia hembra que transcurría buscando
alimento y cobijo, unidos indisolublemente a un ecosistema, a una coyuntura, a
un medio, al igual que lo hace el resto de las especies: plantas, bacterias,
pájaros, insectos, porque hay, aunque lo olvidemos o no nos importen, habidos
por el ruido, la mucha luz o la necedad, un antes de los significados, de los
signos, de cualquier vestigio de lo que entendemos por vida, cotidianidad o convivencia;
un antes del antes que permitió que apareciéramos y estemos aquí, cuando el
planeta, inundado todavía por helio, hidrógeno, por partículas de viento que
llevaban a cuestas polvo, fuego y luminosidad, se combinaron para dar paso a la
fotosíntesis, la que liberaba oxígeno y desarrollaba ozono; el antes del antes en
el que se combinaron la luz y el barro y aparecieron los ecosistemas, el hábitat,
el refugio de seres que podían reproducirse a sí mismos y ser otros, sin que
conozcamos hasta el momento, otras circunstancias que posibiliten estar y
permanecer, otro lugar en el que podamos existir y preguntarnos por el entorno y
apaciguar la soledad que embarga nuestra extrañeza, dar una caricia, un abrazo
o sonreír, olvidando además, agrego, que entre la indiferencia y el olvido del ser, el olvido de nosotros,
del que anotaba con insistencia Edmund Husserl,
el olvido indiferente transfigurado en la banalidad que ha hecho de la crueldad
– la barbarie, la violencia o el extermino– un lugar común, pasamos por alto, hay
que volverlo a decir, que en estas condiciones y no en otras, en las que
aparece la consciencia –el pensamiento, la razón, el universo percibiéndose a
sí mismo, como señalaba Carl Sagan–,
estamos solo de paso, que cada instante que aparece es el último y se diluye como
un parpadeo, como un destello; que transitamos de una noche a otra hacia
nuestra ausencia y no hay respuestas, tampoco otra cosa, solo el misterio que nos
rodea, sabiendo que más allá de este lugar humedecido por el sol, donde aparece
la luna cada cierto tiempo y cae la lluvia, se desplazan otros planetas, bolas
de fuego, huecos negros y el mutismo con el que nos habla el universo,
transformándose constantemente sin nosotros, sin lo que somos, sin nuestros
cantos; sí, cuesta entender a
veces.
la gula, el desprecio; la del infantilismo perenne que se impone sin escrúpulos;
la del hedonismo mezquino, yerto, sin posibilidad de disentir o crítica,
condiciones, que al estructurar los valores que construyen lo contemporáneo,
hacen del manipular –el usar, el botar, ignorar–, los referentes metódicos de
la indiferencia, es decir, de la incapacidad de percibir al otro, de empatía,
de sororidad, de afecto –de ver, escuchar, palpar al tú, al vos, a ellas y
ellos, a la otredad de nuestros ecos–, ensombreciendo la expresión humana, la
convivencia, el estar; debilitando aún más la idea, ya de por sí degradada, de
“persona, convivencia, democracia”, a las que mutila, niega, vacía, agravando los
males y problemas que padecemos, donde también pasamos por alto como una
nimiedad –rotos los vínculos, deteriorada la memoria, rota la relación con el
entorno–, no solo la historia que nos constituye, sobre todo las condiciones que
permitieron que la vida sea posible, las que hicieron que llegáramos aquí sin
saber todavía cómo, las que se dieron en estas circunstancias y no otras, las
que se propiciaron en este lugar al que llamamos tierra, hace aproximadamente
3.500 millones de años, cuando el planeta, habitado por un cuerpo de gases, lo
cubría el polvo y a la distancia, de ocho minutos veinte segundos velocidad de
la luz, se distinguía una bola de fuego, que iluminando el agua y las piedras, emanaba
calor, un calor suficiente, que al combinarse con las condiciones atmosféricas,
que a través del tiempo se fueron concatenando, nos permitió, miles de millones
de años después, sobrevivir sin que pereciéramos transformados en piedra, en más
polvo o hielo, pudiendo, de esta manera, ser nosotros en lo que llamamos el
aquí y ahora: la bestia macho y la bestia hembra que transcurría buscando
alimento y cobijo, unidos indisolublemente a un ecosistema, a una coyuntura, a
un medio, al igual que lo hace el resto de las especies: plantas, bacterias,
pájaros, insectos, porque hay, aunque lo olvidemos o no nos importen, habidos
por el ruido, la mucha luz o la necedad, un antes de los significados, de los
signos, de cualquier vestigio de lo que entendemos por vida, cotidianidad o convivencia;
un antes del antes que permitió que apareciéramos y estemos aquí, cuando el
planeta, inundado todavía por helio, hidrógeno, por partículas de viento que
llevaban a cuestas polvo, fuego y luminosidad, se combinaron para dar paso a la
fotosíntesis, la que liberaba oxígeno y desarrollaba ozono; el antes del antes en
el que se combinaron la luz y el barro y aparecieron los ecosistemas, el hábitat,
el refugio de seres que podían reproducirse a sí mismos y ser otros, sin que
conozcamos hasta el momento, otras circunstancias que posibiliten estar y
permanecer, otro lugar en el que podamos existir y preguntarnos por el entorno y
apaciguar la soledad que embarga nuestra extrañeza, dar una caricia, un abrazo
o sonreír, olvidando además, agrego, que entre la indiferencia y el olvido del ser, el olvido de nosotros,
del que anotaba con insistencia Edmund Husserl,
el olvido indiferente transfigurado en la banalidad que ha hecho de la crueldad
– la barbarie, la violencia o el extermino– un lugar común, pasamos por alto, hay
que volverlo a decir, que en estas condiciones y no en otras, en las que
aparece la consciencia –el pensamiento, la razón, el universo percibiéndose a
sí mismo, como señalaba Carl Sagan–,
estamos solo de paso, que cada instante que aparece es el último y se diluye como
un parpadeo, como un destello; que transitamos de una noche a otra hacia
nuestra ausencia y no hay respuestas, tampoco otra cosa, solo el misterio que nos
rodea, sabiendo que más allá de este lugar humedecido por el sol, donde aparece
la luna cada cierto tiempo y cae la lluvia, se desplazan otros planetas, bolas
de fuego, huecos negros y el mutismo con el que nos habla el universo,
transformándose constantemente sin nosotros, sin lo que somos, sin nuestros
cantos; sí, cuesta entender a
veces.
estamos
solo de paso, que cada instante que aparece es el último y se diluye como un
parpadeo, como un destello
ÁLVARO MATA GILLÉ
Poeta, ensayista, gestor cultural, dramaturgo. Coordinador general del Corredor cultural Transpoesía (México, Costa Rica, Argentina, España).