Edificio Torre del Infinito
Por: Amilcar Bernal
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Ramón Velarde, pensionado, acababa de levantar la vista del libro que leía y dirigió la mirada hacia occidente para ver una vez más el horizonte de ese lado -desde niño pensaba lo bueno que habría sido nacer ave-, y en ese momento un manchón amarillo pasó en caída libre, de un amarillo más intenso que esa tarde tropical sin amago de lluvia ni nubes grises como fúnebres pensamientos. Puesto que el edificio tenía treintaisiete pisos, una altura total de noventaidós metros y el lector se encontraba en el piso treintaiuno, el cuerpo en cuestión pasó tan velozmente que él no tuvo claro si fue un mugre en su ojo, un cuervo fugado de la literatura de Poe, un plato volador de los de Verne o el hueso de la película 2001 Odisea del Espacio que ya había llegado a su punto más alto y ahora caía dando origen a la seguidilla de acontecimientos que nos llevaron desde el orangután a la bestia posmoderna que somos. No se le ocurrió pensar dónde iba a caer el objeto y por lo tanto tampoco se propuso bajar a enterarse de las consecuencias de la caída, por lo que si lo sucedido fue un suicidio ya debía estar preocupándose el cadáver pues su acto no concitó el interés general, lo que le dio la connotación de fallido, en algún porcentaje.
El juez del juzgado enemil ubicado en el piso treintaiséis del edifico Torre del Infinito dictó sentencia de cadena perpetua al escritor que opinó en contra del gobierno, así que el condenado pensó que iba a tener tiempo de sobra para redactar sus memorias. En ese punto dudó si estaría bien escribir en el primer borrador que él, al enterarse de lo de su condena, corrió hacia la ventana del juzgado y se arrojó al vacío en señal de protesta contra la injustica del veredicto. Pero también pensó que, menos osado, pudo haber ido, con la venia del juez, hasta la ventana y arrojado el paquete con las novelas horribles que la justicia le obligaba a leer en los primeros años de su reclusión a perpetuidad. ¡Pesados! Pero también pudo haber arrojado, siempre en señal de protesta, el escritorio del secretario que en ese momento había salido hacia el retrete, o uno de los voluminosos expedientes que reposaban por ahí en cualquier rincón a la espera del diente ratonil, una mirada hacia el parque contiguo al edificio donde su amada esperaba verlo salir por última vez, ya fuera libre o conscripto, porque en todo caso pensaba olvidarlo pues estaba mal que una señorita bien tuviera relaciones con un sospechoso de sedición.
Lo cierto es que algo cayó por el lado occidental del edificio en el momento en que al interior sucedían algunas cosas simples, y que después del acontecimiento, sobre los adoquines del patio de ese lado, en la acera o el césped, podía encontrarse un cadáver, un charco de sangre, un hueso de utilería, un ojo enfermo con una brizna ahogada en su humor vítreo, un bombardero, una novela con protagonista suicida, una espada o el mismísimo Damócles resurrecto, un orangután, un escritorio, un expediente, una mirada malgastada, o nada en caso de que el ovni fuera el cuervo de Poe que finalmente decidió regresar por sus propias alas al libro de donde se había fugado para venir a mirar el futuro.