Relato: La habitación blanca

Por: David Suárez Rojas.
El pequeño estaba sentado. El pequeño estaba sentado al frente de la pared blanca. Había otras tres paredes blancas y juntas formaban una habitación perfectamente cuadrada. El pequeño miraba la pared, sentado en una silla blanca, la única que había en la habitación. Estaba vestido con un pantalón blanco, una camisa blanca, un par de medias blancas y unos calzoncillos blancos. Sus zapatos también eran blancos, aunque en realidad eran botas, botas que lo aguantarían todo pero que aún no habían enfrentado ningún reto: el niño las había usado desde el momento en el que había aparecido en la habitación.
Para ese entonces era un bebé. Era un día como cualquier otro en esa habitación, que a diferencia de las habitaciones comunes no tenía una puerta ni disponía de un techo. La habitación estaba vacía, pero luego, de un momento a otro, dejó de estarlo: ahora en ella había una silla blanca, sobre la cual estaba sentado un niño recién nacido, vestido con un pantalón blanco, una camisa blanca, un par de medias blancas y unos calzoncillos blancos. También tenía unas botas blancas. El bebé sólo miraba la pared blanca que estaba frente a él. Nunca lloraba ni hacia un solo ruido; se limitaba a estar sentado, con la espalda recta, mirando a la pared blanca que había en frente suyo.
Con el tiempo, como cualquier bebé, comenzó a crecer. De ser un bebé recién nacido pasó a tener un año de existencia. De uno pasó a tener dos y, como ocurre con los números, luego del segundo vino el tercero. Ya para entonces había cambiado algo en él. Era, aparentemente, el segundo cambio que ocurría en ese mundo estático. El pequeño había dejado de ser un bebé y ahora era un niño. El primer cambio había sido la aparición de la pequeña criatura junto con su silla.
Sobre él no había ningún techo y los días nunca terminaban. Tampoco cambiaba el cielo sobre él: el sol siempre estaba observándolo desde arriba, solo, ninguna nube lo acompañaba y el cielo permanecía bellamente azul. Azul cielo. Como el niño estaba solo en esa habitación de cuatro paredes blancas que conformaban un cuadrado perfecto, no había nada ni nadie que lo pudiera proteger de los rayos del sol. Así que con el tiempo ocurrió el tercer cambio en ese mundo estático: el bebé había dejado de ser caucásico luego de pasar por un tono rojizo, para finalmente quedarse con un tono moreno en la piel.
Aunque él niño había crecido, seguía viendo la misma pared blanca, sin descanso. No comía ni dormía, tampoco parpadeaba. Solo veía la misma pared blanca. Pero en su quinto cumpleaños algo cambio. Sintió que algo caía sobre su cabeza y asustado miró hacia el cielo. Ahora era consciente de que no sólo la pared existía: había otras cosas que podría observar. En un primer momento se quedó perplejo mirando el cielo. ¿Qué era esa cosa tan monstruosa? Ajeno al mundo sintió miedo por primera vez. Fue ese el primer sentimiento que experimentó su pequeño cuerpo: miedo. El cielo estaba gris y una gota le cayó en el ojo, asustándolo aún más. Cerró los ojos por primera vez y al hacerlo sintió un placer inmenso. Era la primera vez, en sus cinco años de existencia, que descansaba. Después de esa gota vinieron muchas más, que de manera precipitada golpeaban con fuerza el cuerpo del niño asustado. Él las recibía con inocencia, dejando que recorrieran cada centímetro de su pequeño cuerpo. Entonces dejó de ver el cielo, pues las gotas hacían del mundo un lugar borroso. Volvió a ver su pared y las gotas continuaron cayendo, inundando la habitación.
A pesar de que el niño seguía viendo la pared blanca, ya no era lo mismo de antes. Ahora había un mundo por explorar que parecía mucho más interesante que la pared blanca. Intentaba olvidarlo todo, pero la pared nunca había sido tan aburrida. Escuchaba las gotas caer, escuchaba cómo golpeaban el charco que se formaba bajo sus pies. El niño estaba empapado pero no lo sabía. ¿Cómo iba a saberlo si nunca había estado siquiera un poco mojado? Lo único de lo que estaba seguro era de que algo muy raro estaba pasando en él y en el mundo que hasta entonces había sido estático. Algo pasaba y él se limitaba a observar su pared blanca.
El niño siguió viendo lo que ya conocía y la lluvia siguió inundando la habitación hasta que tocó los pies del pequeño. Se estremeció tanto que dejó de mirar la pared para darse cuenta de que el agua había subido tanto que ahora tocaba sus pies. Se quedó mirando cómo se sumergían en ese líquido nuevo y luego sintió que su boca estaba seca. Tenía sed. ¿Pero cómo iba a saberlo si nunca había sentido algo parecido? Como tenía mucha sed, abrió su boca por primera vez en cinco años y, sin saber qué hacer, humedeció sus labios con la lengua. Sin embargo, no sintió la mejoría, pues su lengua estaba casi seca. Miró hacia el cielo y volvió a abrir la boca. Las gotas comenzaron a caer dentro de ella y al principio se asustó. Pero luego de que las primeras gotas de agua pasaran por su lengua sintió un placer increíble. Entonces volvió a abrir la boca, dejando que el agua entrara en sus entrañas en repetidas ocasiones, hasta que se encontró satisfecho. Volvió entonces a hacer lo único que sabía hacer bien: ver su pared blanca. Cuando el agua ya había subido hasta su cuello, sintió cómo la presión del agua comprimía su pequeño cuerpo. Dejó de ver su pared y su trasero se levantó de repente de la silla. Qué miedo, ahora flotaba. En medio de la desesperación comenzó a mover sus extremidades precipitadamente mientras se hundía cada vez más. Sus piernas y brazos tenían una función por primera vez desde que el pequeño había aparecido en esa habitación de paredes blancas.
Cuando se hundió, tocando el fondo, pudo sentir por primera cómo sus pies generaban fricción contra la tierra. Le faltó el aire y llegó el terror, una histeria que aumentaba. Sus piernas se doblaron cuando tocó el fondo con la suela de sus botas. Luego las estiró rápidamente, impulsándose fuera del agua. Cuando su cabeza salió a la superficie del líquido que oprimía su cuerpo, tomó una gran bocanada de aire y se sintió levemente aliviado. Se mantuvo a flote gracias al movimiento que hacía con sus brazos y piernas. Cada vez que se iba a hundir, movía sus extremidades con más fuerza. Tomo varias bocanadas de aire hasta sentirse bien de nuevo y ahora veía cómo su silla blanca, la única compañía que había tenido en toda su vida, flotaba a su lado.
La lluvia caía con fuerza sobre lo que se había convertido en una suerte de piscina, anteriormente la habitación blanca. El agua subía rápidamente, ya que el cielo oscuro se libraba de toda su carga sin compasión sobre la tierra. Y ahí estaba el niño flotando, procurando no ahogarse pero cada vez más cansado, viendo su vieja silla blanca flotar.
El niño se entristeció al ver su silla en ese estado tan penoso, flotando a la deriva, hasta que descubrió que se hallaba en una situación igual de penosa. Eso aumentó su desesperación: él y la silla estaban a la deriva en un mundo desconocido para ambos. El agua, al llegar al límite de las paredes, comenzó a desbordarse y la fuerza de la corriente hizo que el pequeño se golpeara contra una pared. La silla quedó oprimida contra la pared que estaba al frente. El niño seguía luchando para mantenerse a flote pero estaba muy cansado y no dejaba de ver la silla. Estaba preocupado, pues además de la pared blanca que antes veía, esa silla era lo único que conocía de ese mundo frío y extraño. El destino lo estaba alejando de su amada silla. Cuando intentaba acercarse a la silla el agua lo empujaba con fuerza hacia el lado contrario. Era tan sólo un puntomínimo en el cielo del olvido.
Al encontrarse incapaz de llegar a su silla se dio vuelta, dándole la cara al mundo que había detrás de las cuatro paredes. Al parecer la habitación estaba ubicada en la cima de una montaña bastante alta, perdida en medio del desierto. La montaña tenía una forma cilíndrica, y en su cima había una zona llana con dimensiones precisas: un kilómetro cuadrado. En la mitad de la pequeña meseta estaba la habitación blanca, sin puerta ni techo, en la cual habían habitado el pequeño y su silla.
Al ver la zona llana y los terrenos que había más allá, el niño se sintió exaltado, preparado para cualquier aventura, sin siquiera saber lo que era una aventura. Puso sus manos sobre la parte más alta de la pared blanca, que había sido objeto de la admiración sin descanso del joven e hizo fuerza para levantar su cuerpo. Ya encima, se sentó un momento y observó la silla, despidiéndose de ella por tiempo indefinido. El agua lo empujó y cayó al piso. Sintió la arena mojada y el agua corriendo. Sus piernas le dolían, en especial las rodillas, pues había caído sobre ellas. Ahora estaba boca abajo y el agua se le metió por la nariz: vino el escozor y estornudó por primera vez. Al hacerlo se golpeó la cabeza contra el suelo. Se volteó y quedo recostado mirando hacia el cielo.
Las gotas seguían cayendo agresivamente desde el cielo oscuro, a través de las nubes y seguían golpeando el pequeño cuerpo del niño. Sin embargo, permaneció allí sin moverse. Cerró los ojos para descansar. Se sintió tan bien que se entregó totalmente a la tarea de no hacer nada. A los pocos minutos se encontraba dormido, por primera vez desde que había llegado a esas extrañas tierras. Quería correr pero no podía. Sentía como la vida se le escapaba. No sabía nada, pero sentía cosas. Le daba la cara al cielo estrellado. La tormenta había cesado días antes. Ahora había días y noches, el mundo ya no era estático. No había nubes ni luces en el horizonte y la luna se había escondido en la lejanía.
Solo las estrellas iluminaban el cielo nocturno, logrando que el pequeño se sintiera diminuto. Comenzaba a entender que su paso por el mundo sería fugaz y la idea lo aterraba y lo fascinaba al mismo tiempo. Le daban ganas de vivir pero, también, miedo de hacerlo. ¿Pero cómo podría un pequeño entender todo eso? 
David Suárez Rojas (Bogota, 1999) es un incansable lector, pasión desde la cual explora mundos reales e imaginarios, traspasando fronteras , lo que lo ha llevado al maravilloso lugar en donde sus pensamientos se transforman en letras.

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