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El escritor italiano entrega su lectura de La niña del salto, la nueva novela del escritor venezolano Edgar Borges, que en 2018 ha sido muy bien acogida por la crítica y los lectores en España. Pecchinenda equipara la invención del lugar que hace el autor con la que en su momento lograra Juan Carlos Onetti.
Pecchinenda* / Especial para Libros & Letras.
A todos nos gusta
volver con la mente a lugares ya visitados en el pasado, perdernos imaginando
lugares jamás visitados, pero que vimos quizás en alguna fotografía de amigos o
en una de las tantas pantallas digitales que nos rodean. Algunos artistas, sin
embargo, pueden llegar, con la fuerza de su creatividad, a lugares
completamente inventados, totalmente imaginados, sin ninguna correspondencia
con ciudades o países «realmente» existentes. Este es el caso de Juan
Carlos Onetti, que ha colocado muchas de sus historias en Santa Rosa, un lugar
imaginado y tan bien descrito que parece «real». Cuando alguien le preguntó
si había alguna referencia a su Montevideo «real» en la Santa Rosa de
sus cuentos, el gran escritor uruguayo contestó que no. Pero luego agregó que
probablemente en Santa Rosa vivía un escritor que ambientaba sus novelas en una
ciudad imaginaria llamada Montevideo.
desplazamos a través de las primeras páginas de la última novela del escritor
venezolano Edgar Borges w0oc- La niña del
salto (Ediciones Carena, Barcelona, 2018) – nos sentimos inmediatamente
atraídos por una ciudad que parece una especie de representación de una
abstracción; un lugar interno que existe solo en la imaginación de su autor,
pero que pronto se volverá real también para el lector.
perspectiva del sentido común, pero en la que es posible explorar los
verdaderos sentimientos sobre la idea que tenemos de nosotros mismos: algo
quizás inmaterial, pero no menos auténtico que la realidad, ni más auténtico
que una ilusión. Las emociones, al final, habitan el mismo espacio virtual, el
mismo lugar donde se desarrollan los eventos relacionados con la historia de
una niña, de su madre, de su padre y de la multiplicidad de otros personajes.
Pero, ¿será realmente un lugar inventado Santolaya, o no será la representación
de un lugar que realmente existe, que el autor habrá visitado en el transcurso
de su existencia? Como el gran Juan Carlos Onetti habría respondido, Santolaya
es una ciudad inventada en la que personas inventadas y personajes “reales”
viven e interactúan. Sin embargo, entre estos, de vez en cuando se encuentran
unos cuantos (en efecto, Santa Eulalia existe en los mapas que representan la
realidad de un lugar geográfico ubicado en Asturias, España) que viven
escribiendo cuentos, poemas y novelas. En el caso de la novela de Edgar Borges,
por ejemplo, la persona que ejerce en este rol (no imaginario, esta vez) es el
famoso escritor argentino César Aira. Y cuando el lector toma conciencia de
esta presencia, surge la esperanza de poder tener, quizás, la oportunidad de
leer una historia dentro de la historia que él mismo está leyendo, en la que el
escritor en cuestión decide colocar la novela que está escribiendo en una
ciudad inventada. Y que esta ciudad inventada pueda ser Montevideo – como en el
caso de Juan Carlos Onetti – Buenos Aires – en el caso de César Aira – Nápoles
– en el caso de Ricardo Montero. O bien, y finalmente, una Caracas imaginaria
escrita por Edgar Borges.
Nuestra niña del salto encarna las respuestas volando con su ligereza, desinteresada en el aprisionamiento de su cuerpo, elevándose por encima de los lugares que observa en su existencia cotidiana
estos últimos años (en los que nos hemos vistos obligados a observar impotentes
y frustrados, la destrucción real de una de las ciudades más fascinantes de
América Latina, y de un pueblo extraordinario como el que habita la capital
venezolana) la ficción literaria y el papel del arte requerirían seguir la
sugerencia de Edgar Borges de prestar menos fe a la estricta realidad política
y social en la que vivimos, para permitirnos ser arrastrados con mayor
confianza por las inspiraciones de la imaginación. Nos podríamos así imaginar a
un escritor con el nombre de Edgar Borges que nos hable de una posible ciudad
imaginaria llamada de Caracas, donde un día aparece un personaje horrible, un
estúpido dictador disfrazado de benefactor, sentado al lado de César Aira, en
la barra de un bar de Santolaya. La historia de ese personaje podría ser la de
una “patria igualmente imaginaria”, en la que un pueblo se vuelve esclavo de sí
mismo y de sus ideas extrañas acerca de su historia revolucionaria. Nos podría
sugerir mágicamente, ese escritor-personaje Borges, usando las habilidades de
su oficio, cómo finalmente librar su tierra natal de la absurda locura de su
dictador, restableciendo una nueva esperanza a sus compatriotas, a través de
una mayor confianza en sus sueños.
¿Qué tan útil sería releer la realidad en estos términos? Es una pregunta a la
que es difícil responder (no hay contra-pruebas). Sin embargo Edgar Borges nos
sugiere “como” hacerlo: con un toque de genialidad. La verdad es que
necesitamos novelas filosóficas de este tipo, que nos puedan revelar,
describiendo acontecimientos de la cotidianidad, toda la precariedad de los
seres humanos, heridos por las circunstancias, impotentes contra el abuso de
poder de sus padres y de los autoproclamados líderes de las instituciones
políticas y económicas en las que se encuentran viviendo. Novelas que nos
muestren la lenta desaparición de las fronteras de la realidad, el sentimiento
de derrota frente a la evidencia de nuestra insignificante existencia. Son
tareas que solo el arte literario puede asumir, en la esperanza de poder de
alguna manera afectar la transformación de los arreglos institucionales
existentes.
lugar llamado Santolaya, donde se celebran torneos de póker que representan un
desafío contra la duración del tiempo; el juego por excelencia,
metafóricamente, es el juego de la
duración. Es un lugar donde las tardes pasan lentas, como si en ellas se
repitiera la eternidad. ¿Y quién será el más adecuado para sobrevivir en esta
metáfora darwiniana del mundo? ¿Quién será el favorito para ganar un juego de
poker que comienza, fiel a la cotidianidad de cada rutina, todos los días a las
tres de la tarde? Estas son preguntas
existenciales que flotan en la novela de Borges, proponiendo respuestas tímidas
pero sintomáticas: ¿ganan siempre los rapaces? ¿ganan siempre los indiferentes?
Nuestra niña del salto encarna las
respuestas volando con su ligereza, desinteresada en el aprisionamiento de su
cuerpo, elevándose por encima de los lugares que observa en su existencia
cotidiana; ella ha encontrado una estrategia excepcional: rebota de salto en
salto, como en un eterno juego de Rayuela.
Confiando en la ilusión, en la imaginación, en una creatividad gracias a la
cual logra no ser asfixiada por las certezas hipócritas dictadas por la triste
rutina de su vida.
que Edgar Borges comparte con otras grandes figuras de la literatura: la de
saber ver una realidad que puede contrarrestar un tipo de sociedad que
considera una virtud el control de los impulsos, recurriendo siempre a la misma
lógica, a la misma racionalidad angustiante. Vivir de esa forma, por supuesto,
hace que a veces ella se sienta extraña, solitaria. La irrealidad de lo
cotidiano en la que está envuelta la vuelve al principio indiferente; sin
embargo, más adelante, saltando y saltando, en su Rayuela imaginaria, pero cada vez menos autorreferencial, alguien
aprenderá a compartir con ella esos momentos de escape que anticipan su caída
en la nada. Aprenderá, y al mismo tiempo enseñará, nuestra niña, que mientras esté colgado en su pared en el bar, el reloj
continuará golpeando incesantemente sus golpes regulares, haciendo que los
personajes sigan tales latidos, jugando mecánicamente su papel como fantasmas.
Si lo quitamos de su lugar, otra regularidad podrá aparecernos: Santolaya se
hará cada vez más real, para el lector, porque representará una suspensión del
tiempo. Su función artística será la misma que la del salto para la niña: crear un tiempo, un momento a través del cual
distraerse del pensamiento de la inevitabilidad y de la linealidad precisa y
regular del curso de las cosas. Aprenderá, y al mismo tiempo enseñará, nuestra niña, que los seres humanos no viven más
que en unos momentos: el breve momento de un salto dentro de su Rayuela.
sociólogo italiano.