Son cruces abiertas nuestras vidas. Acerca de «Los dormidos y los muertos» de Gustavo López

En esta novela, los hombres parecen
protagonizar todo: la historia, la violencia y las decisiones, pero en realidad
son las mujeres las racionales, humanista y empáticas.


Por: Mateo Ortíz Giraldo*
Los
dormidos y los muertos
(Rey+Naranjo,
2018) de Gustavo López tiene todo en
contra para ser puesto en ese estandarte quisquilloso y esnobista de “buena
novela”. Las razones son múltiples y dispares: narra un periodo de la historia
de Colombia que nos gusta pasar de la largo, ese que va de finales de los 40
hasta finales de los 60; allí, en la génesis del conflicto armado; porque se
centra en una familia clase media de un pueblo godo y frío, como lo es
Manizales; porque va a medio camino entre el tono de eufemismos y decorados
propios del grecoquimbayismo y el lenguaje callejero, propio de la novela
urbana; también, porque usa como pretexto la vida efervescente de un
adolescente para guiar la narración. En últimas porque es un libro raro, todo
un lunar en la montaña.
Es precisamente esa rareza lo que lo
hace un libro maravilloso, lleno de matices y sarcasmo que lleva al lector
a  toparse con la infame historia
colombiana sin caer en dogmatismos. Para lograra esto, el autor se vale de una
capacidad cada vez más en desuso (y aquí me perdonan si sueno como viejito
manizaleño) para hablar de estos temas: el estilo, la punción etérea, digamos,
lo que  Vila-Matas  dice que pesa más
que el mismo argumento. Pero eso no es lo que vengo a discutir aquí. 
Lo que me inquieta en realidad, es todo
lo que esta novela supone. Al leerlo, no es sorpresa hallar relaciones con
autores como R.H Moreno-Durán o Fernando Ponce de León. Dos voces que
emplearon la erudición machacona en pro del sarcasmo y el humor renegrido, de
ese pegachento y que lo deja a uno
achantado porque en últimas, lo hace reírse a uno, de uno mismo, de su realidad
como hijo de una nación esquizofrénica y paranoide.

Entre
la calle y la casa

Miremos los contrastes. Primero, nos
propone un relato al estilo de la novela urbana, pensemos un momento en “Opio
en las nubes” (que no es el mejor ejemplo, pero funciona) de Chaparro Madiedo o en “El atravesado”
de Andrés Caicedo. Ambos, toman a
los personajes y los persiguen en las calles, en los andenes como Manuel Mejía Vallejo en su natal
Medellín. Cargamos tras los personajes una cámara que registra sus movimientos,
como si fuese una película de Trauffau o Godard: todo matices, naturalidad y
olor a asfalto. En ello, como si fuese “Agarrando pueblo” de Carlos Mayolo, sentimos las voces, los
pitidos, vemos el barrio obrero y el clase media, la iglesia y los parques,
bares y cafés. Mientras esto ocurre, también hay un relato íntimo e intimista,
con esos cuadros costumbristas de situaciones familiares como un Chejov paisa
que narra la vida de la familia Almanza Plata.

Entre
el eufemismo y la jerga

Para unir esas dos escenas, se requiere
de un uso del lenguaje igual de ambiguo y contradictorio. Usa, como lo dije
antes, los juegos floridos del grecoquimbayismo al estilo de Tomás Carrasquilla o de cualquiera de
los “Gorilas”, como se le llamó a los escritores de inicios de siglo y también
emplea el bello recurso del madrazo callejero, del dicho de mamá y de los
proverbios del barrio. Así, López,
crea un matiz inquietante que deja en el lector una sonrisa de no saber si todo
es un ejercicio mamagallista o si en realidad el escritor es un tipo
excepcional.
El matiz que logra ambas situaciones: el
eufemismo y la jerga callejera; la novela urbana y la costumbrista, dan origen
un relato de contrarios que no solo se queda en la forma sino que también se
materializa en lo que narra. Nos muestra a una familia que ejemplifica a una
Colombia chica: un padre godo, una madre cansada de la política, un hijo mayor
perdido, una hija que se niega al dolor de la degradación corporal y se
suicida; otro hijo de armas tomar y de izquierda, una hermana silente y sin
matices; otro hermano adolescente y marxista; y un hermano menor criado por la
madre. Miren el panorama y verán que es la fórmula del caos. Como este país.
En medio de este, también se narra, de
fondo, la vida de Laureano Gómez, el
hombre tormenta y de Camilo Torres.
Ambos, tan diferentes y necesarios. Gómez,
para darnos cuenta de nuestra entraña violenta y Torres para descubrir cómo la violencia logra llegar hasta los
cuerpos más sensibles. Personajes diferentes, pero unidos, precisamente por esa
escala de grises que es la familia Almanza Plata. Esto, nos deja como resultado
una estampa de la Colombia de los 60s  no
muy diferente a la actual con la radio de fondo y los ecos de tangos y operas
como banda sonora.

Un
Werther paramuno

El cóctel de esta novela, no termina
aquí. Además de esos contarios, está presente la narración de una novela de
formación protagonizada por Eccehomo
o Cheché Almanza. Él refleja la figura de un Werther de páramo  o  un
joven artista de Joyce descubriendo
los lupanares de Manizales. Cheché crece en la novela y con ello, crece su
confusión, sus temores y deseos. Su presencia exuda pubertad y transformación.
Este hecho nos guía a través de la vida de un adolescente de los 60s, como lo
hizo Fernando Ponce de León en Matías (la primera novela urbana de
Colombia). Mientras su extrañeza se acrecienta, el país empieza a desangrarse y
él toma partido.
Todo lo ya mencionado se amplifica y
enriquece con unos personajes femeninos inquietantes. En esta novela, los
hombres parecen protagonizar todo: la historia, la violencia y las decisiones,
pero en realidad son las mujeres las racionales, humanista y empáticas. Sobre
la figura de Antonieta (hija mayor de los Almanza) se refleja la tenacidad y
apropiación de su cuerpo. En Adelaida (la madre), está presente las madres
entregadas y decidas que componen las familias; pero también es contestaría y
sensible. Por su parte, Luxemburgo novia de León, el hijo de armas tomar, está
presente el humanismo, la empatía y la razón; ella expone diálogos fascinantes
que ningún hombre en la novela desarrolla. La lista es la larga: las
prostitutas, la esposa de Laureano Gómez y la secretaria de Camilo Torres.
Mujeres que ejercen una racionalidad que no está al lado de machete de macho.

Las
cruces

Leer Los
dormidos y los muertos
es ahondar en ese diálogo de Macbeth de Shakespeare donde Lady Macbeth dice que
los muertos y los dormidos son solo imágenes, están quietos y no hay porqué
asustarse. Con esta novela nos damos cuenta que en esa quietud está la
extrañeza, la complejidad y la belleza. Una belleza rara que radica en esa
sinceridad y tranquilidad con la que López
escribe.

Al final, esta es novela invade al temor
de temblor; un temblor que deja a los muertos con las sepulturas revolcadas y
las cruces abiertas y a los dormidos con los ojos secos, impávidos. Es decir,
al lector, es decir, a Colombia.


*MATEO ORTIZ GIRALDO.

Leedor. Presunto escribidor.
Estudia periodismo y filosofía. 

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Twitter: @plumasinave




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