Por: Juan Silova S.
Aquí, esperando a Gabo. Tocamos a la puerta de un cuartito de hotel de mala muerte, de paredes desvencijadas, la puerta ocre por el óxido, la pintura descascarada.
Se demoró en abrir. Decidimos esperar. Abajo, un niño salió de una habitación, sudando. Sólo entonces abrió Gabo con cara de resignación. Yo estaba de espaldas, inclinado hacia adelante en el balcón interior del claustro, mirando hacia el patio del viejo edificio. Volví la cabeza torciendo el cuello y entonces lo vi. Se había echado en la cama sin darle importancia a los visitantes. Me quedé fijo en los detalles, sabiendo que tenía que retenerlos para poder contarlos, relatarlos más tarde: pantalón café de terlenka, camisa blanca, revuelta la melena; las medias grises gruesas, tejidas, erizadas; los zapatos, obviamente, de material, despegada la suela en la punta y, en la parte interna, pelados en los bordes. Todo un Nobel, me dije. Le tiene sin cuidado el resto del mundo. La posición fetal en la cama se tornó de borracho, de cadáver de Scarface bajo aquella sombra en forma de cruz, en una calle (la del 32, 1932).
Al fin, se levantó. Abrió un libro y me lo pasó. –Lo estaba esperando- dijo- Quítele la sobrecubierta y páselo a sus compañeros, espolvoreándolo. Así.