Por: Álvaro Mata Guillé*
Los hombres de libros podemos ser tan sanguinarios, tan corruptos, tan estúpidos, como cualquier mortal. Es mejor que reconozcamos nuestras limitaciones y también nuestro poder específico que es convencer. (Gabriel Zaid)
“El fin justifica los medios”, decálogo con el que Nicolás Maquiavelo basa su libro El Príncipe, escrito durante su exilio de San Casiano, cuando era perseguido por los Médici hacia el año 1512, quienes lo acusan de conspiración. En El Príncipe, Maquiavelo señala las pautas que se deben seguir para conquistar el poder y enquistarse en él, utilizándose, sin contemplación, todos los medios que sean necesarios para lograrlo, desde amedrentar hasta el chantaje, desde el disimulo hasta el horror, desde la mentira hasta la eliminación del enemigo o el aliado, constituyendo una “moral sin escrúpulos”, una “convivencia sin ética”, un ideario que estructura en acciones la indiferencia y la negación del otro, que son los mismos condicionantes que caracterizan la actividad política, la vida económica, la dinámica cultural, de las sociedades contemporáneas.
Años después, Shakespeare lleva las frías prescripciones de Maquiavelo a otros ámbito de la vida cotidiana, mostrándonos, sin tapujos, la monstruosidad de los comportamientos privados, los secretos de nuestra intimidad enceguecida por el odio, la perversión, las pasiones –la atracción, la envidia, los complejos– que motivan las ambiciones y contenidos de nuestras conductas, las que escondemos entre las muchas máscaras que usamos para disimular tanto la codicia como la obsesión posesiva, la usura como la avidez de subyugar o someter, el disfrute del que tortura o que el abusa, como nuestra mezquindad o nuestra barbarie.
La pretensión de dejar atrás al salvaje que nos habita, fue la ilusión por la que apostó la modernidad creyendo que educación y progreso nos haría mejores y otros, engreída en sus ideales de “civilización”
Métodos, motivos, conductas, que perpetuadas, nos llevan en muchas ocasiones, más allá del horror; atavismos que permanecen en nosotros desde el inicio de la tribu y las ciudades, y aunque en apariencia las coyunturas cambien, la tecnología progrese, y junto a los avances de la ciencia y el consumo nos impongan la ilusión de ser otros, distintos al primate-bestia que se desplazaba hasta hace poco por llanuras o pastizales, las relaciones humanas –el nosotros con nosotros, con el vos, el tú, el yo– sólo se transfiguran, sólo mudan, sólo cambian de ropaje a través de significados o referentes, cambiando el decir que interpreta la inmensidad muda que nos rodea, pues así nos hemos construido: sumergidos en nuestras creencias, en el percibirse que se hace lenguaje disfrazando al animal en tránsito hacia la finitud, pero que la literatura –el canto en nosotros, la otra voz– desnuda, haciendo aparecer en Yago, Ricardo III o los personajes de Sade, la oscuridad de nuestras apetencias, evidenciando al íncubo que reproduce el modelo del que decimos distanciarnos, la barbarie que al seguir ahí, en nosotros, nos hace cómplices, asesinos o estúpidos.
La pretensión de dejar atrás al salvaje que nos habita, fue la ilusión por la que apostó la modernidad creyendo que educación y progreso nos haría mejores y otros, engreída en sus ideales de “civilización”, Nietzsche desnuda sus carencias con su grito de Dios ha muerto, muerto el absoluto, el cielo y el infierno, pero sobre todo por los campos de concentración, cuando el sadismo, el odio, la perversidad se manifestaron con todo su furor, enfrentándonos al sentido de las cosas, desnudándonos ante nuestro propio espejo, sabiendo que el horror se multiplica poseyendo cada acción: nuestros ojos, los valores de progreso, a lo políticamente correcto que vacía y corrompe el lenguaje, al humano que quiere serlo y al otro que lo destruye. Ejemplos que ilustren la reproducción de nuestros males hay muchos: la trata de personas, el secuestro, la prostitución, el lavado, la venta de armas, hechos que superan fronteras e ideologías, pasan por alto buenas intenciones y propósitos, impregna gobiernos y a la economía, derruye culturas, instituciones, personas, evidenciando nuestras miserias, las que intentamos esconder infantilizando argumentos, encubriéndolos de sentimentalismo, cursilería, del lenguaje hueco del burócrata o mutilando el alma.
Cultura de una moral sin escrúpulo, que no distingue entre buenos o malos, asemejando la corrupción del sicario a la del inversionista, a la del cliente como a la de su abogado, a Yago, a Ricardo III o Tito Andrónico, transfigurados en funcionarios, en escritores, en sacerdotes o en médicos. Repitamos: los hombres de libros, es decir, los poetas, los intelectuales, los académicos, los bien intencionados, podemos llegar a ser tan sanguinarios, tan corruptos, tan estúpidos, como cualquier mortal, puesto que en cada uno de nosotros habita un atavismo, un pedazo de barbarie, un campo de concentración.
Foto: Archivo particular Libros & Letras.
*ÁLVARO MATA GUILLÉ.
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