Cuántas agudezas no se han dicho alrededor del libro y cuántas estupideces. Tantas que podríamos llenar páginas enteras citándolas. Quienes amamos los libros, a una de ella nos negamos, esa que nos quiere aplastar con la esperpéntica tesis infantil de para qué tantos libros. Libros guardados y reservados en los fondos de las bibliotecas particulares para regocijo de sus propietarios, de sus amantes, que están allí desde siempre, esperando la muerte de su amoroso dueño para irse, obligados por los ignaros herederos, a otros lugares, distantes, a sufrir los desmanes de quienes no creen que el libro sufre y piensa y razona. Si no fuera así solo se harían pocos libros, no habría necesidad de nuevas ediciones, ni habría que escribirlos.
Los libros tienen dueños y los dueños tienen derechos que son inalienables, que están por encima de las prosaicas obligaciones del matrimonio, de la potestad paterna o filial, están por fuera de los principios constitucionales y de las leyes, de las censuras y de los desprecios.
Las bibliotecas son los únicos lugares del mundo donde conviven no solo los que aman, sino también los que odian, quiéranlo o no. Allí pueden estar muy juntos, por mucho tiempo, los tiranos de las más raras costumbres con los anacoretas de severa reciedumbre, y los sabios más intrépidos con los más vulgares hacedores de vergüenzas. Los demócratas serios y los vendedores de ilusiones, los mentirosos y los decentes, los imbéciles y los inteligentes. Ahí están, y durante días y noches completas, en absoluto silencio, comparten los anaqueles de una biblioteca, hasta cuando salen de allí a cumplir su única labor cierta y formidable, enriquecer o empobrecer a su dueño, a su mentor, a su defensor, a su crítico, a su amigo o enemigo, que buscará en sus páginas -los corazones del libro- las ideas que le gustan o no. El libro entonces habla, tiene ese derecho que quieren quitarle los inquisidores de mentes pequeñas y viles.
El libro no se mueve sino cuando su dueño quiere. Algunos lectores lo leen y lo sueltan y lo dejan para que otros también lo lean. Hay libros que merecen ese desprendimiento, ese sino trágico, como si fueran periódicos de ayer, pero otros no lo merecen, y llevarlos y poseerlos es tan lícito como engolosinarse, como esconder unas gustosas golosinas para la noche, en la soledad de una habitación y, sin compartirlas, consumirlas con el placer infinito que se siente cuando se tiene un manjar para uno solo -solito-. Es más apetitoso.
Nada acabará con los libros, como no se acabarán los buenos y malos manjares. Al contrario, habrá más de los imaginados y siempre habrá quien los guarde, libre o secretamente. El libro es una joya que muchos odian. Una joya altanera y elocuente. Inteligente. En ocasiones mezquina, como sus autores, caballerosa pero también infame, mendaz. Tantos libros rastreros guardados para que los siglos sepan que sus autores fueron despreciables. Tantas páginas que desnudan hombres de una sordidez solo descubierta primaveras después por un libro, por unos libros. Tantas historias escondidas para que en un verso, cuando todos hayan olvidado la ofensa, la aviesa infamia que se quiso ocultar, se destapen como lo han hecho los libros prohibidos, que aparecen de manera atinada para derribar falsos ídolos, estatuas de hipócritas que gozaron del indocto silencio de sus contemporáneos.
El libro es peligroso, pero audaz. El librero, el bueno, lo sabe. Le han develado el secreto o lo ha podido averiguar en una noche fantasmagórica, en la recóndita espesura de una biblioteca. Los libros escapan, llevados por una mano enigmática, a las usuales quemas de los eternos y torcidos torquemadas, esos que nunca faltan. Casi siempre de corta inteligencia, ladinos, hipócritas y nefastos, permanentes oferentes de su indignidad, escondidos en la falsa piedad de sus recomendaciones, de sus melindrosas voces, con esas manos que retuercen el escapulario con la misma pasión conque defenestran a sus serviciales enviados o violan la esperanza de infantes que caen en sus ruines proposiciones. Para ellos el libro es combustión, contagia el mal, acarrea la desgracia, descubre la barbarie. Los tiranos lo saben y lo prohíben. Es maldito. El libro es maldito y por eso los espíritus libres lo aman porque lo conocen mejor y saben cuánto vale y cuándo no vale. Lo saben. Lo han leído. Han hablado con él en la soledad de sus bibliotecas… y también lo desprecian, pero no lo arruinan. Algunos sádicos lo conservan, porque el coleccionista obsesivo -y casi todos lo son- se vuelve urdidor de perfidias, y esos libros son magníficos contertulios para momentos muy singulares. El bibliófilo sabe hablar con esos protervos enemigos, sabe arrastrar un libro por las cañerías de la roña y descubrirlo, abrirle las páginas para interrogarlo con fiereza y descuartizarlo, hacerlo pedazos, restregarle su venalidad, su destino pavoroso de instrumento de la afrenta.
Prohibir un libro es insuflarle vida, prestigio, fuerza. Los que lo prohíben se convierten en tutores del destino libresco. Entre más acendrado sea el odio por el libro, más interesa tenerlo, hasta sus más sagaces enemigos quieren buscarlo y descubrir la razón del miedo que engendra. ¿Cuántas biografías prohibidas no han sido leídas solo por llevar el adjetivo prohibida? La iglesia lo entendió cuando eliminó el famoso Índex librorum prohibitorum que tanta reputación le dio a malos y buenos escritores. También los libros raros y curiosos, como los llaman en algunos lugares, enriquecen esa pasión que produce el conjunto de muchas hojas de papel que encuadernadas, como dice la Academia, forman un volumen.
Y al final, el diccionario, el libro tormentoso, el magnífico por sabio, por plácido, por descubridor y sublime. Cuánto no daríamos todos por saber lo que sabe ese libro de arena, ese portentoso tomo dividido en tantas partes y en tantas condensado, ese libro de los sueños, de los enigmas revelados, de las pasiones descubiertas, de las divisas y las inteligencias. Sabiduría legendaria engarzada en miles de palabras, libro imponente en los estantes de las bibliotecas, guardado celosamente al lado de los otros, pero seguro de su influjo, sabedor absoluto de su dominio, de su jerarquía, de su misión. Nadie lo desprecia, porque su cometido, mientras viva el hombre, no tiene límites, no los puede tener. Es paciente y se ha robustecido con el tiempo, porque guarda en sus páginas las maravillas que han hecho posible este mundo y los otros que posiblemente existan.
¡Tantas razones, y tan pocas al tiempo, para tener libros!