Todo El Tiempo pasado fue mejor.
“No hay mejor noticia que una mala noticia”, Carver, ‘Tomorrow never dies’.
Por: Jimmy Arias* / Montreal.
Los ojos se me cierran. Párpados Vs. Voluntad. Recuerdo aquella vieja caricatura de Tom y Jerry: Tom, vencido por el sueño, ve cómo un angelito (Morfeo, supongo) le levanta los párpados y le aplica, con una almohadilla, ciertos polvos mágicos en ambos globos oculares. Y, por supuesto, Tom cae noqueado. Lo mismo me pasa a mí. Solo que yo no necesito que alguien me ponga nada en los ojos. Estoy a punto de quedarme completamente dormido.
Son las 2 menos cuarto de la madrugada, pero llevo una semana sin dormir a la hora habitual por culpa de nuestro Jefe de Redacción estrella, que se empeña en hacernos sentir como guardias de seguridad, más que periodistas, expectantes y alertas ante la inminencia de cualquier catástrofe, tragedia o suceso de cualquier tipo que sirva para llenar las páginas de nuestro periódico y vender más de ellos. Por eso todos, incluyendo a los de la sección de Farándula, como yo, tenemos que hacer la estúpida guardia nocturna. Maldito enano de los mil demonios y sus ideas de pacotilla.
Nuestra tarea fundamental es rastrear otros medios de comunicación, especialmente la radio y el internet y, por turnos, el escáner que interviene los radioteléfonos de la Policía metropolitana. Si ya hasta me sé algunos de sus códigos: 902 (secuestro), 906 (violación), 917 (suicidio) y mi favorito: 909 (exhibiciones obscenas), entre otros.
También nos toca revisar el cierre del periódico, página a página, en busca de gazapos. ¿Quién putas va a ser capaz de encontrar una tilde mal puesta a medianoche o a las 2 de la madrugada? ¡Por Dios! Obvio, el enano cabrón jamás hace uno de esos turnos, porque, según él, ya hizo suficientes cuando era principiante. Desde luego, mucho hay de envidia y ajuste de cuentas, porque los de Farándula y otras secciones ‘frías’, como Cultura o Tecnología, nunca tenemos que vérnoslas con muertos, ni tráfico de drogas, ni secuestrados. En resumen, tenemos las fuentes de información más placenteras, los mejores viajes, y sin untarnos las manos de sangre o demás fluidos que manan de las heridas putrefactas de la ciudad o de la patria. De malas, resentidos.
Hacia el final del turno, sobre las dos de la mañana, también hay que revisar el ‘tiro de adelanto’, es decir, los primeros periódicos, fresquesitos, recién salidos de la rotativa, que serán enviados a los directivos del diario y a los clientes más cercanos. Luego deben llegar inmaculados a sus manos, libres de errores y, en la medida de lo posible, con toda la información actualizada. Evidentemente, es una labor a realizar con lupa y con la espada de Damocles en el mero pescuezo del pobre idiota que esté de turno. Una coma mal puesta puede a uno mandarlo a la calle. Así de simple.
“¡Eh! Manrique, ¡tiro de adelanto, y baja las patas del escritorio!”, es el grito que me devuelve a la vigilia, a la vez que me golpea los sentidos una oleada de tinta fresca y de papel caliente. “¡Tomate otro café y abre los putos ojos antes de que sigamos imprimiendo el resto. ¡Tienes 15 minutos, mueve el culo!”, me reitera, con el tacto de siempre, López, el Editor Nocturno.
Me rasco los ojos, me pongo las gafas y apuro un largo trago del café frío que tengo sobre mi escritorio desde hace horas. Sacudo la cabeza un par de veces para zafarme de la modorra, como si tal cosa fuera posible.
Hoy me toca revisar la sección de Cultura, las caricaturas y efemérides, y los obituarios. Al parecer es mi noche de suerte, porque estas, además de ser las que menos errores suelen tener, son las que nadie lee. Excelente.
Paseo la vista por antetítulos, títulos, sumarios, leads y, obvio, Olafo el amargado, Educando a papá, Benitín y Eneas, por puro gusto, porque si hubiese errores allí, no habría forma de corregirlos. Dejo para el final los obituarios, a los que también les saco un gusto morboso por la prosa melosa y sentimentaloide de los dolientes, que creen que con un pedazo de papel se les va a remendar la conciencia de no haber dicho a tiempo lo que debían.
Como siempre, son cerca de dos páginas de gente muerta, como panteón impreso. Adita de Salamanca, Margarita Saldarriaga, Julián Alberto Restrepo, Eulalia Estupiñán, etc. Algunos traen la mejor foto en vida del que partió, luciendo sus mejores galas, corbatín, corbata, mucho encaje, mucha organza… Bostezo, me rasco los ojos de nuevo y trato de aguzar la vista, nombre tras nombre, hasta que llego a uno que me hace re-enfocar y sacudir la cabeza otra vez: Jaime Andrés Manrique, acompañado de una foto mía. Luzco tranquilo, sonriente y sin corbata, con un suéter gris o algo por el estilo. Una vez más, zarandeo la cabeza, me quito las gafas, y leo muy de cerca esa parte de los obituarios: sí, no hay duda: Jaime Andrés Manrique, soy yo mismo:
Jaime Andres Manrique Cuervo
Descansó en la paz del Señor
Hijo ejemplar y profesional intachable. Recuerdo de su madre Adolfina Cuervo Vda. de Manrique, familiares y amigos.
Agosto 9 de 2006
Bogotá
Exequias: parroquia de La Porciúncula.
Hora: 3 pm
Destino final: cementerio Jardines de paz
Hora: 5:00 pm
Sí, no hay duda, soy yo. Estoy muerto, ¡jajajajaja! Buena López. Y llamo al editor nocturno por el altavoz mientras me paro y trato de ubicarlo, con la vista, al otro lado de la Redacción.
“Eh Payaso, ¿dónde está Lopez?”
“Orinando, ¿para que lo quiere?”
“¿Es, según el periódico de mañana, estoy muerto jajajaja”.
“¿Cómo así?”
Y Payaso, el editor de judiciales, viene hasta mi escritorio con su tradicional caminado, balanceando el cuerpo de lado a lado, y las ojeras, más negras y largas que de costumbre, que le dan a sus cachetes amarillentos la apariencia de maquillaje de circo, o de taimado sabueso.
Coge el cuadernillo con ambas manos, las gafas en la punta de la nariz, se chupa los dientes y exclama:
“En efecto, Manrique, estás muerto”.
“¿Qué es esa mierda, Payaso?”.
“O se nos acaba de ir el gazapo más grande en el siglo y medio de historia del periódico o estoy viendo un fantasma”.
“No jodas Payaso, si hasta tiene una foto mía. Y ni siquiera estamos en el Día de los Inocentes! ¿Quién hizo esta mierda?”.
Y Payaso llama por el altavoz a López, quien ya se acerca y, cuando lo ponemos al corriente de la situación, nos sugiere consultar a Mosquera, el encargado de los Obituarios.
“¿Llamarlo, y para qué? ¿No me están viendo?”.
“Cálmate Manrique, en los 15 años que llevo como editor nocturno y, si la cabeza no me falla, nunca había visto algo parecido. Y recuerda que la transparencia es uno de los pilares fundamentales de La Verdad, luego tenemos que llegar al fondo de esto. Hay que actuar con cautela”, me responde López con su tradicional estilo aleccionante.
“Es obvio que hay que desmontar ese obituario. Alguien está mamándonos gallo, o mamándome gallo…”, alego.
“Ni tan obvio Manrique. Hay que hablar primero con Mosquera”, riposta el editor.
Afortunadamente, Mosquera es de esas personas que sí contestan el teléfono a las 2 de la mañana como si nunca se hubiera acostado a dormir. Solterón, cercano ya a los 60 años, probablementeno tenga nada más que hacer con su anodina existencia, que estar pendiente de su trabajo. En este caso, mejor para mí. No obstante, cuando Lopez cuelga quedo estupefacto:
“Manrique, Mosquera dice que ayer, en la mañana, lo llamo su mamá para ordenar su obituario. Dijo que lo habían matado en un tiroteo, o algo así, y que, por favor, que lo acompañaran con una buena foto…”.
Manrique, Manrique, ¿qué le pasa?
Y no me queda más remedio que buscar una silla y sentarme, porque no entiendo nada de nada:
“Pero, pero… déjense de maricadas, ¿es que es mi cumpleaños? Pero si yo cumplo es el 10 de mayo… Tampoco es 28 de diciembre, así que no me jodan, como así que mi mamá llamó…”
“Pues eso es lo que me acaba de decir Mosquera, si quiere llámelo usted mismo…”
”Qué llamada ni qué llamada, es una broma de muy mal gusto señores, mi mama falleció hace 15 años…”
“Mire Manrique, a nosotros ni nos mire, algún amigote suyo le debe estar mamando gallo. Pero por aquí no busquesospechosos”.
“El par de amigos que tengo están de viaje y mi hermano es un tipo muy serio como para ponerse con esas pendejadas. Bajemos el anuncio ese y yo me ocupo de encontrar al bromista y partirle la cara”.
Y, como si acabara de mentarle la madre, López abre los ojos como platos y me dice que eso es imposible, que la página ya está lista para y que, además, alguien pagó por semejante anuncio, luego el diario tiene un compromiso tácito con el anunciante, que por nada del mundo puede ser desecho. Y remata asegurando: “esa es, ni mas no menos, la línea que nos separa de la anarquía, así de simple Manrique”.
Y miro a Payaso como buscando apoyo antes de soltarle: “No hable guevonadas López, ¿qué no me está viendo aquí parado? Estoy vivo, VIVO!!! ¿Y se imagina lo que me puede pasar si se publica esa vaina? Con los bancos, con las empresas de servicios públicos, con mis familiares y amigos… Si hasta podríamos matar a alguien del susto o de la tristeza… mi abuelita…”
“Uy sí López, Manrique tiene razón, imagínese el mierdero que se le viene encima al pobre”, riposta Payaso, oportuno.
López se rasca la calva, que siempre me ha recordado al personaje protagonista de la serie animada El Crítico, y al fin me da algo de razón: “Pues no había pensado en eso. ¿Y es que nos va a demandar por daños y perjuicios o qué Manrique? Porque lo puedo ir echando ya mismo si se me da la gana, por alzado…”.
“¿Qué? Payaso, ¡López se volvió loco!¿Oyó usted lo mismo que yo?”, y escruto a Payaso con los ojos desorbitados, cogiéndolo por el cuello de la camisa como si fuera su culpa toda esta debacle.
“Mire Manrique, si bajo ese aviso, mañana los de Publicidad están arrancándome las pelotas, porque, seguro, les va a pedir la devolución del dinero, sea quien sea el pendejo que hizo publicar eso. Así que le propongo algo: dejamos el anuncio tal cual, y metemos en la página de opinión una fe de erratas al día siguiente, ¿qué le parece?
“Me parece que usted está loco López. Dígame una cosa, qué pensaría su hija, sí la de Natagaima, si se enterara, mañana por la mañana, de que usted se murió, pero resulta que no, que está muy vivo y usted la llama para contarle y la mata de un susto. No hay fe de erratas que valga y menos una que sale un día después!”
Lopez le da vueltas a su argolla de matrimonio, lo que siempre hace cuando esta ofuscado, antes de responder: “Mire Manrique, yo no voy a bajar ese anuncio, luego le sugiero que se calme y se olvide del asunto, por ahora, ni que estuviera de verdad muerto. Además, ya le dije, eso debe ser algún amigo suyo mamándole gallo y yo no voy a poner en peligro la integridad del proceso de cierre e impresión del periódico más importante del país, por esas pendejadas”.
“Que integridad ni que mierdas López, no se haga el correcto que por pendejadas más insignificantes nos hemos colgado con el cierre. O no se acuerda cuando le robaron la cadena al niño timbalero y usted nos hizo esperar hasta que llego la foto del niño llorando…”.
“Sí, pero con la anuencia de Don Fernando”.
“Ah, entonces sí se puede. Pues pregúntele y vera que él también está de acuerdo conmigo”.
“Jajajaja, buena esa, ya mismo llamo a don Fernando a estas horas para que me miente la madre y me eche, como no…”
“Pues entonces deme el número y yo mismo lo llamo”.
“Vea, Manrique, váyase para su casa si quiere, ya mismo, no hay problema. Prefiero que no termine el turno, pero que nos deje trabajar en paz”, y, sin más ni más, me da la espalda y se va. Así mismo, Payaso, cual si la desgracia ajena fuera contagiosa, se larga también.
Boquiabierto, solo pienso que a lo mejor sí me quedé dormido en mi escritorio y que todo esto es una absurda pesadilla. Por eso, de una me voy a mi casa, seguro mañana, cuando despierte en mi amada camita, todo volverá a la normalidad. Agarro mi chaqueta y me voy, sin siquiera apagar mi computador.
Pero como dice Pedro Navajas: “cuando lo manda el destino no lo cambia ni el más bravo” y rumbo al parqueadero que encuentro con Piraña, el conductor más pintoresco y alocado de todo el Departamento de Transportes, condenado a cadena perpetua en el turno de la noche por haber estrellado una camioneta del periódico por exceso de velocidad.
“Uy Manrique, como el chiste del caballo en el bar: ¿por qué esa cara tan larga?”
“No me joda Piraña, que hoy no es un buen día, noche, lo que sea…”
“Fresco mijo,cuéntame tus penas que para esas estamos…”
Y cuando lo pongo al corriente de mis peripecias esotéricas y paranormales, de una me da la razón. Al fin alguien se pone en mis zapatos.
“Ese López es una ladilla. Todo el mundo ha tenido problemas con él. Pero no se deje achicopalar por ese pirobo, vea, esta noche no hay ni mierda qué hacer, si quiere lo llevo hasta donde don Fernando y usted mismo le pide que ponga a López en su sitio”
Y yo, ni corto, ni perezoso, le digo que sí, que de una, que no me la voy a dejar montar y me trepo en su camioneta, y salimos como alma que lleva el diablo por toda la avenida Eldorado rumbo a Rosales, al majestuoso penthouse de Don Fernando. Por el camino, mi improvisado y pintoresco compañero de infortunio saca de la guantera media botella de aguardiente, que nos empujamos en apenas algunos tragos.
Fiel a su fama de psicópata al volante, Piraña nos lleva a la zona alta de Rosales en diez minutos, desde donde se divisa Bogotá, en todo su esplendor, como una ameba multicolor y luminosa que devora la Sabana paulatinamente.
Solo que no habíamos contemplado un ‘pequeño’ detalle. En la entrada del edificio nos recibe Ñoño, el camaján XXXL guardaespaldas del director del periódico:
“¿Que vienen a qué? No sean maricas, no lo despertamos cuando el atentado del Nogal, si lo vamos a despertar por una güevonada como esa…”, nos dice Ñoño, bajándonos de la nube de una patada.
“Uy no sea perro Ñoño, mire que donde esa vaina salga mañana publicada, al pobre Manrique se lo lleva el que sabemos. No más póngase a pensar en lo que se va a demorar sacando el pasado judicial, la cedula, la libreta militar…”, repunta Piraña.
“Ya les dije que tenemos órdenes de no dejar entrar a nadie en la noche y, menos, a alguien del periódico. Así que mejor se van devolviendo y me quitan esa camioneta de ahí antes que llame al CAI”.
Pero Piraña no se rinde y mientras le pregunta si podemos, al menos, llamarlo por el citófono a ver si está despierto, me escabullo hacia el lobby, cerca de donde brillan las puertas metálicas de los ascensores. Con mano trémula llamo el elevador, pero Ñoño se acaba de percatar de que me metí a la brava y gira, literalmente, ‘en redondo’ para mirarme con ojos de matarife en celo. En vista de que la puerta no se abre, corro hacia la otra esquina del lobby, a donde un aviso luminoso anuncia que están las escaleras.
“¡Oiga hijueputa, pa’ donde va!”, alcanzo a oír, antes de que la puerta se cierre detrás de mí, y ya con un tramo de escaleras recorrido rumbo al penthouse de Don Fernando.
Es un sexto piso, escaleras bien iluminadas y espaciosas, fino mármol blanco brillante de limpieza. Gracias a mis piernas largas y ágiles, los subo en un santiamén. Más abajo, me sigue la respiración agitada de Ñoño que habla por un radioteléfono, pidiendo apoyo, mientras intenta acortar distancia. Ridículo, apenas viene en el segundo piso. Piraña grita algo, que no alcanzo a entender completamente, porque un poderoso ¡blam! revienta muy cerca de mí, salpicándome de restos de concreto y pintura desde una de las paredes.
Y, al fin, como un flash informativo que me lanzara la cordura, recuerdo las palabras de López: “Mosquera dijo que lo habían matado en un tiroteo, o algo así”.
Y luego la voz agitada y a trompicones de Ñoño: “Manrique, quieto hijueputa o lo quiebro”.
Entonces, bien adiestrado por las películas, suelto la manija de la puerta del sexto piso, levanto las manos y me doy la vuelta: “Fresco Ñoño, todo bien, no voy a meterlo en líos, fresco”.
Al fin, Ñoño y el Piraña llegan al quinto piso, en donde el gordito se detiene, aliviado, a respirar apoyado contra la pared y con la pistola que me acaba de disparar colgando de una de sus manazas: “malparido Manrique, con ese estruendo ya nos van a echar es a los dos. Quítese de esa puerta ya mismo o lo bajo a pescozones”.
Y, sin bajar las manos, ahora sí preocupado por lo que me espera, comienzo a bajar, uno a uno, los escalones que me separan de ellos. Pero, culpa de la adrenalina o del trago, pierdo el equilibrio y me echo a rodar escaleras abajo.
Lo último que mi cerebro registra, antes de irse a negro absoluto, es un penetrante ¡crac! que siento debajo de la cabeza, una intensa punzada de dolor, sabor a sangre en la boca, y al Piraña que grita: ¡Jueputa, sí se mató!
* Noviembre 1, 2016
© Derechos reservados