Aquel terremoto había sido devastador. El feroz movimiento sísmico, responsable de varios miles de muertos y grandes pérdidas materiales tenía aterrorizada a la población. El país estaba en estado de emergencia.
Heridos, inválidos y desvalidos llenaban una lista interminable que se incrementaba cada hora; se necesitaría tiempo para retornar a la normalidad y si bien es cierto que no había sido la primera vez, pues su riesgo era permanente por estar cerca de una importante falla geológica; el Centro de Control de Sismos seguía los acontecimientos alarmado por la intensidad del fenómeno y las réplicas que aumentaban la zozobra.
Avanzada la tarde, el cielo estaba gris y espesas nubes entristecían el ambiente. Polvo, sirenas, humo, llantos y caras tristes en medio del desconcierto, parecían entonar un canto lúgubre por tan cruel castigo mientras la noche caía envuelta por una pertinaz lluvia que hacía más hiriente al frío.
4 de agosto…
Aquel día no había alcanzado a darme cuenta de qué estaba pasando, pero un grito a mis espaldas me hizo dirigir la mirada a escasos metros y en mi confusión, pude ver que dos inmensas macetas decorativas de una casa habían cedido para caer y hacerse añicos. Me asusté mucho y comencé a tartamudear mientras mi madre se inclinaba para abrazarme.
– Está temblando, hijo. No tengas miedo, pronto pasará.
Sin embargo, el ruido continuaba y pude notar que el suelo se movía en ondas perceptibles. Nunca había sido testigo de algo así y la cara de mi madre, de angustia, me asustó aún más y rompí a llorar. Me sentía indefenso y mi único consuelo fue pensar en papá.
Desde ese día, había transcurrido cerca de treinta años.
La voz del chofer que gritaba:
– ¡Terremoto! ¡Es un terremoto! – y sentir que era lanzado hacia adelante, me hizo volver a la realidad.
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