Un café en Buenos Aires con la escritora Josefina Delgado

Quizás
mi falta de respeto con Borges, como dices, fue cuando le dije que no estaba de
acuerdo con su elección del premio Cervantes


Por:
Pablo Hernán Di Marco*
Nada
más sencillo que conversar con Josefina
Delgado
. Por su sabiduría libre de poses y formalismos, por su trayectoria,
por su presente, por sus planes a futuro, por sus vínculos con muchas de las
mayores glorias literarias latinoamericanas… En fin, la reciente reedición de
dos de sus libros es apenas la excusa que encontré para compartir unas horas
con ella. Y bastó con saludarnos y pedir dos cafés para que los temas a
conversar se derramen de a montones sobre nuestra mesa. 
—Me gustaría que charlemos un poco sobre tus primeras
lecturas, Josefina. Entrecierro los ojos y alcanzo a verte de pequeña con un
libro entre las manos. ¿Cuál es ese libro que de a poco te atrapa?
JD: El primer libro que recuerdo como mío es Las aventuras de Tom Sawyer de Mark Twain. Era una edición de Jackson, ilustrada y en papel
brillante.
—¿Cuántos años tenés?
JD: Pienso en unos siete u ocho años, es un regalo de
Navidad de unas primas mayores que yo.
—¿Qué libros vendrán después?
JD: Luego vienen los cuentos de Andersen, y la hermosa colección “Robín Hood”, donde leería Violeta de Whitfield Cook, personaje con quien me identificaría fuertemente,
por tratarse de una niña audaz que emprende sus propias aventuras, y no solo
las de Louise May Alcott, Mujercitas y otras, sino también las de Emilio Salgari, El corsario negro y Sandokán.
—Qué maravilla Salgari, jamás debió poner un pie fuera
de Torino para ser capaz de describir como nadie esas historias de piratas en
el Índico. Por lo visto eras una lectora libre, ibas sin complejos de
Mujercitas a Sandokán
JD: Es cierto, tuve una gran libertad. Mis padres nunca
me dijeron que por ser una niña debía leer libros escritos para niñas. Y también
recuerdo Alicia en el país de las
maravillas
. Mujercitas lo leí en
una edición que no era de esta colección, sino de otra editorial que no
recuerdo, y que traía las fotos de la película que se había hecho por esa
época: Jo, mi hermana preferida, había sido interpretada por June Allyson, y Amy, la más linda de las
hermanas, por Elizabeth Taylor.
Corroboro: esta película es de 1949. Y cuando visité por primera vez Florencia,
desde luego que traté de identificar los lugares que Amy visita acompañando a
la tía Polly. Estos son los libros infantiles, así como Corazón de Edmundo de Amicis.
—Ese creo que fue uno de los primeros libros que leí. Yo de chico me pasaba
todo el día releyendo la historieta
Marco, de los Apeninos a los Andes. Y una tarde mi papá me dijo que esa historieta provenía de un libro, y después
se acercó a la biblioteca y me entregó Corazón.
Fue todo un momento.   
JD: Ya lo creo. Es un libro muy emocionante, y tendría
que volver a ser leído. Otro de mis libros queridos fue Papaíto piernas largas, pero como tenía al alcance la biblioteca de
mis padres, todo lo que estaba a mano lo leía. Libros de los que no me acuerdo
nada, pero que eran los bestsellers
de la época, como Un grano de mostaza
de Vicky Baum, o los tomitos de
teatro de Jacinto Benavente, Aguilar, tapas de cuero verde. Todo Pérez Galdós, la poesía de Antonio Machado o Juan Ramón Jiménez, libros que mi padre había comprado cuando llegó
de España seguramente como un lazo con su tierra… Y Gregorio Marañón, que era una lectura de mi madre… o María Lejárraga, María Martínez Sierra, una escritora española exiliada en nuestro
país  a quien conocí siendo muy chica yo
y lo cuento en mi libro Memorias
imperfectas
—Más adelante vamos a llegar a Memorias imperfectas, adoro ese
libro. Decime, Josefina, ¿cuándo llega la tentación de escribir? Yo lo llamo el
llamado de la selva.
JD: No olvidemos que Jo March escribe.
—Una influencia para nada menor. Es maravilloso que
hablemos de Jo como de una amiga que tenemos en común.
JD: ¡Claro que sí! Y Jo no solo escribe, sino que no se
lo cuenta a nadie, pero manda secretamente algunos cuentos a un periódico, ya
que la familia necesita dinero porque el padre está en el frente de guerra.
Desde los diez años yo escribía un diario, unas libretas que todavía guardo y
donde contaba todo lo que soñaba hacer. Y a los doce escribí una novela, más
bien diría un relato largo, en el que la protagonista se llamaba Hannah. Debo
tener el cuaderno de tapas coloradas guardado por ahí. Luego vino la escritura
vinculada a la crítica o historia literaria, los fascículos del Ceal, los
prólogos, las recopilaciones. Mi primer libro fue El marqués de Santillana. Vida y obra, para una colección del Ceal.
En los 90’ tuve el orgullo de visitar el despacho de un hispanista inglés, en
el King’s College de Londres, y allí tenía este librito. Pero mis libros para
todo público son ya tardíos.
  
—Publicaste
tu primer libro a principios de los años 70’. Me genera nostalgia aquella época
que no viví. No quiero idealizar porque de seguro ese tiempo también tuvo sus
claroscuros, pero contame qué diferencias notás entre el mundo del libro de
esos años y el actual. 
JD:
Dos grandes editoriales dominaban nuestro mercado, Losada y Sudamericana. Y
eran buenas. Publicaban autores argentinos y traducían a los mejores. Para el
autor que recién se iniciaba no resultaba sencillo que sus originales fueran leídos.
Y la divulgación de lo publicado tampoco era fácil. Mi primera publicación fue
en el marco de las colecciones del Centro Editor de América Latina, que era la
continuación de la tarea del gran Boris
Spivacow
, que había dirigido Eudeba, la editorial universitaria que surge
con la democracia de los 60’. Con la intervención a la universidad en 1966
todos ellos renuncian y Boris crea
el CEAL. Allí empiezo a trabajar siendo yo todavía estudiante de Letras, como
humilde dactilógrafa, aunque calificada. Quizás lo que en aquellos tiempos era
de gran calidad era la cadena de producción del libro: correctores de estilo,
correctores de pruebas, directores de colección… No se descuidaba ninguno de
estos tramos de la edición de un libro. Aunque tenemos la anécdota de García Márquez rechazado por el Ceal
pero finalmente publicado por la gran Sudamericana.
—¿Qué
influencia considerás que tuvo en nuestro mercado editorial la llegada de los
grandes grupos editoriales españoles?
JD:
Aunque puede haber aspectos discutibles y presencias fluctuantes, sin duda las
editoriales españolas trajeron la posibilidad de ampliar los catálogos y
permitieron que autores argentinos y latinoamericanos publicaran en esos sellos
y fueran distribuidos en el área de la lengua con mayor amplitud. Pero como se
trata de sellos comerciales —¿cómo no serlo y sostener un negocio?— se dan  todavía situaciones en las que el libro de un
mejicano, de un colombiano, de un nicaragüense, 
no llega a Argentina en tiempo y forma, y lo mismo pasa lo contrario.
Pero este es un tema que compete a los distribuidores, sin duda. Hay autores
latinoamericanos a los que conocí por haber visto sus libros en ferias del
libro de otros países. En Chile, en Guadalajara, en Barcelona, en Madrid.
—Tu libro Memorias imperfectas es un repaso
entrañable de tu vínculo con escritores icónicos como Borges, Cortázar,
Saramago, Donoso y tantos más. ¿Cuál era el trato que aquellos monstruos le
otorgaban a esa joven escritora llamada Josefina Delgado?
JD: Mi contacto fue en distintas épocas, y siempre me
acerqué a ellos con timidez y humildad. Su trato fue el que atribuyo a los
grandes, es decir, respeto, curiosidad por mis actividades. Con Cortázar caminé por la calle Florida y
yo tenía poco más de treinta años. A Saramago
lo conocí en su cumpleaños de setenta en Chile, compartimos el homenaje y nos
alojamos en el mismo hotel junto con otros invitados, él no era todavía Premio
Nobel, y luego lo recibí en la Biblioteca Nacional. Donoso fue mi amigo ya en 1982, cuando lo convoqué como jurado del
Premio Círculo de lectores que yo misma había auspiciado, y Borges era el más encantador de los
entrevistados, aunque con sus ironías y pinchazos… Y quiero mencionar a otros,
como Jorge Edwards y Mario Vargas Llosa, o Julián Barnes o Orham Pamuk

—Me gusta esa
frase de Balzac que dice que no hay que tocar a los ídolos, porque el dorado se
nos puede quedar pegado en las manos. ¿Te sucedió algo así con alguno de esos
próceres?
JD: Con ninguno de estos a los que estamos mencionando.
Y aunque estaba dispuesta a que me ocurriera esto que tú dices, tampoco me
acerqué a ninguno que no me atrajera desde antes no solo por su obra sino
también por algún chispazo que me permitiera intuir que valía como persona.
—Trabajaste con
Borges en la escritura del prólogo de las Obras
Selectas
de Shakespeare. ¿Cómo se lidia con un mito? Imagino que llega un
punto en el que se vuelve inevitable faltarle el respeto. No se puede conversar
con una estatua.
JD: Borges
no se portó nunca como una estatua, todo lo contrario. Lo nuestro fue un
trabajo cotidiano que duró varios meses. Y él siempre fue cortés y nuestras
conversaciones eran muy relajadas. Quizás mi falta de respeto, como dices, fue
cuando le dije que no estaba de acuerdo con su elección del premio Cervantes,
que le correspondía opinar por haberlo recibido antes. Y entre Octavio Paz y Juan Rulfo eligió al primero, luego de haberme pedido que le leyera
algún texto de Rulfo. Yo le dije de
mi desacuerdo, aunque años después entendí las razones de su elección: la
universalidad de Paz.
—Yo me crucé con
Borges una sola vez. Tendría seis o siete años y estaba con mi papá en la
confitería Richmond de Florida, y papá me dice: “Mirá, Pablín, ese señor de
bastón que está ahí sentado es el mejor escritor de este rincón del mundo”. Y
yo no le presté la menor atención. Mi chocolatada era mucho más interesante que
ese anciano de la mesa de al lado. En fin, creo que tuviste más suerte que yo,
Josefina. 
JD: Pero tuviste la suerte de un padre que
sabía señalarte lo que importaba para un futuro escritor.
—Tenés razón. Sigamos
con tu obra: una buena noticia editorial de estos últimos meses fue la nueva
reedición de tu libro
Alfonsina
Storni, una biografía esencial
.
Los libros adquieren nuevas interpretaciones según el tiempo en que se leen.
¿Qué encontrará el lector de 2019 en ese libro?
JD: Esta reedición se hace precisamente en
el momento en el que el tema de la reivindicación feminista está en pleno auge
y me ha sido devuelto en entrevistas y encuentros con público como una
revalorización de lo que significó Alfonsina
por su actuación, pero además por las riquezas de sus manifestaciones poéticas.
Lo considero un avance muy importante.
—Una pregunta
para la Josefina crítica literaria. ¿Soy demasiado duro si digo que la crítica
literaria (en buena parte) se redujo a un triste mejunje de relaciones públicas
y elogios huecos?  ¿Por qué se devaluó
tanto una de las profesiones más bellas?
JD: No eres demasiado duro, creo que eso
ha ocurrido y añadiría que el desconocimiento y la falta de consulta de
archivos antes de hablar de libros y autores se manifiesta aun en los mejores
suplementos o páginas culturales. Desde luego hay excepciones, pero es algo que
las publicaciones y los espacios de radio o TV, que son muy pocos, deberían
revisar.
—Fuiste subsecretaria
de Cultura del Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires entre 2007 y 2011. Contame
un poco sobre esa experiencia.
JD: No solo fue ese mi paso por la
administración pública, también fui directora de bibliotecas del gobierno de la
ciudad en dos gestiones, subdirectora de la Biblioteca Nacional en 2000-2001 y
directora del Centro de Documentación del Complejo Teatral de Buenos Aires.
—¿Qué ganaste
durante ese paso por la administración pública?
JD: Fueron oportunidades de aportar a lo
que considero la protección del patrimonio pero también la divulgación de los
bienes culturales —sin duda la lectura es uno de ellos— y la posibilidad de
influir, por ejemplo, en la compra de bienes y la restauración de lugares
históricos.
—¿Y qué
perdiste, qué sinsabores te quedaron?
JD: Nuestra sociedad pierde muchas veces
la capacidad de evaluar quien es políticamente independiente a la hora de
decidir y no reconoce la calidad de la tarea realizada.
—Vamos
cerrando la conversación. Por momentos me aterra la idea de intuir que en algún
momento me ganó la comodidad y terminé siendo menos de lo que pude haber sido.
¿Te pasa lo mismo? ¿Hay alguna faceta en la que intuyas que pudiste ser mejor?
JD: Sí, en la
escritura. Tengo muchos bosquejos de libros, bastante avanzados en algunos
casos, pero que debería imponerme el riesgo de terminar. Mezcla de comodidad y
timidez, por cierto. Y la vida académica, donde no ha sido fácil en mis años
competir, el juego no siempre ha sido limpio…
—Vamos con la
última pregunta, Josefina. Te regalo la posibilidad de invitar a tomar un café
a cualquier artista de cualquier época. Contame quién sería  y qué pregunta le harías.
JD: Sin duda sería Benito Pérez Galdós.  Y le
pediría que me contara los detalles de sus encuentros clandestinos con la
condesa de Pardo Bazán en Madrid y
en otros lugares de Europa. Y cómo fue que le consultaba sobre la trama de sus
novelas La incógnita y Realidad.
—¿Y a qué bar lo
llevarías?
JD: Al Tortoni. Es el lugar para él, sin
duda.
—Es cierto,
Benito se sentiría muy a gusto en el Tortoni. Ahora sí, la última. En estos
tiempos de tanta abulia hay algo que siempre me llamó la atención de vos: tu
energía, tu ímpetu. ¿Qué te moviliza, Josefina? ¿Cuál es tu mayor incentivo?
JD: No concibo la vida sin la comunicación
que da sin duda la escritura, pero también algo que es mi vocación básica,
creo: enseñar. Pero no como una maestrita que cierra las reacciones del otro
sino tratando de ofrecer puertas… Y sobre todo el ejemplo de mis padres, que
siempre actuaron y me mostraron cómo seguir.
Alfonsina
Storni, Una biografía esencial
, Sudamericana, 260
pag.
Salvadora,
Sudamericana, 240 pag.
Memorias
imperfectas
, Penguin Random House, 290 pag.
Desde Buenos Aires trabaja vía internet en la corrección de estilo de cuentos y novelas. Autor de las novelas Las horas derramadasTríptico del desamparo y Espiral. Colaborador de la editorial Ojo de Poeta y columnista de la revista cultural Libros & Letras.

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